El recinto, que guardaba lápidas y jardineras de mármol de Carrara, recordaba cierta prosperidad económica de la familia en la Cuba anterior al comunismo: Junco García, el padre, había sido el gerente de la Ford en Pinar del Río. Pero ahora sus paredes grises mostraban una decadencia de mampostería desconchada y pintura desvaída, al igual que los sepulcros humildes que la rodeaban, apretujados bajo el sol y rodeados de maleza y de hierbajos del color de la ceniza.
Estaban destrozados los cristales azules de sus dos venta- nales, cruzados ambos, a manera de protección, con tablas de cajas de legumbres claveteadas a la carrera, a la manera cubana de asegurar puertas y ventanas cuando en septiembre y octubre se les vienen encima los huracanes. En cada una de sus cuatro esquinas malvivía una palmera de tres o cuatro metros de altura y tronco delgado.
Dentro, junto a la pared oriental, había tres sillas blancas cojas y polvorientas sobre un piso de escombros esparcidos, cerca de la tapia que guardaba los restos del compositor y sobre la cual se encontraba una placa de mármol que decía: “Pedrito tu recuerdo en nuestros corazones es una flor que nunca ha de secarse. Tus amigos. 23-6-43”.
Y tenía incrustada, en un óvalo de cristal, la foto clásica de medio cuerpo de Pedro Junco, ligeramente ladeado, con los brazos cruzados por debajo del pecho y un anillo en el dedo anular izquierdo, que le fue tomada dos meses antes de morir: se ve serio, el cabello peinado hacia atrás; de traje y corbata color carmelita oscuro.
Su amigo Amadito Martínez lo recordaría siempre vestido de carmelita, pantalones sin pliegues, camisa de mangas largas y zapatos casuales, con la cara rosada, el bigote y el cabello castaño oscuro untado en gomina, porque lo tenía muy lacio.
Debemos separarnos
Pedro Junco mataba el tiempo con sus amigos a la entrada del Instituto de Segunda Enseñanza, y su mirada se precipitó detrás de la negrura de unos cabellos sueltos: los de María Victoria Mora, quien estaba en la flor de sus 15 años y tenía cuerpo del tipo que los cubanos de entonces llamaban “botellita de Coca-Cola”.
“Mira que muchacha más bonita”, hizo ver el compositor a Amadito, a quien heredaría los manuscritos de sus 36 canciones y 21 poesías y que conservaba, a sus más de 80 años, en su casa de Pinar del Río.
“Es la hermana de Giraldo y de Modesto”, advirtió Amadito y le presentó a la chica.
“Poco a poco todos se fueron separando y ellos dos se quedaron solos conversando. Pronto se llevaron bien. Tenían gustos afines y cierto intelecto muy cuidado de la época”, recordaría Amadito medio siglo más tarde.
Ella vivía en un convento de monjas, el Inmaculado Corazón de María, y provenía de una rica familia de cosecheros de tabaco, dueños de la finca El Gacho, en el pueblo de San Juan y Martínez, la tierra de los mejores habanos del mundo: Montecristo, Partagás, H.Upman, Romeo y Julieta, La Flor de Cano, Sancho Panza, Fonseca, Ramón Allones, Rey del Mundo y, desde 1966, Cohíba.
Era una chica refinada y culta que llegó a obtener el premio de la Sociedad Colombista Panamericana por su trabajo “Las campañas de Antonio Maceo en la historia militar de América”.
Pero fue un amor que nació desgraciado: desde 1939 el bacilo de Koch vivía en la sangre de Pedro Junco, aun cuando Ñico Alonso seguía insistiendo, 50 años después: “Concebías una afección en otra persona, menos en Pedrito. Pesaba 180 libras, medía seis pies y tenía la piel rosada, los labios como fresas, un aspecto sano, buena dentadura, nadaba mucho”.
Junco registró así en su diario el encuentro con la tuberculosis:
31 de marzo: … por la noche estudiando Historia Universal hasta las 3 de la mañana, me lastimé la garganta. Eché sangre.
3 de abril: … Sergio, cuando fui a verlo otra vez porque había vuelto a echar sangre por la boca, me mandó que fuera al día siguiente a la Quinta, para hacerme una radiografía.
Pinar del Río tenía entonces 14 mil habitantes y era, lo seguiría siendo siempre, una ciudad amodorrada, de aires aldeanos. Las infidencias tardaban muy poco en conocerse, pero los pinareños demoraron dos años en saber de la enfermedad fatal del personaje más popular de una de las familias más conocidas de la localidad.
Pepe el Ciego, un negro rumbero que tocaba la tumbadora en serenatas que daba Pedro Junco, lo había visto un día en una clínica.
“Pensé que iba a buscar una medicina para alguien y resultó que era para él. Jamás me dijo que estaba enfermo. Nadie lo sabía”, evocaría poco antes de morir, con más de 80 años.
Pedro Junco se embrolló en varios amores en los dos años que le faltaban para morirse. En su diario íntimo, que había empezado a llevar el día que cumplió 19 años (22 de febrero de 1939), escribió el nombre de ocho novias que tuvo en ese tiempo, una de ellas una mexicana casada, trapecista del circo Montalvo y en quien se inspiró para escribir el bolero “Por ti”.
Fue por aquellos días que le dedicó a María Victoria “Soy como soy”, su única canción alegre.
Soy como soy y no como tú
quieras
qué culpa tengo yo de ser así
si vas a quererme, quiéreme
y no intentes hacerme como te
venga bien a ti
no trates de cambiar mi vida
yo a ti te quiero
lo juro por ti
pero soy como soy y no como tú
quieras
qué culpa tengo yo de ser así.
Un año antes de morir le compuso “Nosotros”. El 16 de enero de 1942, el cantante Tony Chiroldes la estrenó en público en un festival de música en Pinar del Río, transmitido por la emisora cmab. Poco después se produjo el estreno nacional, a través de las ondas nacionales de rhc Cadena Azul, en la voz de Mario Fernández Porta.
Decía en su estrofa inmortal, sobre la que flota la desdicha de la tuberculosis:
Te juro que te adoro
Y en nombre de este amor
Y por tu bien
Te digo adiós
En 1945, en ocasión del segundo aniversario de la muerte de Pedro Junco, el cantante mexicano Pedro Vargas viajó a Pinar del Río y entregó a sus padres un diploma otorgado por la Asociación de Artistas de México a la canción “Nosotros”, por haberse mantenido en el primer lugar del hit parade durante dos años consecutivos.
Aldo Martínez Malo, el mensajero de Pedro Junco y María Victoria, guardó el secreto de a quién estaba dedicada hasta que lo reveló en 1997, poco antes de morir.
Ella se casó en 1953 y tuvo dos hijos. A raíz del triunfo de la Revolución, el 1º de enero de 1959, se exilió en Nueva York. Las únicas palabras suyas para Pedro Junco de las que se tenían noticias estaban escritas en mármol, sobre la tumba del compositor: “A Pedrito de María Victoria, 25 de junio de 1943”.
* * *
A Polo Montañez, un campesino de 50 años, lo descubrió un empresario extranjero mientras cantaba para turistas que iban a fotografiar zunzunes y tocororos y a mirar orquídeas en unos riscos ocultos en las montañas de Pinar del Río. Era la única gran estrella natural surgida en la música cubana a lo largo del medio siglo que siguió a la muerte por cirrosis hepática de Benny Moré, “El bárbaro del ritmo”.
De fabricante de carbón en la Sierra del Rosario, bajo el nombre ordinario de Fernando Borrego, en apenas unos meses del 2001 Polo pasó a ser un prodigio que atrajo a millón y medio de personas en una serie de conciertos en Cuba y ganó discos de oro y platino en Colombia, hasta que un año más tarde, tras una noche de fiesta familiar, estrelló su auto Hyundai contra un camión de remolque aparcado sin luces en una autopista oscura, a la salida de La Habana: tuvo seis días de agonía antes de morir.
Su música, de temas nobles y de una sencilla psicología de la vida, llegó para los cubanos cuando más la necesitaban: después de que en el año 2000 el gobierno diera varias vueltas de tuerca al activismo político para lograr el regreso del niño balsero Elián, quien había sido secuestrado por unos familiares en Miami, tras sobrevivir al naufragio y la muerte en el mar de 13 personas, incluida su madre.
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