Mijail, el hermano de Michael, era flamante campeón olímpico de los superpesados en lucha libre en los Juegos Olímpicos de Pekín.
Las prácticas se reanudaron y el maestro no podía dejar de admirar el tesón y el denuedo de los boxeadores cubanos, los mejores del mundo amateur, sin duda alguna, aunque se preparaban en condiciones pobres: por costal tenían una llanta de camión; por suiza, un trozo de soga; por ring, unas tablas viejas cubiertas de lona. Aun así, en las Olimpiadas de China el equipo cubano había sido el más afortunado al ganar ocho medallas de once disputadas, a pesar de verse obligado a recomponerse en pocos meses porque sus principales peleadores estaban separados del deporte por cometer indisciplinas o haber escapado del país para convertirse en profesionales.
El maestro volvió a casa, se bañó, se quedó en shorts y camiseta y cenó. Se sentó junto con su esposa y su suegro a ver la programación nocturna del canal 57, uno de los cinco canales de la televisión cubana, que era su preferido porque transmitía durante las 24 horas espacios de Telesur, Venezolana de Televisión, Televisión Española y Discovery Channel. No se había acomodado todavía cuando un chispazo de la mente le recordó que era su noche de guardia en la escuela.
A la esposa le disgustó la repentina desmemoria del marido y creyó advertir una cana al aire en el ambiente. Antes de que se armara la bronca, el maestro se vistió de prisa, agarró la bicicleta china Forever de su suegro y llegó a la escuela en media hora. Los alumnos terminaban de cenar y su función consistía en ocuparse de que hicieran tarea durante dos horas en las aulas, además de revisar la limpieza y la organización de los albergues.
La supervisión del estudio nocturno solía serle difícil des- pués de la puesta en marcha de un novedoso programa para impartir clases por televisión. En cada aula había aparatos y muchos maestros los encendían para ver la pelota junto con los alumnos. Pero él provenía de la disciplina férrea de las escuelas de los años 80 y no toleraba que prendieran la tele en horas de tarea.
Recorrió las aulas un par de veces y otro maestro le contó que en la tarde dos muchachas habían reñido y una le había clavado un tenedor en la frente a la otra, sin daños serios. Además, que finalmente la policía tenía en sus manos a una joven que durante meses se había hecho pasar por una colegial para saquear los dormitorios de las escuelas de la zona.
La verdad era que ya le agotaba trabajar con jóvenes y había pensado en impartir clases de enseñanza primaria. Los niños parecían ser más dedicados al estudio. Una investigación de la unesco situaba a Cuba en el primer lugar de América Latina en conocimientos de matemáticas y lectura de tercer grado, así como de matemáticas y ciencias de sexto grado, con cien puntos por encima de la media regional.
Se dirigió a los albergues de las muchachas, que estaban vacíos hasta que terminara el horario de estudio nocturno a las diez de la noche, pero antes pasó a uno de los lavabos comunes y orinó cuidando de no mojarse los pies en los charcos de agua del piso. No podía ver casi nada, pues la única bombilla que colgaba del techo estaba fundida.
Entró en un dormitorio de la planta baja. Del piso superior caían goteras, las ventanas estaban claveteadas con tablas de cajas de vegetales y las paredes desconchadas necesitaban una mano de pintura. Comprobó que todo estaba en orden y se encaminó a la puerta de salida otra vez.
Pero antes el maestro observó las literas. Le gustaba detenerse a verlas. Estaban primorosamente tendidas con sábanas blancas y con toallas de colores alegres en forma de cisnes y patos. Sobre las almohadas había pequeños osos, perros y conejos de peluche.
Parecían flores intactas después de un bombardeo.
Le habían tomado el gusto a quererse entre los árboles, a pesar de que tuvieron que hacerlo por necesidad, después de que el gobierno obligara a los amantes a registrar sus fotografías, nombres y apellidos, estado civil, dirección y centro de trabajo en las casas de cita particulares y en las posadas públicas. Pero encontraron lugar en la floresta y hasta nombre le pusieron: “Hotel Yerbita”.
Hacían el amor en cualquier oportunidad que pudieran robarle a sus labores como médicos, y a sus matrimonios, pues ambos eran casados. Pero preferían las primeras horas de la noche, en especial de la noche cubana que había descubierto José Martí en el monte de Oriente al volver a Cuba después de haber vivido, errante y enfermo, quince ininterrumpidos años de exilio.
La noche bella no deja dormir. Silba el grillo, el lagartijo quiquiquea, y el coro le responde: aún se ve, la sombra, que el monte es de cupey y de paguá, la palma corta y empinada; vuelan despacio en torno las animitas; e los nidos estridentes, oigo la música de la selva, compuesta y suave, como de finísimos violines; la música ondea, se enlaza y desata, abre el ala y se posa, titila y se eleva, siempre sutil y mínima —es la mirada del son fluido: ¿qué alas rozan las hojas?, ¿qué violín diminuto, y oleada de violines, sacan son, y alma, a las hojas?, ¿qué danza de almas de hojas?
Así la describió Martí en su Diario, acampando en Palmarito, 31 días antes de que lo mataran, entre los ríos Cauto y Contramaestre, de un balazo en el cuello, uno en un muslo y otro en el esternón. El doctor español Pablo Valencia le hizo la autopsia: “… estatura regular, delgado, pelo castaño oscuro y rizado, ojos claros, bigote fino y poco poblado (se lo había afeitado totalmente el 3 de marzo en Haití), nariz aguileña, orejas pequeñas y rostro ovalado…”.
“Temperamento bilioso”, dictaminó Valencia, una forma de decir apasionado, que así era la persona más querida por los cubanos en el último siglo y que padecía perturbaciones gástricas y cardiacas, anemia, tuberculosis crónica, una fístula inguinal que nunca le cerraba, un testículo varias veces mal operado… un hombre pobre y menguado, que vivía gracias a una energía colosal y obsesiva: el amor a Cuba.
Al anochecer, los amantes avisaban a sus casas de una guardia imprevista, una operación urgente. Y escapaban en el coche de ella, un Fiat que le vendiera el gobierno como premio por haber prestado colaboración internacionalista en Belice. Se iban a los bosques cercanos a la ciudad: en el abra de las tierras bajas del sur, donde el gobierno había soltado una manada de búfalos que le regalaron los vietnamitas a Fidel Castro en agradecimiento a tantos años de solidaridad y alianza política.
Una noche el hechizo se rompió, por culpa de los búfalos: uno, grande y negro, estaba plantado en medio de la carretera y ella debió detener el coche en una maniobra de último segundo para no estrellarse contra la masa de 800 kilogramos, el peso que alcanzan los machos adultos de la especie introducida en Cuba, bubalus bubalis o búfalo asiático.
Estaba oscuro, pero la pelambre del búfalo relumbraba, como platinada, porque todo el brillo de la luna parecía caer sólo sobre su lomo. Las luces del Fiat chocaban contra sus ojos y a éstos daban un aspecto siniestro. El animal avanzó hacia el coche y ella intentó conectar la marcha atrás, pero no pudo: sólo escuchó un mugido prehistórico mientras veía dos cuernos curvos que arrancaban de cuajo el capó.
Antes de que se iniciara otro ataque, ella logró controlar el carro y huyeron. Luego supieron que su historia era común y que, además, tuvieron suerte. Una semana atrás, una pareja de búfalos había arremetido —y producido múltiples e irreparables abolladuras— a una guagua de transporte escolar que, felizmente, iba sin estudiantes. El chofer escapó de milagro. Los primeros búfalos habían llegado el 27 de julio de 1987.
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