Rubén Cortés - Cuba sin ti

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En los tres libros que integran Cuba sin ti. Memorias del olvido vibra un pensamiento de José Martí: «Yo no sé qué misterio de ternura tiene esa dulcísima palabra: cubano». Es el ajuste de cuentas de un hijo de la Revolución cubana con el proceso político más radical que tuvo lugar en el siglo xx americano, y con el sistema totalitario de capitalismo de Estado en el que éste derivó, eximiendo a la isla de la libertad individual y de empresa, de la concordia entre sus habitantes.
Es un libro que puede ser leído como una historia mínima de la suerte singular de Cuba, siempre fuera de proporción con su pequeño tamaño geográfico, pues cuando Colón difundió en España el Nuevo Mundo, era Cuba lo que describía. Por su posición en el centro del continente, se convirtió en el lugar donde anclaba el poder de la metrópoli en el Nuevo Mundo y desde donde se dispersaban las ideas de la ilustración y de la modernidad hacia el resto de los países de la región.

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Sin embargo, mientras el gobierno les permitía a Silvio y Pablo importar coches de modelo reciente, comprar mansiones habaneras o ser propietarios de empresas particulares, Polo Montañez se debía de transportar en carros de caballo porque no tenía permiso oficial para adquirir un auto.

Al final le dejaron comprar un Hyundai el mismo día en que le comentó a Abel Acosta, director del Instituto Cubano de la Música, su deseo de dar conciertos en todo el país y donar el dinero de la recaudación a las escuelas provinciales de arte: del 3 al 30 de abril de 2002 se presentó en cada una de las 14 provincias cubanas y reunió en total a un millón y medio de espectadores, más del 10 por ciento de los habitantes de la isla.

A pesar de no haber surgido de la política cultural oficial —“tenía que perder los trabajos para poder asistir a un festival”—, aprendió pronto a acomodarse con el patrioterismo y la ideología de barricada, como demostró en su forzada advertencia en la canción Guajiro natural: “Puedo montar un avión / siempre voy a regresar / conmigo no hay confusión”.

Y luego musicalizó “Regresaré”, un poema escrito en la cárcel por Antonio Guerrero, uno de los cinco cubanos presos en Estados Unidos por espiar a grupos anticastristas de Miami. Curiosamente, en la despedida del duelo en sus propias honras no se escucharon canciones suyas, sino ese poema, declamado por estudiantes de arte.

Lo del guajiro con sombrero también fue una simulación de Polo posterior a la fama, pues ninguna antigua foto suya lo mostraba con esa prenda tan característica del campesino cubano: “Nunca me quito el sombrero. Yo soy yo con mi sombrero y mi cubanía, es parte de mi cuerpo, algunas veces hasta me lo dejo, porque no me percato, creo que si me falta, entonces no soy yo”, declaró al periódico 26, de la provincia cubana Las Tunas. Pero Polo mentía, por supuesto, porque la verdad era que Polo se ilustraba rápido y no tenía nada de tonto. Como le confesó al periodista Jorge Smith: “No te creas, yo me hago el bobo. Pero no lo soy”.

¡Y claro que no lo era!, pues a pesar de no ser músico profesional, tuvo la habilidad de hacer música toda la vida y esperar su momento artístico sin tener que trabajar en serio. Siempre se las apañó para escurrir el bulto: “Ordeñé vacas, corté monte, hice de topógrafo, fui soldado, chofer, sereno, electricista… cambiaba muchísimo de trabajo, lo mío, lo mío era la canturía”.

Había nacido el 5 de junio de 1955 en El Brujito, un escondido y profundo paraje de la serranía pinareña cuyo paisaje permanece tal y como lo describió en 1839 el pinareño Cirilo Villaverde, en Excursión a Vuelta Abajo: “A un lado y otro se ven dos enormes montañas que, habiéndose separado describiendo un círculo espacioso, dejaron en medio a la entrada y como atalaya, la colina de que hablo y un gran valle cual la palma de la mano, de llano, para volver a acercarse al Oeste, en donde principia la angosta garganta, o única senda practicable, un cuarto de legua más adelante, camino a la Vuelta Abajo”.

Salir de El Brujito resultaba difícil, por lo que fue hasta 1960 que Polo Montañez quedó inscrito como Fernando Borrego Linares en el poblado de Candelaria, donde el 25 de diciembre de 1926, en una casa que después la Revolución convirtió en oficina de correos, había nacido uno de los músicos cubanos más importantes de la historia, Enrique Jorrín.

Jorrín fue el creador del chachachá y también autor de la canción estrella de ese ritmo, “La engañadora”, que fundía la historia de dos mujeres: Una mañana de sábado de 1950 en La Habana vio a una dama despampanante que caminaba por las calles de Infanta y Sitios y a la que un hombre le gritaba: “Oye, ese cuerpo no es de verdad, es de goma”. Jorrín recordó que por Prado y Neptuno solía caminar una mujer de brazos delgadísimos, piernas flacas y cintura desproporcionada. El músico siempre pensó que se rellenaba y ese día, con la imagen de Infanta y Sitios en la mente, le salió, de un tirón “La engañadora”. Jorrín la grabó con la orquesta América en la empresa Panart, que le pagaba un centavo por cada disco que se vendiera, y tuvo tanto éxito que con el dinero de esa canción se compró en dos meses un carro del año que le costó dos mil dólares.

Muerte en la carretera

Polo Montañez le había celebrado los 15 años a una vecina suya de San Cristóbal en el Círculo Social Obrero José Luis Tassende, de La Habana, y regresaba al pueblo en su coche, acompañado de su esposa, Adys García, un hijo de ésta, la festejada y otra vecina.

Eran casi las ocho de la noche del miércoles 20 de noviembre de 2002. La carretera estaba mojada. Polo conducía por la senda del medio y, a la altura de la presa La Coronela, todavía dentro de los límites de La Habana, aceleró para rebasar por la izquierda a otro coche, cuando estrelló el suyo contra un camión que estaba estacionado sin las luces intermitentes encendidas. Su hijastro murió en el acto, él quedó muy grave y falleció seis días después. Su esposa y las dos chicas sobrevivieron.

Lo sepultaron en el camposanto de Candelaria en una ceremonia multitudinaria, cuyo único antecedente entre los ídolos populares cubanos eran las exequias de Benny Moré, en Santa Isabel de Las Lajas el 20 de febrero de 1963. A Polo lo despidió un coro de jóvenes declamando un poema escrito por un héroe del comunismo. Al Benny, un rito de sus hermanos de la religión afrocubana de Palo Monte: entre un suceso y otro, la ideología revolucionaria había aprendido a no dejar escapar oportunidades para promoverse.

Justamente por ello llamaba la atención que, siete años des- pués, la tumba de Polo Montañez permaneciera desatendida. Tenía un techito a dos aguas sostenido por cuatro columnas despintadas. Sobre la plancha de la bóveda había una descolorida flor de plástico y cuatro jardineras de letras gruesas, jorobadas a veces, erectas otras, como escritas a la carrera, todas con dedicatorias de “tu familia y tu pueblo”. Una, de mármol y en forma de libro, decía: “El último rincón donde me esconda debe de ser un lugar bien oculto, donde nadie sepa de mi llanto”, que era una estrofa de su tema “La última canción”.

El administrador del camposanto afirmaba que “la familia visita muy poco aquello y la gente de Cultura sólo lo hace en las fecha de muerte y ya con mucha menos motivación que antes”. Resultaba sorprendente el desinterés oficial, pues el sistema cubano solía ser generoso con el recuerdo de sus muertos, no sólo con bustos y ceremonias luctuosas de los héroes revolucionarios como el Che Guevara o Celia Sánchez, sino también con intelectuales y artistas afines, como Nicolás Guillén o Compay Segundo.

Raúl Castro, quien había encargado que sus restos fueran cremados, mandó construir su propia tumba en un pedrusco de 130 toneladas, asentado en la cima de una elevación en la Sierra Cristal, a 70 kilómetros de Santiago de Cuba, y donde estaban depositadas las cenizas de su esposa, Vilma Espín desde el 23 de junio de 2007.

El monolito, adornado con flores naturales y rodeado de palmeras, había sido trasladado desde la Gran Piedra, una montaña de mil 225 metros de altura y distante a un centenar de kilómetros. El nicho del presidente cubano tenía inscrito su nombre con letras de bronce verde oliva.

Allí también se encontraban soterradas las cenizas del comunista español Antonio Gades, muy amigo en vida del presidente cubano y un coreógrafo relevante. Su losa estaba diseñada como una palma trunca y se levantaba sobre un tablado hecho con piedras traídas de su natal Valencia, frente a una réplica en mármol de sus zapatillas de baile.

Poco antes de morir, en julio de 2004, Gades legó por escrito sus restos “a mi compadre Raúl Castro”, quien los colocó junto a su peñasco el 27 de marzo de 2005. En el lugar también descansan los despojos del jefe de espías Manuel Piñeiro, quien por instrucciones de Fidel Castro había exportado la Revolución a América Latina durante los años sesentas y setentas.

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