Silvio Rodríguez tomó la infracción y siguió para Palacio, donde Fidel Castro lo acogió con el cariño que solía prodigarle a quien, además de ser el cantante favorito del sistema, se desempeñaba como fiel diputado que nunca votaba en contra, o siquiera se abstenía, en las discusiones de la Asamblea Nacional en las que se decidían condenas de 20 años de prisión a amigos suyos de juventud que habían escogido la disidencia, como el poeta Raúl Rivero.
El autor de El necio gustaba de contar la anécdota como un ejemplo de la justicia de la Revolución: “Un policía me multa y Fidel me abraza”. Pero sólo se trataba de una distracción de Silvio Rodríguez porque, en lo absoluto, aquello tenía algo qué ver con la justicia de la Revolución. Existían, en cambio, ejemplos que sí lo eran, como el del segunda base de los Industriales, Rey Vicente Anglada, el pelotero más espectacular de Cuba a finales de los años 70 y principios de los 80 y que, de manera abrupta, como se desploma un helicóptero sobre un conjunto de edificios, fue expulsado del deporte, borrado de los libros de récords y encarcelado durante dos años y ocho meses por vender partidos dentro de una presunta red de apuestas clandestinas.
Una noche de enero de 1982, minutos antes de que a las ocho y treinta arrancara una velada del campeonato nacional Playa Girón de boxeo, un comentarista deportivo de voz impostada y que usaba bastones para caminar, leyó una lista de 17 peloteros que habían sido sancionados por registrar una actitud antideportiva: “Jorge Beltrán Lafferté, Rey Vicente Anglada Ferrer…”.
Yo estaba sentado frente al televisor, en la salita de la casa de una sola habitación en la que vivíamos entonces mis padres y sus cuatro hijos frente al estadio de Pinar del Río, y fui incapaz de seguir escuchando, porque el hecho de que Anglada no pudiera jugar pelota significaba la muerte de uno de los más grandes regocijos de mi adolescencia: verlo llegar al cajón de bateo, apoyarse el bate a la cadera, sacarse del bolsillo de atrás del pantalón una guantilla y ponérsela en la mano izquierda, meterse por dentro de la camisola una cadena de oro que llevaba al cuello y observar por unos instantes la posición de los jugadores de cuadro.
El júbilo era, para mí, aquel rito de Anglada. Yo tenía 18 años y la decepción por el fin de su carrera como pelotero me duró hasta los 45, porque jamás volví a disfrutar un juego de pelota hasta que una tarde de domingo, en la ciudad de México, agarré una banderita cubana que tenía colgada de un palillo de dientes en mi librero y me fui con mi hijo Santino al partido Cuba-Sudáfrica de una eliminatoria del Clásico Mundial que se jugó en el estadio del Foro Sol. Ganó Cuba 14-2 y, ya cuando nos íbamos, Santino, que en ese tiempo tenía seis años, me tomó una fotografía con la banderita, que es la foto de autor de mi libro Cuba, Cuba.
Anglada fue encarcelado en la flor de su talento, a los 29 años de edad. Cuando salió del talego trabajó como chofer en la empresa Tecnitiendas y después encontró una oportunidad como entrenador de niños en el estadio que estaba frente a la antigua fábrica de la Coca-Cola, en el municipio habanero de El Cerro.
Hasta allí lo fui a ver una mañana del invierno de 1990. Mi amigo Aurelio Prieto, quien después se convirtió en el mejor cronista deportivo de la televisión cubana, sabía de mi antigua idolatría por Anglada y consiguió una grabadora prestada, una Sanyo japonesa, y me llevó para que lo entrevistara. Un tipo que iba con Aurelio, un mulato que tenía puesto un collarín ortopédico, tomó las fotos con una prehistórica cámara Praktica Reflex de 35 mm., hecha en la Alemania comunista.
Anglada lucía una camisa hawaiana azul, de dibujos oscu- ros, a las que en Cuba se les conocía como “manhattan”. Estaba dolido porque sus alumnos, de la categoría 11-12 años, habían clasificado para los Juegos Escolares Nacionales, pero a él le impidieron acompañarlos, pues el gobierno lo consideraba un mal ejemplo para la niñez y la juventud.
Nos contó que, poco tiempo después de salir de la cárcel, una noche fue a ver un juego de los Industriales al estadio Latinoamericano de La Habana, teatro de sus grandes atrapadas y robos de base. Iba con un amigo al que apodaban El Gordo. Un aficionado lo reconoció entre el público y empezó a aplaudir. Otro lo imitó. Y otro más… hasta que el aplauso de 60 mil personas se convirtió en una ovación.
—¿Qué hiciste? —le pregunté.
—Le dije al Gordo: “Gordo, vámonos, Gordo, vámonos”.
—¿Por qué?
—Me asusté.
—¿De qué te asustaste?
—No sé. Me asusté.
Durante dos horas de entrevista, Anglada había revelado una mezcla de enojo y tristeza por el trato que había recibido de las autoridades, antes y después de ser encarcelado. Porque, por encima de todo, se consideraba inocente:
—Me niego a aceptar lo que no hice. Nunca aceptaré que vendí un juego de pelota. Yo era de los que, si perdía un partido, ni siquiera me comía la merienda. Y sabes por qué, por vergüenza, chico, por vergüenza. Para más injusticia, yo supe de mi sanción a través del televisor. Esa mañana había ido al estadio y nadie me dijo nada. Sólo hasta la noche me desayuné con la noticia por la televisión.
—¿Qué sientes?
—Que me arrancaron parte de mi cuerpo. Mira, si tú haces algo malo, tienes que pagar por eso, pero no era el caso mío. Me dolió mucho tener que abandonar lo que había sido mi vida, con sólo 29 años, cuando mejor estaba jugando. Es algo que no le deseo a nadie.
Anglada también incubaba la sospecha de que las autorida- des lo habían inculpado en represalia por su amistad con otro buen jugador, su compañero en el infielder de los Industriales y amigo desde los Juegos Escolares, Bárbaro Garbey, quien abandonó Cuba por el puente marítimo de El Mariel en 1980, cuando el gobierno comunista permitió la emigración masiva de 125 mil personas, con especiales facilidades para presidiarios, elementos marginales, homosexuales, enfermos mentales, delincuentes y desafectos al sistema.
—El día antes de su salida, Bárbaro vino a verme para decirme que se iba y le deseé todo lo bueno que se le podía desear a un amigo.
Pero resultó quizá el beso del diablo, pues Anglada jamás volvió a integrar el equipo Cuba en los dos años que le quedaban como pelotero activo. En cambio, Garbey se contrató de 1984 a 1988 en las Grandes Ligas, primero con los Tigres de Detroit y luego con los Rangers de Texas. En 626 veces al bate produjo para .267 con 167 hits, 11 jonrones, 28 dobles y dos triples. Después jugó con notable éxito en las ligas profesionales de Venezuela y México. A su retiro, montó una empresa de venta de indumentaria beisbolera en Florida y viajaba a México con frecuencia por razones de negocios. En 1997 lo entrevisté en una suite del Hotel Lisboa, en la avenida Cuauhtémoc, en el Distrito Federal, y le pregunté si, en aquella despedida, había sonsacado a Anglada para que se quedara en un posterior viaje al extranjero. Garbey estaba sentado en la orilla de la cama de su habitación y jugueteaba con un bate de madera de la marca Louisville Slugger.
—Nunca —contestó—. Si Rey se hubiera querido ir de Cuba lo habría hecho conmigo por El Mariel. Así no habría perdido tiempo. Vaya, esa idea de desertar ni le pasó por la cabeza.
La pequeña historia que se aireó siempre en las calles de La Habana contaba con dos versiones. Una de ellas refería que Anglada, quien se había criado en Carraguao, una barriada habanera de alientos delincuenciales, sí vendía juegos y corría las apuestas con un tipo blanco al que apodaban El Negro y residía en la Calzada de El Cerro, propietario de un Chevrolet del 56; así como con Goyo El Uriapapa, quien vivía por El Canal, detrás de la antigua Quinta Covadonga, un hospital fundado por la comunidad asturiana de Cuba en 1886 y al que luego el sistema comunista le cambiaría el nombre por el de Salvador Allende. En esa época, cualquiera te decía: “¿Tú quieres saber cuánto van a perder hoy los Industriales? Párate en Infanta y Zequeira”. Se interpretaba que en esa intersección de calles funcionaba la correduría clandestina.
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