Comienza el malvado reinado de Acab
Dos años antes de la muerte de Asá, Acab comenzó a gobernar en el reino de Israel. Desde el principio su reinado quedó señalado por una apostasía extraña y terrible. “Hizo más para provocar la ira del Señor, Dios de Israel, que todos los reyes de Israel que lo precedieron”. Actuó como “si hubiera sido poco el cometer los mismos pecados de Jeroboán hijo de Nabat” (vers. 33, 31). Encabezó temerariamente al pueblo en el paganismo más grosero.
Habiendo tomado por esposa a Jezabel, “hija de Et Baal, rey de los sidonios” y sumo sacerdote de Baal, Acab “se dedicó a servir a Baal y a adorarlo. Le erigió un altar en el templo que le había construido en Samaria” (vers. 31, 32).
Bajo el liderazgo de Jezabel erigió altares paganos en muchos “altos”, hasta que casi todo Israel seguía en pos de Baal. “Nunca hubo nadie como Acab que, animado por Jezabel su esposa, se prestara para hacer lo que ofende al Señor” (21:25, 26). El casamiento de Acab con una mujer idólatra fue desastroso para él y para la nación. Su carácter fue modelado con facilidad por el espíritu resuelto de Jezabel. Su naturaleza egoísta no le permitía apreciar las misericordias de Dios para con Israel, ni sus propias obligaciones como guardián y conductor del pueblo escogido.
Bajo la influencia agostadora del gobierno de Acab, Israel se alejó mucho del Dios vivo. La oscura sombra de la apostasía cubría todo el país. Por todas partes podían verse imágenes de Baal y Astarté. Se multiplicaban los templos consagrados a los ídolos. El aire estaba contaminado por el humo de los sacrificios ofrecidos a los dioses falsos. Las colinas y los valles repercutían con los clamores de embriaguez emitidos por un sacerdocio pagano que ofrecía sacrificios al sol, la luna y las estrellas.
Se enseñaba al pueblo que estos ídolos eran divinidades que gobernaban por su poder místico los elementos de la tierra, el fuego y el agua. Todas las bendiciones del cielo –los arroyos y las corrientes de aguas vivas, el suave rocío, las lluvias que refrescaban la Tierra y hacían fructificar abundantemente los campos– se atribuían al favor de Baal y Astarté, en vez de al Dador de todo bien y don perfecto. El pueblo olvidaba que las colinas y los valles, los ríos y los manantiales, estaban en manos del Dios vivo; y que este regía el sol, las nubes del cielo y todos los poderes de la naturaleza.
Mediante mensajeros fieles, el Señor mandó repetidas amonestaciones al rey y al pueblo apóstatas; pero esas palabras de reprensión fueron inútiles. Cautivado por la ostentación del lujo y por los ritos fascinantes de la idolatría, el pueblo seguía el ejemplo del rey y su corte, y se entregaba a los placeres embriagantes y degradantes de un culto sensual. En su ciega locura, prefirió rechazar a Dios y su culto. La luz que le había sido daba con tanta misericordia se había vuelto tinieblas.
Nunca había caído tan bajo en la apostasía el pueblo escogido de Dios. Los “profetas de Baal” eran “cuatrocientos cincuenta”, además de los “cuatrocientos profetas de la diosa Aserá” (18:19). Nada que no fuese el poder prodigioso de Dios podía preservar a la nación de una ruina absoluta. Israel se había separado voluntariamente de Jehová. Sin embargo, los anhelos compasivos del Señor seguían manifestándose en favor de los que habían sido inducidos a pecar, y él estaba por mandarles uno de los más poderosos de sus profetas.
Capítulo 9
Elías confronta al rey Acab
Este capítulo está basado en 1 Reyes 17:1 al 7.
Entre las montañas al este del Jordán moraba un hombre de fe y oración cuyo ministerio intrépido estaba destinado a detener la rápida diseminación de la apostasía. Sin ocupar un puesto elevado en la vida, Elías inició su misión confiando en que Dios le daría abundante éxito. La suya era la voz de quien clama en el desierto a fin de reprender el pecado y rechazar la marea de mal. Y aunque se presentó para reprender el pecado, su mensaje ofrecía consuelo a las almas enfermas de pecado.
Mientras Elías veía a Israel hundirse cada vez más en la idolatría, se despertó su indignación. Dios había hecho grandes cosas por su pueblo “para que ellos observaran sus preceptos y pusieran en práctica sus Leyes” (Sal. 105:44, 45). Pero la incredulidad iba separando rápidamente a la nación escogida de la Fuente de su fortaleza. Mientras consideraba esta apostasía desde su retiro en las montañas, Elías se sentía abrumado de pesar. Con angustia en el alma rogaba a Dios que detuviese en su impía carrera al pueblo una vez favorecido, que le enviase castigos si era necesario, para inducirlo al arrepentimiento.
La oración de Elías fue contestada. Había llegado el momento en que Dios debía hablarle por medio de castigos. Los adoradores de Baal aseveraban que los tesoros del cielo –el rocío y la lluvia– provenían de las fuerzas que regían la naturaleza, y que la Tierra se hacía abundantemente fructífera mediante la energía creadora del sol. Se iba a demostrar a las tribus apóstatas de Israel cuán insensato era confiar en el poder de Baal para obtener bendiciones temporales. Hasta que se volviesen a Dios arrepentidas y lo reconociesen como Fuente de toda bendición, no descendería rocío ni lluvia sobre la Tierra.
A Elías fue confiada la misión de comunicar a Acab el mensaje relativo al juicio del Cielo. Él no procuró ser mensajero del Señor; la palabra del Señor le fue confiada. No vaciló en obedecer la orden divina, aun cuando obedecer era como buscar una presta destrucción a manos del rey impío. El profeta partió enseguida, y viajó día y noche hasta llegar al palacio. Vestido con la burda vestimenta que solía cubrir a los profetas, pasó frente a la guardia, que aparentemente no se fijó en él, y se quedó un momento de pie frente al asombrado rey.
Elías no pidió disculpas por su abrupta aparición. Uno mayor que el gobernante de Israel lo había comisionado para que hablase. Declaró: “Tan cierto como que vive el Señor, Dios de Israel, a quien yo sirvo, te juro que no habrá rocío ni lluvia en los próximos años, hasta que yo lo ordene”.
Mientras se dirigía a Samaria, Elías había pasado al lado de arroyos inagotables y de bosques imponentes, que parecían inalcanzables para la sequía. El profeta podría haberse preguntado cómo iban a secarse los arroyos que nunca habían cesado de fluir, y cómo podrían ser quemados por la sequía esos valles y colinas. La palabra de Dios no podía fallar. Como un rayo que baja de un cielo despejado, el anuncio del castigo inminente llegó a oídos del rey impío. Pero antes de que Acab se recobrase de su asombro, Elías desapareció. Y el Señor fue delante de él, allanándole el camino: “Sal de aquí hacia el oriente, y escóndete en el arroyo de Querit, al este del Jordán. Beberás agua del arroyo, y yo les ordenaré a los cuervos que te den de comer allí”.
El rey hizo diligentes averiguaciones, pero no pudo encontrar al profeta. La reina Jezabel, airada por el mensaje que los privaba a todos de los tesoros del cielo, consultó inmediatamente a los sacerdotes de Baal, quienes se unieron a ella para maldecir al profeta y desafiar la ira de Jehová. Se difundieron prestamente por todo el país las noticias de cómo Elías había denunciado los pecados de Israel y profetizado un castigo inminente. Algunos empezaron a temer, pero en general el mensaje celestial fue recibido con escarnio y ridículo.
Las palabras del profeta entraron en vigencia inmediatamente. La tierra, al no ser refrigerada por el rocío ni la lluvia, se resecó y la vegetación se marchitó. Empezó a reducirse el cauce de corrientes que nunca se habían agotado, y los arroyos comenzaron a secarse. Pero las autoridades instaron al pueblo a tener confianza en el poder de Baal y a desechar las palabras ociosas de la profecía hecha por Elías, ya que Baal era quien producía las mieses en sazón, y proveía sustento para hombres y animales.
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