Edna Montes - El fuego en la memoria

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A unos meses de la muerte de su madre, Luna pierde a su hermana mayor en extrañas circunstancias. A raíz de este accidente olvida la mayor parte de sus recuerdos y la relación con su padre es casi nula. Además, un desconocido y poderoso enemigo la acecha desde las sombras y la persigue en sus sueños. El día a día parece salir de su control y la incertidumbre la sume en inmovilidad y caos mental. Sin embargo, a la par se le irán develando los secretos de su pasado. Uno de magia y persecuciones, de brujas y cazadores de hechiceras, a los que deberá enfrentar para recuperar lo más valioso que tiene: sus recuerdos. Ciudad de México se convierte en un escenario lleno de advertencias, de cazadores que se dedican a la persecución de brujas y aquelarres que sobreviven en el silencio. Amistades veladas por secretos del pasado y amores que se asoman desde las promesas de lo onírico, súplicas grabadas con fuego en la memoria de los personajes, escapes de lugares compartidos y el alivio que esconde un conjuro. Edna Montes escribe una historia que se proyecta hacia los resquicios de la memoria y el olvido. Se aventura a narrar desde la magia para construir hechizos que se materializan a través del fuego y de los sueños de Luna, una adolescente que busca reconstruir su vida después de la pérdida, la depresión y la soledad porque está decidida a demostrar que las brujas «no se resignan al silencio». «El fuego en la memoria te lleva a encontrarte con personajes tan divertidos como bizarros que con su locura y magia experimental invitan a cuestionar tu lucidez y realidad. Derrotar los miedos es la misión imposible a resolver». Yesenia Cabrera

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You are a ghost Of my indecision No more little girl Blank Page THE SMASHING - фото 1

You are a ghost

Of my indecision

No more little girl

Blank Page,

THE SMASHING PUMPKINS

1

¿Qué sentido tiene? Apagó la alarma. Abrió los ojos muy despacio. No podía salir de la cama, no tenía fuerzas. La terapia siempre la dejaba exhausta. La falta de sueño tampoco ayudaba, aunque el problema no era su cuerpo, de eso estaba segura. Se planteó la idea de sólo quedarse ahí, sintiendo que su piel era de papel y crujía bajo las cobijas, pesadas como una lápida. Miraría el techo hasta que el cansancio la venciera de nuevo o las ventanas de su habitación dieran paso a un día completo y volvieran a oscurecerse. Miró la fecha en la pantalla del teléfono: 31 de octubre. El aire abandonó sus pulmones de golpe.

El día anterior le aseguró a su terapeuta que estaba mejor; era mentira. ¿Cómo demonios le hace una para «sentirse bien», para «superarlo»? Los ojos se le iban humedeciendo mientras su psicóloga le recordaba la instrucción del psiquiatra para suprimir los ansiolíticos. ¿Algún día dejaría de habitar entre la ansiedad y la depresión? Odiaba vivir a base de pastillas. Luchaba por respirar, sin éxito. «Eso es todo por hoy. ¿La próxima cita para la siguiente semana?». Luna asintió en silencio mientras se levantaba del diván. Sentía las mejillas pegajosas y la cabeza le punzaba, a punto de estallar. Tomó su mochila y lanzó el teléfono a la bolsa delantera como si fuera su peor enemigo. La voz de la psicóloga la devolvió a la realidad: «Por favor, no olvides programar tu cita». La joven le dio las gracias de forma torpe mientras intentaba no tropezarse con nada.

Se marchó apresurada. Cada paso era más veloz que el anterior; su respiración se tornaba agitada. No quería estar fuera de casa una vez que cayera la noche. Luna no sabía si era la pre-

caución habitual o un temor agravado porque su madre les heredó a ella y a su hermana muchas de sus supersticiones.

Un año más desde la muerte de Andrea. Conteniendo la respiración, abordó el vagón del metro. Esos días siempre eran incómodos. La psicóloga le dijo que hacer una ofrenda sería una buena idea, un modo de encauzar su duelo, pero Luna no se atrevía. La mera idea de poner la foto de su hermana en un marco frente a unas veladoras y pan de muerto le provocaba náuseas. Su terapeuta insistía en marcar avances; ignoraba que el recuerdo del pálido rostro de Andrea a veces la atormentaba entre sueños. Bajar las dosis de medicamento le daba la

sensación de estar en camino a la cura, pero no parecía darle el alivio necesario. El vagón iba dejando atrás una estación tras otra; el dolor de cabeza de Luna empeoraba.

Llegando a casa, corrió a la habitación y se desplomó en la cama. En vez de piel y huesos su cuerpo era una armadura medieval, metálica y oxidada. Pensó en llamar a su padre para ver cómo estaba. Lo descartó. Él tampoco la había llamado. Apenas hablaban desde aquello, tampoco era como si él se desviviera por buscarla. Tal vez ninguno de los dos podía con otro dolor además del propio. Además, Luna estaba convencida de que él todavía no podía perdonarla, nunca lo haría, no había forma. Por eso, cuando despertó gritando y sudando frío a las tres de la madrugada, optó por tomarse una pastilla. El aroma a neumático quemado se quedó en su nariz junto con las notas de madera de la loción de su atacante. Las piernas le dolían como si de verdad hubiese corrido a todo lo que daba, huyendo entre estrechas callejuelas sombrías. El corazón estaba a punto de salírsele del pecho. Al final, el agotamiento pudo más que la medicina. Todo se tornó negro.

La alarma la devolvió a la conciencia.

Dejó su celular en la mesita de noche. La foto del museo de Orsay estaba allí, justo frente a sus ojos. La había puesto en el mismo marco que tenía la última selfie que se tomó con Andrea; superpuesta. Después del suicidio, no soportaba ver su sonrisa. Aquella foto arquitectónica era su refugio, un recordatorio. Cuando escuchó la historia del edificio, su corazón salió por un momento de su aturdimiento habitual y dio un sal-

to. La carátula del reloj mostraba una nítida escena de París donde la vista abarcaba hasta la basílica del Sagrado Corazón. El edificio era una estación de tren creada para la Exposición Universal de París en 1900, tras 39 años en activo perdió su misión hasta quedar casi en ruinas. Luego, las autoridades francesas decidieron convertirlo en museo. La magia estuvo a cargo de la arquitecta italiana Gae Aulenti, quien tomó la estructura vacía para hacer de ella una de las pinacotecas más importantes del mundo. Dentro de la edificación con su bellísimo reloj vivían las obras de Degas, Monet, Renoir, Cézanne… Van Gogh. Ocurría que las estructuras firmes pasaban años envolviendo ruinas, pero tenían salvación. Con el tiempo se restauraban para sostener la belleza y no el despojo. Ver la imagen le daba fuerzas para salir de la cama y asistir a la Facultad de Arquitectura.

A pesar de sus esfuerzos, Luna no pudo retener mucho de las

clases que tomó esa mañana. En lugar de eso, su mente se empeñó en revivir las pesadillas de la noche anterior. Los rugidos de su estómago se aliaron con los malos recuerdos. En días como ésos, optaba por grabar las clases para escucharlas luego y compensar. Justo cuando desactivaba la grabadora, recibió un mensaje de WhatsApp: «Veñ». Soltó una risa que sonó más a gruñido, tomó su mochila y corrió hacia el estacionamiento. Recuperaba el aliento cuando un claxonazo la hizo pegar un salto. Subió al auto, halló una bolsa a su izquierda.

—Doble espresso y un panini, trágatelos, ya sé que no desayunaste.

—Eres la mejor stalker del mundo, K.

Karen y Luna eran mejores amigas desde que tenían uso de razón. A veces Luna se preguntaba cómo lo habían logrado siendo tan distintas, pero la razón más importante era que nadie en el mundo la conocía tan bien como ella.

—Ya sé que soy una perra insensible y que hoy es el día D, pero antes de que suceda lo inevitable tú vas de shopping conmigo.

—K, no puedo llegar tarde.

—Eso no va a suceder porque tu bestie te va a llevar a casa luego de que la ayudes con una decisión crucial.

—¿Cómo se llama?

—Mauricio. También conocido como: buenas nalgas, ojos bonitos y no es patán.

—¡Al fin! Si no caía pronto, me ibas a volver loca.

—Ya estás loca —respondió su amiga mientras le guiñaba el ojo. Ambas estallaron en carcajadas.

Karen era la única persona con la que nada era un tabú ni desembocaba en un juicio; un sitio seguro en donde Luna podía

hablar a salvo, alguien que sin importar lo que pasara la trataba como una persona normal, sin lástima, sobreprotección o condescendencia. No lo admitiría, pero las compras parecían una buena idea. Al menos la harían olvidar por un rato el inevitable encuentro con su padre para la visita anual al cementerio. Sabía que Karen era perfectamente capaz de elegir su outfit sola, era la persona más a la moda que conocía, también la más empática e intuitiva. Lo suficiente para adivinar que Luna moría de hambre y necesitaba distraerse a toda costa.

Aunque no pensaba comprar nada, Karen la convenció de probarse un suéter verde con el pretexto de que luciría bien en contraste con la piel pálida de su amiga y su color de cabello. Por mucho que ésta quiso negarse, Karen insistió con tenacidad. Luna se limitó a recogerse el cabello en una coleta y ceder ante los deseos de su amiga. Una vez con la prenda puesta, no tuvo otra opción más que alabar el buen ojo de K para la moda.

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