Fue corriendo y encontró que el comedor era aún más bonito que la sala del trono. Se sentó al lado del Príncipe y elogió mucho el arreglo de la mesa.
–Es una obra de las señoras sardinas –dijo él–. Son las mejores limpiadoras en todo el reino.
La niña pensó para sus adentros: “No es casualidad que sepan estar tan ordenaditas dentro de las latas…”.
Llegaron los primeros platos: chuletas de camarón, filetes de marisco, omelettes de huevos de picaflor, longaniza de lombriz –un tentempié que al Príncipe le encantaba.
Mientras comían, una excelente orquesta de cigarras y zancudos tocaba la música zumbeante, dirigida por el maestro Tangará, con la batuta en el pico. En los intervalos, tres luciérnagas de circo hicieron lindas magias, entre las cuales la de comer fuego fue muy celebrada. Para lidiar con fuego no hay nadie como ellas.
Encantada con todo aquello, Naricita aplaudía y daba gritos de alegría. En cierto momento el mayordomo del palacio entró y le dijo unas palabras al Príncipe en el oído.
–Pues ordene que entre –este le respondió.
–¿Quién es? –quiso saber la niña.
–Un duendecito que vino ayer para ofrecerse como bufón de la corte. Estamos sin bufón desde que nuestro querido Carlito Chupetito fue devorado por el pez espada.
El candidato a bufón de la corte entró conducido por el mayordomo, y luego saltó encima de la mesa y se puso a hacer tonterías. Naricita se dio cuenta, al tiro, que el bufón no era más que Pulgarcito, vestido con el clásico jubón de cascabeles y el gorro también con cascabeles en la cabeza. Lo descubrió, pero fingió no sospechar nada.
–¿Cuál es su nombre? –le preguntó el Príncipe.
–¡Soy el gigante Pinchaqueques! –respondió el bufoncito sacudiendo los cascabeles.
Pulgar no tenía ninguna aptitud para aquello. No sabía hacer muecas chistosas, ni decir cosas que hiciesen reír. A Naricita le dio mucha pena y le dijo bajito:
–Vaya a la parcela de mi abuela, señor Pinchaqueques. La Tía Nastácia hace unos quequecitos muy ricos y buenos para ser pinchados. Ven a vivir conmigo, en vez de llevar esta vida idiota de bufón de corte. Tú no estás para esto.
En ese momento, reapareció en la sala la cucarachita de mantilla, con la nariz levantada al aire como quien husmea algo.
–¿Encontró al fugitivo? –le preguntó el Príncipe.
–Todavía no –respondió ella– pero apuesto que anda por acá. Estoy sintiendo su olorcito.
Y husmeó nuevamente el aire con su nariz de papagayo seco.
A pesar de ser muy tontito, el Príncipe sospechó que el tal Pinchaqueques podría ser el mismo Pulgar.
–Tal vez esté acá –dijo–. Tal vez Pulgar sea el bufoncito que vino a ofrecerse para sustituir a Carlito Chupetito. ¿A dónde se fue? –preguntó mirando a su alrededor–. Estaba aquí recién, hace no más de medio minuto.
Buscaron al bufoncito por todas partes, pero en vano. Y es que la niña, apenas vio entrar en la sala a la vieja bruja, disimuladamente lo había agarrado y lo había metido en la manga de su vestido.
Doña Cucarachina buscó por todos los rincones, hasta dentro de las soperas, siempre quejumbrosa.
–Está aquí, sí. Estoy sintiendo su olorcito cada vez más cerca. De esta no se me escapa.
Viéndola acercarse más y más, Naricita se asustó. Y para disimularlo, gritó:
–Doña Cucarachina se está volviendo loca. Pulgar usa botas de siete leguas y, si estuvo aquí, ya debe andar por Europa.
La vieja soltó una alegre carcajada.
–¿No sabes que no soy tonta? Apenas sospeché que quería huir, me apresuré en guardar sus botas en mi cajón. Pulgar huyó descalzo y no se me va a escapar.
–¡Sí, se va a escapar! –gritó Naricita en tono desafiante.
–¡No se va a escapar, no! –contestó la vieja–. No se me va a escapar, porque ya sé dónde está.
–Está escondido en tu manga, ¿verdad? –y avanzó hacia ella.
Se armó un alboroto en el salón. La vieja agarró firmemente a la niña y de seguro la habría subyugado, si la muñeca, que estaba en la mesa al lado de su dueña, no hubiese tenido la buena idea de quitarle los anteojos y salir corriendo con ellos.
Doña Cucarachina no podía distinguir nada sin sus anteojos, de modo que quedó dando tumbos de un lado a otro del salón como una ciega, mientras que la niña corría a esconder a Pulgar en la gruta de los tesoros, bien lejos en el fondo de una concha.
–Quédate aquí tranquilito hasta que yo vuelva, le aconsejó.
Y regresó al salón muy orgullosa de su hazaña.
V. La costurera de las hadas
Después de la cena, el príncipe llevó a Naricita a la casa de la mejor costurera del reino. Era una araña de París que sabía hacer unos vestidos lindos, lindos a más no poder. Ella misma tejía la tela, y ella misma inventaba las modas.
–Doña Araña –dijo el Príncipe– quiero que haga el vestido más bello del mundo para esta ilustre dama. Voy a dar una gran fiesta en su honor y quiero verla deslumbrar a la corte.
Y al decir eso se retiró. Doña Araña tomó la huincha de medir y, con la ayuda de seis arañitas muy hábiles, empezó a tomar las medidas. Después tejió, deprisa, deprisa, una tela de color rosa con estrellitas doradas, la cosa más linda que se pueda imaginar. Tejió también unas piezas de cintas y piezas de encaje y piezas de sesgo… hasta fabricó carreteles de hilo de seda.
–¡Qué belleza! –exclamaba la niña cada vez más admirada con los prodigios de la costurera–. Conozco muchas arañas en la casa de mi abuela, pero ellas solo saben tejer telas para atrapar moscas. Ninguna es capaz de hacer ni un pañito de delantal…
–Es que yo tengo mil años de edad –explicó Doña Araña–, y soy la costurera más vieja del mundo. Aprendí a hacer todas las cosas. Trabajé durante mucho tiempo en el reino de las hadas. Fui quien le hizo el vestido de baile a Cenicienta y casi todos los vestidos de boda de casi todas las chicas que se casaron con príncipes encantados.
–¿Y también cosió para Blancanieves?
–¡Claro! Fue justamente cuando estaba tejiendo el velo de novia de Blancanieves que quedé incapacitada. Unas tijeras me cayeron sobre el pie izquierdo, y el hueso en ese lugar se rompió. Fui tratada por el doctor Caracol, quien es un muy buen doctor. Sané, pero quedé manca para el resto de la vida.
–¿Usted cree que ese doctor Caracol sea capaz de curar a una muñeca que nació muda? –preguntó la niña.
–Sí, la cura. Él tiene unas píldoras que curan todos los males, excepto cuando el enfermo se muere.
Mientras conversaban, Doña Araña seguía trabajando en el vestido.
–Está listo –dijo al final–. Vamos a probarlo.
Naricita se puso el vestido y fue a mirarse al espejo.
–¡Qué belleza! –exclamó aplaudiendo–. ¡Estoy como un cielo despejado!…
Y estaba así de linda. Linda, tan linda en su vestido de tela color rosado con estrellitas de oro, que hasta al espejo se le salieron los ojos de asombro.
Trayendo en seguida su cofre de joyas, Doña Araña puso sobre la cabeza de la niña una diadema de rocío y brazaletes de rubíes del mar en los brazos, y anillos de brillantes del mar en sus dedos, y hebillas de esmeraldas del mar en los zapatos, y una gran rosa del mar en el pecho.
Naricita quedó aún más linda, tanto más linda que el espejo abrió un poco más los ojos y comenzó a abrir la boca.
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