—Toma. —Bruno reapareció en escena y le extendió una botella de agua.
—¿Qué es?
—Agua, obvio. La enfermera dijo que te hidrataras. Por la cara que tienes se nota que no te vas a ir a tu casa ahorita. Mínimo toma agua.
—Gracias.
—Oye, sé que las cosas no empezaron con el pie derecho, pero no estoy tratando de envenenarte, todavía. —Luna se rio del comentario—. Así que, si no crees que suena creepy, ¿te late si te acompaño por hoy? Nunca se sabe si necesitarás de un tipo fuerte para cargarte al servicio médico.
Luna se encontró de nuevo con los ojos verdes de Bruno. Luego notó sus brazos ejercitados: todo él lucía muy en forma. Pudo sentir cómo la sangre teñía sus mejillas. Desvió la mirada.
—Ok, ya, sí suena incómodo. —Bruno estiró la mano pidiéndole su celular a Luna, la chica se lo dio como un acto reflejo—. Éste es mi número, ya está guardado en tu memoria. Si pasa algo, llámame.
Bruno devolvió el teléfono y se fue. Luna sintió que no tenía fuerzas para levantarse. Ya había escuchado esas palabras antes. El ritmo de sus latidos se volvió errático de nuevo. No había forma de que el día regresara a la normalidad. Ya no.
12
—Cerca no es suficiente.
Los vellos en los brazos del muchacho se erizaron al escuchar la voz. El timbre era grave y pausado. Emulaba la calma de un depredador a punto de atacar. Él hubiera preferido que el Maestro reaccionara de alguna forma. Quizás incluso el jefe estaba cansado tras los fracasos acumulados. Se habían tardado tres años en dar con la chica, todos asumieron que sería más sencillo. Pero él no estaba acostumbrado a perder.
—Al menos lograste entablar contacto con ella —admitió el hombre.
—Sería más fácil sin tus gorilas, padre —reprochó el muchacho.
—¡Fácil! ¿Eso es lo que te he enseñado? ¿Necesito recordarle a mi propio hijo lo que se espera de él?
Guardó silencio. Había despertado a la fiera, más le valía hacerse el muerto para no empeorar las cosas. Su padre lo miraba casi sin parpadear. Sabía que calculaba el castigo con el cual «premiaría» su rebeldía. Por lo menos no fue tan estúpido como para hacerlo en público. Padre nunca decidía de inmediato. Tomarse su tiempo en pensar la reprimenda para luego aplicarla en el peor momento era el inicio de su técnica. Los ojos le brillaban, como si refinar métodos de tortura lo hiciera sentir vivo. Se estremeció. Intentó disimularlo sin éxito. Las palmas le sudaban. Los castigos siempre daban en el blanco. Después del primero, el miedo a los espacios cerrados nunca lo abandonó.
Tenía nueve años la primera vez que despertó en la mazmorra. La había llamado así porque le recordaba a los cuentos que leía. Había creído que el lugar escondería alguna sorpresa macabra. Se quedó quieto hasta que el silencio empezó a pesarle sobre el cuerpo, sólo escuchaba su respiración y los golpes de su corazón contra el pecho. ¿Así será estar ciego?, se había preguntado. La penumbra era total. Dudó en avanzar. Le pareció ver una luz a la distancia, se encaminó hacia ella. Siguió con total convicción, sin detenerse. Se desplomó. No se dio cuenta de la distancia recorrida hasta que las piernas le fallaron. Intentó ponerse de pie sin lograrlo. Comenzó a gatear. El suelo estaba viscoso, húmedo. Entonces había sentido a los gusanos enredarse entre sus dedos. Algunos bichos reptaron subiéndose a sus brazos. Gritó. Algo se le metió en la boca. Terminó por tragárselo para no ahogarse. No pudo contener el vómito. La multitud de insectos comenzó a envolverlo mientras él usaba sus últimas fuerzas para acercarse a la luz. Fue ahí cuando descubrió que ésta se alejaba conforme él se acercaba. Las alimañas le cortaron la respiración.
Se despertó en una cama mojada. El olor ácido se le había quedado grabado en la mente. Era el aroma del pánico. Padre llegó unos minutos después. Lo hizo cambiar las sábanas y asearse. No le dirigió una sola palabra. El chico fue incapaz de conciliar el sueño. Al día siguiente, su papá lo levantó a la hora de siempre, sirvió el desayuno, lo llevó al colegio y le entregó su lonchera. Él se tragó el dolor de la noche anterior como si nada hubiera pasado. Siguió así durante trece años más. Las variantes eran infinitas. La mazmorra podía convertirse en un ataúd oscuro en el que le faltaba el aire. También en una habitación tan blanca que lo deslumbraba hasta que deseaba arrancarse los ojos de sus cuencas. En una ocasión estuvo prensado entre planchas calientes por tres días; en otra en un tanque lleno de agua en el cual se ahogaba una y otra vez.
La genialidad del castigo radicaba en que no había tiempo dentro de los sueños. A veces podían pasar meses en el transcurso de una noche. Las horas se reducían a segundos. Cuando su padre le dijo que el poder de manipular los sueños de otros era el más codiciado se burló. Era demasiado joven e ingenuo, sólo había tenido buenos sueños hasta entonces. Ahora entendía que el mundo onírico podía dejar marcas en el cuerpo físico. Uno podía volverse loco ahí, morir en ambos planos de existencia al mismo tiempo. Recordaba que sintió miedo cuando descubrió las primeras marcas en su piel. Le parecía incluso haber disentido de las ideas de su padre, en algún tiempo le escandalizaban. Ahora sólo sentía resignación. Se había convertido en el reflejo de su progenitor, sus tiempos de inocencia le parecían muy lejanos.
Si le hubiesen preguntado cuándo llegó al punto de no retorno, habría contestado que fue en su cumpleaños número nueve. Aquella tarde, luego de partir el pastel, Padre le contó sobre la historia de la familia, del destino glorioso que les esperaba si estaba dispuesto a perpetuar la tradición. También le reveló que esa noche su modo de ver la vida cambiaría para siempre. El chico jamás había pensado en su apellido o en el honor de la familia. Sólo deseaba estrenar su nueva autopista. Trece años después, estaba a la espera de un nuevo juguete. Ese que lo mantendría alejado de la mazmorra para siempre y terminaría por convertirlo del todo en una versión más joven de su padre.
¿Esto era lo que quería? Si pudiese volver en el tiempo y hacer otra elección ¿dejaría que su progenitor y sus fratres le retiraran el velo? Lo había pensado tantas veces que ya ni siquiera podía contarlas. Siempre llegaba a la misma conclusión: las decisiones son una ilusión. Estaba en su sangre, era el hijo del Maestro y estaba a un paso de volverse el heredero oficial en la Orden. Respiró profundo. La habitación le devolvió un eco. Daba lo mismo si caminaba o se quedaba estático. Lo sabía, el terror llegaría a él. Lo rompería una vez más. Padre tenía razón: era patético y débil, pero no por mucho más.
13
La piel se le puso chinita, el aire fresco de la noche le trajo un olor a romero y lavanda. Al girarse, la tela de edredón le acarició el rostro. Bostezó y abrió lentamente los ojos, hacía mucho que no descansaba tan bien. Conforme enfocaba la vista, Luna fue reconociendo el lugar. Estaba en su recámara. Fue haciendo una lista mental de los objetos mientras posaba su mirada en ellos. La mesita de noche con la lámpara y la cajita de música que Mairead le regaló. El escritorio de caoba que heredó de su padre, con un tablero de corcho colgando encima. El clóset de pared a pared que albergaba más ropa de Andrea que suya. La luz se colaba por los cristales. Se levantó y corrió un poco la cortina para fijar la vista en el jardín. Abrió la ventana. Respiró profundo. Los aromas a jazmín, rosas y albahaca inundaron su nariz. Joaquín era un gran devoto de la jardinería, Mairead solía cocinar con muchas de las cosas que se daban en el jardín de la casa.
Alguien llamó a la puerta, Luna abrió. Ahí estaban aquellos ojos verdes. Le indicó que pasara con un gesto, no se sentía capaz de articular una frase coherente. Eric tomó asiento en la silla del escritorio, se movía por la habitación como si la conociera.
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