Rubén Cortés - Cuba sin ti

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En los tres libros que integran Cuba sin ti. Memorias del olvido vibra un pensamiento de José Martí: «Yo no sé qué misterio de ternura tiene esa dulcísima palabra: cubano». Es el ajuste de cuentas de un hijo de la Revolución cubana con el proceso político más radical que tuvo lugar en el siglo xx americano, y con el sistema totalitario de capitalismo de Estado en el que éste derivó, eximiendo a la isla de la libertad individual y de empresa, de la concordia entre sus habitantes.
Es un libro que puede ser leído como una historia mínima de la suerte singular de Cuba, siempre fuera de proporción con su pequeño tamaño geográfico, pues cuando Colón difundió en España el Nuevo Mundo, era Cuba lo que describía. Por su posición en el centro del continente, se convirtió en el lugar donde anclaba el poder de la metrópoli en el Nuevo Mundo y desde donde se dispersaban las ideas de la ilustración y de la modernidad hacia el resto de los países de la región.

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—¿Cuál es su apreciación del resultado de la serie de béisbol que acaba de finalizar?

—Fue un auténtico fenómeno sociopolítico, donde inclusive estadísticas no oficiales indican que más de seis millones de espectadores estaban representados, niños, mujeres, hombres y ancianos acudieron a nuestros parques deportivos.

—¿Eres o no eres el mánager del equipo Cuba?

—Esa pregunta no me corresponde a mí responderla. Estimo que la designación de un mánager del equipo Cuba es un proceso de análisis, de consulta de nuestros dirigentes. Soy un soldado de la Revolución y estoy a su servicio. A lo largo de estos años se han librado muchas batallas internacionalistas y los principales responsables en el teatro de operaciones no han sido siempre los mismos jefes. Y sin embargo, el resultado ha sido siempre la victoria.

Ah, caramba. El ex presidiario, el ex proscrito considerado mal ejemplo para el hombre nuevo se había autoproclamado “soldado de la Revolución”. ¡Eso sí que era un blindaje, coño! Tanto que, en cuanto le quitaron los timones de los Industriales y el del equipo Cuba, lejos de volver a la orfandad del estadio de la Coca-Cola, al “soldado” se le cumplió el sueño de todo cubano decidido a vivir en la isla, que era ser mandado por el gobierno a “cumplir misión” en el extranjero, gracias a lo cual se podía conocer mundo, comer, beber, vestir bien y mantener a la familia: el siete de octubre de 2008, Anglada fue designado por el Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación para cumplir un contrato de colaboración bilateral en la provincia panameña de Bocas del Toro.

“Las autoridades decidieron: llegó la hora de disfrutar el béisbol desde otra posición”, dijo a Prensa Latina.

A la hora de recoger los bates, entrando a la tercera edad, a Anglada finalmente le había ido bien. En su vida, la Revolución ocupaba el lugar del mitológico dios Cronos, que se comió a sus hijos y luego los regurgitó.

Otros vástagos, en cambio, no podían contar lo mismo: en medio siglo de intentos por crear un hombre nuevo, la Revolución no contaba con jóvenes en su primer círculo de poder, aun cuando había habido muchos en esa posición a lo largo de sus diferentes épocas. Siempre terminaba engulléndolos: Luis Orlando Domínguez, Robertico Robaina, Otto Rivero, Carlitos Lage Codorniú y su padre Carlos Lage, Hassan Pérez, Carlitos Valenciaga, Felipe Pérez Roque…

Sin embargo, en la Cuba comunista las cosas eran como eran y no como habrían debido ser. En todo caso, la historia de Rey Vicente Anglada Ferrer resbalaba como cuchillo en mantequilla en una frase genial de Mao Tse-Tung: “La Revolución no es una cena de gala’’.

Las tumbas olvidadas

Pedro Junco le había escrito el bolero Nosotros a María Victoria Mora porque estaba tuberculoso y no quería correr el riesgo de contagiarla. Después se ahogó con un buche de sangre en una cama de hospital: pasaban en la radio su canción “Soy como soy”, en la voz de René Cabel, y se emocionó tanto al escucharla que el acordeón de sus pulmones rotos no pudo aguantar un último soplo de alegría en su corazón. Tenía 23 años.

Su hermana María Antonia lo cuidaba esa noche en el sanatorio Damas de la Covadonga, de La Habana, y un locutor había anunciado “Soy como soy”, cantada por El Tenor del Caribe, uno de los más grandes boleristas cubanos de los años cincuenta. Pedro Junco se agitó y le sobrevino una racha de tos. María Antonia se apresuró a buscar un médico: cuando iba corriendo por los desiertos pasillos de la clínica, la música se acababa y, entre el resonar de sus tacones en el piso de mármol, alcanzó a escuchar todavía los últimos compases. Al regresar al cuarto, su hermano estaba muerto.

Cabel, quien emigró a Puerto Rico el 3 de julio de 1961 y se instaló luego en Colombia como exitoso regente artístico del gran hotel Tequendama, en Bogotá, parecía portar un hado funesto, algún infortunio maldito, pues Miguelito Valdés, el famoso guarachero Babalú, murió en sus brazos, víctima de un paro cardiaco, el nueve de noviembre de 1978.

“¡Perdón, señores!”, exclamó Miguelito Valdés en plena actuación en el salón Monserrate, del hotel Tequendama: soltó el micrófono, se llevó las manos al pecho para tratar de desabotonarse la camisa y cayó al suelo. Falleció abrazado a Cabel, quien esa noche dejó de cantar en público para siempre: temía que le sucediera algo similar.

Más de 30 años después, Cabel solía sacar un perrito pekinés a mear en las frías y lluviosas mañanas de Bogotá. En una ocasión lo acompañé un par de cuadras por el barrio colonial de La Candelaria, que estaba acariciado por frondosos cerros azules, verdes, lilas, en los que se incrustaba la ciudad. Recordaba con cariño a Pedrito y aún no superaba la impresión de haber visto la agonía atroz de Miguelito Valdés.

En algún momento del paseo, se detuvo bajo la llovizna, cargó al perrito y le pasó la mano derecha por la cabeza. Luego suspendió la mirada en los ripios de niebla matinal que se liaban en las ramas de los cedros. Sin que viniera a cuento, casi en un murmullo, dijo:

—Pero lo que más lamento es haberme ido de Cuba.

Ya era un hombre muy anciano, aunque parecía muy saludable y descendía de una familia longeva. Su madre murió a los 97 años.

Cabel… sus brazos fueron el tacto postrero que sintió Babalú, su voz la última que escuchó Pedro Junco. María Antonia jamás olvidaría aquel timbre agudo entonando “Soy como soy”, mientras su hermano moría.

“Cabel se escuchaba en la radio y a Pedrito le entró un ataque de tos con sangre y las sábanas se manchaban. Salí gritando. Cuando volvimos una enfermera y yo, tenía la cabeza recostada tranquilamente en la almohada. Su corazón había dejado de latir”, contaría una hora más tarde a Aldo Martínez Malo, el amigo que llevaba y traía las cartas y recados entre Pedro Junco y María Victoria Mora. Eran papeles secretos: ella estaba internada en un convento y sus padres le tenían prohibido verlo, pues Pedro, al enterarse dos años antes de que la tuberculosis lo mataría a plazos, se había enganchado a una vida punteada de romances, incluido uno con una mujer mexicana casada, trapecista de un circo.

Era el 25 de abril de 1943. Al día siguiente fue inhumado en la necrópolis de La Alameda, en Pinar del Río, la ciudad más occidental de Cuba, donde había nacido el 22 de febrero de 1920. El doctor Ñico Alonso, un amigo suyo de la infancia y quien vivió casi 90 años, recordaba el sepelio como “algo grande”.

“De los balcones le lanzaban flores al féretro. Los presentes no cupieron en el cementerio. Fueron toda la Escuela Normal y el Instituto de Pinar del Río. Todo el mundo lloraba. Fue un duelo provincial.”

Pero ya nadie visitaba la tumba de Pedro Junco. A unos metros de distancia sepultamos a mi madre el 17 de marzo de 1998. Desde entonces, no transcurrió un domingo, o un día señalado, sin que sus cinco hijos, su esposo, cuatro nietos o sus tres yernos le lleváramos flores y pasáramos luego a mostrar nuestros respetos ante el nicho donde reposaban los restos del autor de la mejor canción de Cuba. Pero jamás nos encontramos a nadie.

En una ocasión, estudiantes de varias escuelas despedían a una chica y su novio, los dos de 20 años, fallecidos en un accidente de tránsito, y uno podía darse una idea de cómo habría sido el entierro de Pedro Junco, según la descripción que hacía Ñico Alonso.

Después de tantos años viviendo en México, escuchando despedir a los muertos con “Las golondrinas” o la canción que les gustaba en vida, pensé que la historia tronchada de aquellos chicos merecía un coro gigante de “Nosotros”. Pero no fue así. Acabó el funeral y los dolientes se encaminaron a la salida del camposanto. Como México ya iba siempre conmigo, recordé a los muchos y perennes visitantes a la losa de Pedro Infante en el Panteón Jardín: perseguí con la mirada a los afligidos, pero ninguno se acercó a la tumba de Pedro Junco, que estaba en un mausoleo marcado con el número 197 en la puerta de cristal enrejado. En la base de la bóveda principal se leía: “Pedro Junco y familia, 1949”. Fue construido seis años después de la muerte del compositor.

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