Esta profecía condenatoria no tardó en cumplirse literalmente. “Cuando el hombre de Dios terminó de comer y beber, el profeta que lo había hecho volver le aparejó un asno, y el hombre de Dios se puso en camino. Pero un león le salió al paso y lo mató, dejándolo tendido en el camino. [...] Al ver el cuerpo tendido, y al león cuidando el cuerpo, los que pasaban por el camino llevaron la noticia a la ciudad donde vivía el profeta anciano. Cuando el profeta que lo había hecho volver de su viaje se enteró de eso, dijo: ‘Ahí tienen al hombre de Dios que desafió la palabra del Señor’ ” (vers. 23-26).
Si después de que desobedeciera a la palabra del Señor se hubiese pemitido al profeta seguir su viaje sano y salvo, el rey habría usado ese hecho en un intento por justificar su propia desobediencia. En el altar partido, el brazo paralizado y la terrible suerte de quien se había atrevido a desobedecer una orden expresa de Jehová, Jeroboán debiera haber discernido prestas manifestaciones del desagrado de un Dios ofendido, y estos castigos debieran haberle advertido que no debía persistir en su mal proceder. Pero, lejos de arrepentirse, Jeroboán no solo cometió él mismo un pecado gravoso, sino además hizo pecar a Israel, y “esa conducta llevó a la dinastía de Jeroboán a pecar, y causó su caída y su desaparición de la faz de la Tierra” (vers. 33, 34; 14:16).
El juicio de Dios sobre Jeroboán
Hacia el final de un reinado perturbado de 22 años, Jeroboán sufrió una derrota desastrosa en la guerra con Abías, sucesor de Roboam. “Jeroboán no pudo recuperar su poderío. Al final, el Señor lo hirió, y Jeroboán murió” (2 Crón. 13:20).
La apostasía introducida durante el reinado de Jeroboán finalmente resultó en la destrucción completa del reino de Israel. Aun antes de la muerte de Jeroboán, Ahías, anciano profeta que muchos años antes había predicho la elevación de Jeroboán al trono, declaró: “El Señor [...] los desarraigará de esta buena Tierra [...] Y el Señor abandonará a Israel por los pecados que Jeroboán cometió e hizo cometer a los israelitas” (1 Rey. 14:15, 16).
Sin embargo, el Señor hizo todo lo que podía hacer para que volviera a serle fiel. A través de los largos y oscuros años durante los cuales un gobernante tras otro lo desafiaba, Dios mandó mensaje tras mensaje a su pueblo apóstata. Mediante sus profetas, le dio toda oportunidad de regresar a él. Elías y Eliseo iban a aparecer y trabajar, e iban a oírse en la Tierra las tiernas súplicas de
Oseas, Amós y Abdías. Nunca iba a ser dejado el reino de Israel sin nobles testigos del gran poder de Dios para salvar del pecado. Por medio de estos fieles iba a cumplirse finalmente el eterno propósito de Jehová.
Capítulo 8
La apostasía nacional lleva a la ruina nacional
A partir de la muerte de Jeroboán y hasta el momento en que Elías compareció ante Acab, Israel sufrió una constante declinación espiritual. La mayoría del pueblo rápidamente fue perdiendo de vista su deber de servir al Dios vivo, y adoptó muchas de las prácticas idólatras.
Nadab, el hijo de Jeroboán que ocupó el trono de Israel tan solo durante unos pocos meses, fue asesinado con toda la parentela que podría haberle sucedido, “según la palabra que el Señor dio a conocer por medio de su siervo Ahías el silonita. Esto sucedió a raíz de los pecados que Jeroboán cometió e hizo cometer a los israelitas”(1 Rey. 15:29, 30).
El culto idólatra que Jeroboán había introducido atrajo los juicios del Cielo; y sin embargo, los gobernantes que siguieron –Basá, Elá, Zimri y Omrí– continuaron en la misma mala conducta fatal.
La buena regla del rey Asá
Durante la mayor parte de este tiempo de apostasía, Asá gobernaba en Judá. “Asá hizo lo que era bueno y agradable ante el Señor su Dios. Se deshizo de los altares y santuarios paganos [...]. Además, ordenó a los habitantes de Judá que acudieran al Señor, Dios de sus antepasados, y que obedecieran su Ley y sus Mandamientos. [...] y durante su reinado hubo tranquilidad” (2 Crón. 14:2-5).
La fe de Asá se vio muy probada cuando “Zera el cusita marchó contra ellos al frente de un ejército de un millón de soldados y trescientos carros” (vers. 9), invadiendo su reino. En esa crisis, Asá no confió en las “ciudades fortificadas” de Judá, con “murallas con torres, puertas y cerrojos”, ni en los “guerreros valientes” (vers. 6-8). El rey confiaba en Jehová de los ejércitos. Mientras disponía a sus fuerzas en orden de batalla, solicitó la ayuda de Dios.
Una victoria extraordinaria ganada por confiar en Dios
Los ejércitos oponentes se hallaban frente a frente. Era un momento de prueba para los que servían al Señor. ¿Habían confesado todo pecado? ¿Tenían los hombres de Judá plena confianza en que el poder de Dios podía librarlos? Desde todo punto de vista humano, el gran ejército de Egipto habría de arrasar cuanto se le opusiera. Pero en tiempo de paz Asá no se había dedicado a las diversiones y al placer, sino que se había preparado para cualquier emergencia. Tenía un ejército adiestrado para el conflicto. Se había esforzado por inducir a su pueblo a hacer la paz con Dios. Ahora su fe no vaciló.
Habiendo buscado al Señor en los días de prosperidad, el rey podía confiar en él en el día de la adversidad. Dijo en su oración: “Señor, solo tú puedes ayudar al débil y al poderoso. ¡Ayúdanos, Señor y Dios nuestro, porque en ti confiamos, y en tu nombre hemos venido contra esta multitud!” (vers. 11).
La fe del rey Asá quedó señaladamente recompensada. “El Señor derrotó a los cusitas cuando estos lucharon contra Asá y Judá. Los cusitas huyeron” (2 Crón. 14:12, 13), y fueron aniquilados.
Mientras los victoriosos ejércitos regresaban a Jerusalén, “Azarías hijo de Obed [...] salió al encuentro de Asá, y le dijo: [...] El Señor estará con ustedes, siempre y cuando ustedes estén con él. Si lo buscan, él dejará que ustedes lo hallen [...]. Pero ustedes, ¡manténganse firmes y no bajen la guardia, porque sus obras serán recompensadas!” (15:1, 2, 7).
Muy alentado, Asá no tardó en iniciar una segunda reforma en Judá. “Se animó a eliminar los detestables ídolos que había en todo el territorio de Judá y Benjamín. Luego hicieron un pacto, mediante el cual se comprometieron a buscar de todo corazón y con toda el alma al Señor [...]. Y él se había dejado hallar de ellos y les había concedido vivir en paz con las naciones vecinas” (vers. 8-12,15).
Los largos anales de un servicio fiel prestado por Asá quedaron manchados por algunos errores cometidos. Cuando, en cierta ocasión, el rey de Israel invadió el reino de Judá y se apoderó de Ramá, ciudad fortificada situada a tan solo ocho kilómetros de Jerusalén, Asá procuró su liberación mediante una alianza con Ben Adad, rey de Siria. Esta falta de confianza solo en Dios en un momento de necesidad fue reprendida severamente por el profeta Jananí, quien se presentó delante de Asá con este mensaje: “También los cusitas y los libios formaban un ejército numeroso, y tenían muchos carros de combate y caballos, y sin embargo el Señor los entregó en tus manos, porque en esa ocasión tú confiaste en él. [...] Pero de ahora en adelante tendrás guerras, pues actuaste como un necio” (16:7-9).
En vez de humillarse delante de Dios por haber cometido este error, “Asá se enfureció contra el vidente por lo que este le dijo, y lo mandó encarcelar. En ese tiempo, Asá oprimió también a una parte del pueblo” (vers. 10). Finalmente, “en el año treinta y nueve de su reinado, Asá se enfermó de los pies; y aunque su enfermedad era grave, no buscó al Señor, sino que recurrió a los médicos” (vers. 12). El rey murió el año 41º de su reinado y le sucedió Josafat, su hijo.
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