Eran 24 hembras y dos machos de la especie de río. En 1991 vinieron 460 de pantano, 60 de ellos machos, pero fueron escapando de las granjas y reproduciéndose en estado salvaje hasta sumar unos ocho mil ejemplares, que se convirtieron en el espanto de campesinos, choferes y alumnos de las escuelas en el campo: en su incontenible avance en busca de alimentos, arrasaban con cercados y cosechas, machacaban vehículos y dañaban casas, mataban perros y caballos, embestían a los monteros.
Un médico veterinario había provocado el pánico al advertirles en la televisión a los matarifes clandestinos que abundaban en los campos cubanos, que los búfalos llevaban en la sangre de manera natural brucelosis y tuberculosis vacuna, enfermedades que se transmitían a los humanos aún cocinando o congelando la carne y cuyos microbios sólo se podían destruir con un producto industrial, imposible de reproducir en las cocinas domésticas.
Sin embargo, Fidel Castro estaba contento con el regalo de los vietnamitas y en un discurso había asegurado: “Pueden desarrollarse perfectamente en los lugares bajos y ser productores de carne y de leche de muy alta calidad, al extremo que algunas marcas famosas de quesos en el mundo se producen con leche de búfala”.
Castro también había tenido gestos de bondad con Vietnam. El 19 de junio de 2007, el periódico oficial Juventud Rebelde contó la historia de un agente secreto cubano que atravesó el mundo varias veces para llevarle al patriarca Ho Chi Minh unos botes de helado cubano marca Coppelia que el gobernante caribeño le mandaba al líder comunista.
Había varias vías aéreas para llegar desde La Habana a Hanói y todas duraban casi dos días, con muchas escalas, en una especie de ruta no de la seda, sino del helado y de las ranas toro, pues Fidel Castro, a quien le preocupaba la alimentación de los soldados vietnamitas que luchaban contra las tropas estadunidenses, también les envió ranas toro vivas, convencido de que esos batracios tenían un gran valor proteico y eran capaces de adaptarse fácilmente en Vietnam, donde abundaban las lagunas y los arroyos.
“No sé si las ranas toro las llevó el mismo compañero del helado, pero luego nos enteramos que quien lo hizo pasó las de Caín. En Moscú tuvo que meterlas en la bañadera del hotel, para luego pescarlas una a una y seguir viaje”, reveló en la misma edición de Juventud Rebelde la periodista Rosa Miriam Elizalde, quien trabajaba en la Oficina de Información del Consejo de Estado.
Fue después de aquello que el jefe de la Revolución cubana recibió los búfalos, con la idea de que constituyeran el futuro de la ganadería de la isla, debido a su bajo índice de mortalidad y a que las hembras parían un becerro cada año a lo largo de dos décadas. Además, no había que procurarles pienso, pues se alimentaban de lo que encontraban y se podrían usar algún día como transporte de carga, al ser capaces de mover seis veces su peso vivo de 800 kilos los machos y 600 las hembras. Pero no sólo comían lo que hallaban: también destruían. Un maestro de un preuniversitario en el campo había visto llegar un día a la escuela a una campesina cargada de hijos pequeños gritando que un búfalo despedazaba su bohío de pencas de palma. Un grupo de profesores corrió hasta las cercanías de la choza y vio al animal.
“Era una bestia. Cogía impulso y atravesaba la casita de tablas de un lado a otro. Luego se revolcaba un rato en un fanguero cercano para refrescarse y otra vez se tiraba contra el bahareque aquel. Parecía un monstruo encabronado”, recordaba Sixto Carlos Pérez, un técnico de computación de la escuela, quien conservaba fotos tomadas al búfalo con su teléfono celular.
En abril de 2008, el gobierno había autorizado el uso de telefonía móvil. Los contratos costaban 120 cuc, que era más de seis veces lo que ganaba un empleado público promedio, sin incluir el precio del aparato ni el de las tarjetas para hacer y recibir llamadas. El de Sixto lo costeaban sus familiares exiliados: un abuelo en Nicaragua y un tío en Miami.
Algunos afirmaban que los búfalos eran almas de Dios, como el montero Pedro Luis Acosta, jefe de la Lechería Número Ocho, en la occidental provincia de Pinar del Río. “En estado salvaje son ariscos, pero se amansan más rápido que un toro cebú, a la semana te paseas entre ellos. Un alambrito con electricidad basta para mantenerlos a raya. Claro, antes hay que capturarlos uno a uno por montes y pantanos”. Pedro Luis sólo les veía un problema: “No hay cerca sin electrificar que los pare, andan en manadas que salen de noche y acaban con todos los sembrados que encuentran a su paso y, aun con sus tarros jorobados, no fallan al pinchar, ninguno busca a las personas para atacarlas, pero si los acorralan son peligrosos, más si son hembras paridas”.
El derribo de alambradas y empalizadas por parte de los búfalos había ocasionado numerosos pleitos legales entre los campesinos, pues la falta de lindes territoriales propició que muchos ocuparan tierras que no eran suyas: una situación similar a los tiempos de la Colonia, cuando las concesiones de terrenos eran muy confusas en cuanto a sus límites y el radio era muy ambiguo como, por ejemplo, la distancia desde la que podía ser oído el canto de un gallo o el sonido que hacía el cencerro de una vaca.
* * *
Después del embate del búfalo prieto, a los amantes se les había “caído el palo”, que es una expresión muy cubana para referirse al acto sexual inconcluso o poco fructífero.
Si no el búfalo, habría sido otro animal introducido en Cuba por la fuerza el que les habría estropeado el palo a los amantes del Fiat: la claria, por ejemplo, una especie de pez gato caminador oriundo de Asia y de África y expandido sin control por toda la isla, pero que convertía en un niño de teta al monstruo de la laguna negra en la película de Jack Arnold en 1954. Sus nombres científicos son clarias gariepinus (la africana) y clarias macrocéfalo (la asiática). De color negro opaco, pesaban hasta 60 kilos y medían más de un metro, con una larga aleta dorsal. Sus ojos eran saltones y opacos. Sobre la boca redonda como la de una lata de leche condensada, le salían ocho hilos de bigote. Podían reptar tres días fuera del agua y se desplazaban por tierra en agonía interminable, como un soldado al que una bomba le mutilara las piernas y arrastrara el cuerpo sin sentido por el campo de batalla.
Los cubanos las habían bautizado como “pez diablo” y los brujos decían que estaban consagradas a Eshu: el diablo, en la Regla de Palo Mayombe, que era la expresión de la santería que se conservaba más pura de las traídas a Cuba por los negros esclavos y que establecía susurrarle cantos a los resguardos hechos con prendas de muertos para venerarlos, despertarlos y pedirles favores.
Las primeras clarias llegaron en julio de 1999, cuando Cuba le compró 14 millones de alevines a Malasia, con la condición de que fueran híbridos —incapaces de reproducirse— y estableció severas medidas de seguridad para evitar que escaparan de los centros acuícolas. Sin embargo, los alevines que llegaron no eran híbridos ni los planes de contingencia fueron cumplidos.
Las crecientes provocaron que las clarias se diseminaran por ríos, lagos, cuevas subterráneas y conductos albañales y se convirtieran rápidamente en amenaza para el ecosistema porque devoraban tilapias, moluscos, camarones y ranas. También salían del agua para comer aves, insectos, ratones, frutas, semillas y carroña y atacaban a puercos y chivos. Habían sido capturadas algunas con jicoteas y crías de cocodrilo en el estómago.
Según el Centro Nacional de Áreas Protegidas, su voracidad ponía en peligro de extinción a 242 especies de la fauna nacional: 75 endémicas, 29 raras o locales y 25 introducidas. Además, eran poco menos que inmortales: poseían un órgano respiratorio adicional que les permitía hundirse en el barro húmedo y sobrevivir durante meses a sequías extremas.
Читать дальше