La otra exégesis relataba que uno de los apostadores capturados señaló a la policía que había dado dinero al outfielder Jorge Beltrán Lafferté, al pitcher Leonardo Alemán Hernández y al tercera base Dagoberto Echemendía Pineda y que este último, apremiado en los interrogatorios, incriminó injustamente al resto de los 14 sancionados, incluido Anglada.
Finalmente, a todos les fue aplicada la Ley de Peligrosidad, una prescripción coercitiva que tenía origen en los tiempos de la dictadura del general Francisco Franco, en España, y que planteaba que quien tuviera relaciones con personas potencialmente peligrosas para el orden social, económico y político del Estado sería objeto de penas de uno a cuatro años de cárcel, en prevención de que incurriera en actividades socialmente peligrosas o delictivas.
Días después de haber conversado con Anglada en el estadio de la Coca-Cola, fui a una conferencia de prensa que daba el todopoderoso político Carlos Aldana y, al final, en un aparte, le comenté que tenía una entrevista con el ex pelotero.
Aldana era entonces el tercer hombre del gobierno cubano, sólo por detrás de Fidel y Raúl Castro. La prensa occidental llegó a llamarlo el Gorbachov del Trópico, por su apariencia de político renovador y su buen manejo de medios internacionales, lo cual fue su fatalidad porque en 1992 fue sometido a una de las recurrentes purgas de corte estalinista: acusado de malversador, fue convertido en una no persona.
Después de su caída, lo volví a ver: yo iba caminando una mañana por el barrio residencial de Nuevo Vedado con el periodista Mayito Rodríguez, hijo de Mario Rodríguez Romay, ex presidente del Banco Nacional de Cuba y exembajador en Italia, y Aldana estaba arrodillado en el borde de la acera, sujetando una bicicleta, con las manos y las rodillas manchadas de grasa, porque se le había zafado la cadena de una Forever china en la que se veía obligado a transportarse tras su derrumbe político.
Pero antes, cuando le informé de mi entrevista con Anglada, el hombre estaba en el pináculo de su poder y controlaba con puño de acero y guante de seda las relaciones internacionales del Buró Político y la orientación revolucionaria del Comité Central, lo cual significaba decidir qué, cómo, dónde, cuándo y por qué se publicaba toda la información en el país.
Aldana me escuchó y se quedó un rato mirándome fijamente, con unos ojos color gris acero que sugerían una astucia glacial.
—¿Y qué te dice Anglada? —indagó.
—Que es inocente —respondí.
El Gorbachov del Trópico fijó un poco más todavía su mirada de florete en mis ojos, y volvió a preguntar.
—¿Y tú le crees?
Pero ya yo estaba medio muerto de miedo y sólo atiné a balbucear un tímido “sí”.
—Oká. Entonces mándame la entrevista —me ordenó, pero no me dijo para qué la quería.
Jamás se la mandé. Yo estaba a punto de entrar a trabajar en la agencia oficial Prensa Latina, que era las grandes ligas de la prensa cubana, pues representaba la puerta del ancho mundo: allí había la posibilidad de leer la prensa extranjera, de ver los canales internacionales de televisión y de viajar al exterior. Así que no quería nubarrones en el horizonte. No fuera a ser que una entrevista a un apestado de la sociedad me cerrara el paso de las amplias alamedas.
No sé. Me asusté.
* * *
El 18 de noviembre de 1999 la suerte cambió para Rey Vicente Anglada Ferrer: Fidel Castro lo invitó a jugar la segunda base en un partido de fiesta que dirigió en el Latinoamericano contra una novena que había armado el presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Fidel Castro disfrazó de ancianos a los jugadores de su equipo, con luengas barbas y pelos saliéndoles por las orejas, y ganó cinco carreras por cuatro.
Pero el verdadero triunfador fue Anglada: el mulato había vuelto, su honra estaba lavada, su inocencia era cierta… o lo habían perdonado.
El dos de enero de 2002 empezó a dirigir a los Industriales y tuvo un gesto hermoso: llamó como auxiliar a Eddy Herrera, un velocísimo bateador, quien había estado con él en la cárcel, también acusado de vender juegos. En poco tiempo, Anglada se convirtió en el mejor mánager de Cuba. Se llevó tres campeonatos (como jugador también había ganado tres) y no paró hasta que lo designaron mánager de la selección nacional. Con su histórico número 36 a la espalda, sublimaba desde el dugout el temperamento y la gracia que lo habían caracterizado como jugador.
Uno de los mejores lanzadores de la pelota amateur cubana, el pinareño Julio Romero, admitía que Anglada había sido su pelotero predilecto, a pesar de que no sólo figuraba en un equipo rival, sino que en su época de jugadores protagonizó una rivalidad histórica con su amigo personal Alfonso Urquiola para determinar cuál de ellos era el mejor segunda base del país.
—Yo les decía a mis compañeros, “¿por qué no pueden hacer lo que hace Anglada?, que cuando sale al terreno se entrega y juega al 120 por ciento?”. Siempre jugaba por encima de sus posibilidades, no le importaba que los juegos fueran importantes o no, decisivos o no, ni el marcador, él hacía su juego y se ganaba la admiración del público, se entregaba con el corazón dentro del terreno de pelota y eso nosotros siempre, hasta los contrarios, lo admiramos.
En diez series nacionales, Anglada bateó para .291 de promedio, con 192 bases robadas y 456 doble play. él inventó la jugada de, con hombre en primera base, dejar caer los elevados en el infield para hacer doble play: después de eso los árbitros se vieron obligados a cambiar las reglas y declarar automáticamente out por regla el infield fly. Era el único que tenía valor para tocar la bola con dos strikes… y se embasaba, o que hacía double play pivoteando a tercera en lugar de a la primera base. Se robaba a menudo, de un tirón, la segunda, la tercera y el home. Jugaba para el público, que por lo regular lo instaba a robarse las bases: “Se va, se va, se va”, arengaba la gente. Y él se iba.
Su rivalidad con Alfonso Urquiola polarizó a la afición del país. Anglada resultaba mejor deportista, rápido, entusiasta, explosivo, temperamental, combativo, creativo, imaginativo. Urquiola, en cambio, trascendía como antojadizo, perezoso, voluble y caprichoso, pero bateaba mejor, sobre todo a la hora buena. Ya, los dos como directores, Anglada de la selección cubana y Urquiola de la de Panamá, éste se impuso 4-3 en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 2006 en Cartagena de Indias.
En mayo de 1988, coincidí con Urquiola durante una gira por el norte de México. En un abismo de la carretera del poblado de Camargo, tuvimos un accidente de autobús y él se lesionó de manera seria. Nos hicimos muy amigos en aquel viaje. Como él también era de Pinar del Río, nos seguimos viendo y, a veces, en las tardes, nos juntábamos en casa para tomar un ron casero llamado chispa de tren. En agosto de 1998, siendo él mánager del equipo Cuba, lo entrevisté en Maracaibo, Venezuela, para la agencia alemana de prensa dpa, y le pregunté quién había sido mejor, si él o Anglada:
—Para jugar todo un campeonato, él; para ganarlo, yo.
Pero, en su retorno a los cuernos de la luna, como mánager de Industriales y de la selección nacional, Anglada se cuidó mucho de recordar que la vida no solía ser siempre un lecho de rosas. De modo que, en un sistema de ortodoxia política como el cubano, supo escoger la mejor protección en contra de la desgracia: el lenguaje público de la reafirmación ideológica.
De ahí que sus entrevistas de prensa parecieran más las de un escolástico dirigente comunista que de las de un pelotero, como una que le dio a Luis Báez, un viejo periodista cercano al Ministerio del Interior, pero cuyo empleo formal estaba en Prensa Latina:
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