En una ocasión, un hombre llamado Humberto Navarro vio salir una del escusado y, antes de poder matarla de un palazo en la cabeza, él y toda su familia tuvieron que reponerse de un susto de fin del mundo para después poder perseguirla a través de habitaciones y pasillos de la casa. Navarro, quien trabajaba en la sede de las juventudes comunistas de Matanzas, estaba alarmado por el incontenible taponamiento de su retrete.
Un día hizo pasar un alambre por los tubos del desagüe hasta que del sanitario comenzaron a salir desmesuradas cantidades de agua de fosa y detritus. Hubo una pausa abrupta en el derrame y, de pronto, de la taza surgió a coletazos un bicho negro de dos kilogramos que chorreaba excrementos por la boca: ¡una claria!
Sin embargo, filetes, embutidos, perros calientes y chorizos de claria eran vendidos a la población en las tiendas gubernamentales Mercomar, y los médicos recetaban su carne a enfermos de cáncer porque aumentaba los índices de hemoglobina en la sangre. Una leyenda popular contaba que los vietnamitas les habían ganado la guerra a los americanos gracias a la fuerza que les había proporcionado comer clarias.
Juventud Rebelde, en su edición del nueve de julio de 2008, llamaba a la población a consumirlas con buen diente: “No lo dude y seleccione claria para llevarlo a su mesa, pues resulta fácil de hacer, bien sea frito, en filetes, empanado, enchilado o rebosado, su familia se lo agradecerá”. Y adjuntaba declaraciones de un científico, Julio Baisre, acerca de que el pez era cultivado en estanques cerrados y bajo estrictos controles de seguridad biológica, alimentados con pienso y desechos de la pesca.
Una nota, en el mismo diario, contaba:
La licenciada en Biología, Doris Millares Dorado, jefa del tema de la claria en el Centro de Preparación Acuícola Mampostón (cpam), habla de estas criaturas con una pasión sobresaliente. En unos estanques contiguos al departamento de Alevinaje miles de criaturas nos recuerdan los renacuajos que habitan los charcos de cualquier paraje. Los técnicos que allí laboran se ven afanados en suministrarles agua suficientemente oxigenada a las criaturas, y están atentos a cada exigencia de los recién nacidos.
Pero las “criaturas” del periódico oficialista se podían ver a todo color comiendo ratones en el documental Revolución azul, del mexicano Diego Fabián Anchondo, aprendiz de una escuela internacional de cine que dirigía el escritor Gabriel García Márquez, en San Antonio de los Baños, en las afueras de La Habana. El filme mostraba a un criador particular de clarias en Matanzas, un miembro del Ministerio del Interior llamado Macario Toledo, quien aseguraba abastecer de carne no sólo sus necesidades hogareñas, sino también las de comedores obreros y algunas pescaderías de Hershey, el pueblito donde vivía y que había tomado su nombre de un ingenio fundado en 1918 por Milton Hershey, inventor de los chocolates que llevan su apellido, para proveer de azúcar su fábrica de Pensilvania.
La cinta, de diez minutos de duración, también incluía declaraciones de un biólogo marino, Guillermo García: “La claria es la mayor amenaza para el ecosistema cubano en esta época. Se comen las tilapias, se comen ellas mismas, las tencas, un pollo, una ranita, cualquier animal, cualquier cosa que se mueva fuera del control de los humanos’’.
Y parecía tener razón, pues el Ministerio de la Industria Pesquera había emitido en 2006 una resolución para fijar una estrategia de seguridad biológica en el país y “revertir episodios desfavorables como el de la claria o pez gato caminador’’.
La médica veterinaria Mercedes Montenegro, de la Empresa Pesquera de Matanzas, resultó más precisa: “Las clarias rompieron nuestro equilibrio ecológico”. De hecho, en esa provincia cundía el temor, pues en el santuario natural de Ciénaga de Zapata, amenazaban la existencia de peces endémicos como el antiguo manjuarí y la biajaca criolla, y les mordían las patas a los flamencos y los patos cuando éstos se posaban en los humedales. El Centro Nacional de Seguridad Biológica terminó por aceptar el fracaso irremediable del experimento: “La claria forma parte del medio ambiente cubano, ya no se puede sacar y lo que se impone ahora es plantear medidas para su control”.
Era, en rigor, una invasión a los ecosistemas cubanos —no sólo contra su conservación, sino también contra su disfrute— con búfalos asoladores y peces exterminadores en un monte en el que el mejor observador de todos los cubanos, José Martí, lo más peligroso que vio —en un lúcido deslumbre de 19 días— fueron unos camaleones cantores y, a fin de cuentas, se equivocó, pues estaba probado científicamente que esos animales son incapaces de emitir sonidos.
Una penetración que pasaba por ocupación y acabó siendo plaga, ante lo cual se había paralizado la proverbial capacidad de los cubanos para reírse de todo.
Olvidadas quedaron la creatividad y la gracia de los primeros tiempos de la inacabable crisis económica que siguió al desmoronamiento del bloque comunista internacional en 1989, cuando, a falta de los tintes de pelo profesionales que antes venían desde la Unión Soviética, una muchacha morena de Camagüey inventó un mejunje de tantas yerbas y pócimas que la receta se le extravió en los meandros de la memoria y terminó siendo rubia oxigenada para siempre.
O las aventuras de los trabajadores del zoológico capitalino, quienes le salvaron la vida a la elefanta Tana después de que, de un día para otro, dejaron de aterrizar en La Habana los numerosos aviones que arribaban a toda hora procedentes de África y en los cuales siempre había espacio para transportar las variedades de yerbas, hojas, frutas, corteza y plantas acuáticas que comían allá los elefantes. Tana se convirtió en el primer paquidermo de la historia de la zoología en alimentarse de tortilla de huevo: un trabajador se disfrazaba de planta africana y, cuando la elefanta se lo iba a comer, otro trabajador aprovechaba, en un diestro movimiento de baloncestista, y le encestaba en la boca abierta una torta del tamaño de una rueda de coche.
García Márquez pensó en escribir un libro sobre aquellas pequeñas cosas que constituían las grandes hazañas o tragicomedias de la vida cotidiana en la isla, pero consideró que sería una incorrección política para su compromiso militante con la Cuba comunista, a la que solía disfrutar con delirio en los viajes que hacía desde su casa de la calle Fuego 144 en el Pedregal de San Ángel, una colonia de gente muy rica construida sobre piedra volcánica en el sur de la ciudad de México.
Pero ahora nada había de comedia y, en cambio, sí mucho de tragedia. Eran, aquéllos, los días de la claria y la hora del búfalo, un tiempo lúgubre y desdichado en el que uno llegaba a casa y abría La peste y leía una y otra vez que “la estupidez insiste siempre”. Y hacía del libro de Camus una almohada y se acostaba atormentado por ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud.
La justicia de la Revolución
Silvio Rodríguez conducía su jeep azul de modelo reciente con rumbo a una recepción que ofrecía Fidel Castro en el Palacio de la Revolución, cuando, diez minutos después de haber salido de su mansión de colores pasteles, en el exclusivo reparto habanero de Siboney, un policía de tránsito le impuso una multa por manejar a exceso de velocidad.
El agente era un blanconazo aindiado, emigrado a la capital desde la empobrecida zona oriental del país que, además de haber sido la cuna de las guerras de independencia contra España y de la revolución de 1959, era mirada como tierra de gente de pocas luces por parte de los habaneros, quienes siempre se habían creído el ombligo del mundo.
Había un chiste en La Habana sobre un policía oriental que estaba apostado frente al Acuario de 1ª y 60, en Miramar, y registraba su posición por radio a la jefatura: “Aquí, capitán, reportándome desde el zoológico de los pescaos”.
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