–Sí, me gustaría tener hijos. Con frecuencia pienso, ¿para qué es todo esto, este trabajo, este esfuerzo, si no hay a quién dejárselo? Es una incógnita, ¿supongamos que triunfo…?
–¿Supongamos que consigue su título?
–Sí, ¿de qué me sirve si no tengo a nadie a quien dejárselo? Eso es lo que siento. Es realmente muy extraño estar sentado hablando de esta manera con usted. Pero es tan distinta a otras mujeres. Si todas las mujeres fueran como usted, todas sus teorías sobre la igualdad de hombres y mujeres funcionarían. Usted es la única mujer con la que nunca me doy cuenta de que es mujer.
–Sí –dijo ella.
Estaba de pie, mirando al fuego.
–¿Cuánto tiempo se quedará en India?
–Ah, no volveré.
–¡No volverá! Eso es imposible. Le romperá el corazón a la mitad de las personas aquí si no lo hace. Nunca conocí a una mujer que tuviera tanto poder para capturar el corazón de los hombres como usted, a pesar de esa filosofía que tiene. No sé –sonrió– cómo no caí yo también en su trampa… Hace tres años casi pensé que lo haría…, si no me hubiera atacado siempre de manera tan descontrolada y persistente en cada punto y en cada ocasión posible. Al hombre no le gusta el dolor. Una sucesión de bofetadas le baja los humos. Pero no parece tener el mismo efecto en otros hombres… Estaba ese joven en el campo cuando estuve ahí el año pasado, completamente
ridículo. Usted recuerda su nombre… –Movió sus dedos tratando de recordarlo–.Un gran bigote amarillo, un comandante, ahora está en la costa Este de África; las muchachas descubrieron que siempre iba con una foto suya en el bolsillo, y solía sacar pedazos de papel con su letra y mostrársela a la gente de forma misteriosa. Una noche después de comer casi se bate a duelo con otro hombre porque él la mencionó a usted; parecía estar bajo la impresión de que había algo incongruente entre su nombre y…
–No me gusta hablar de ningún hombre que me haya amado –dijo ella–. Sin importar lo pobre o pequeño de su naturaleza, me ha dado lo mejor de sí. No hay nada de ridículo en el amor. Yo pienso que una mujer debería sentir que todo el amor que se le entrega y que no puede reciprocar es una especie de corona alzada por sobre su cabeza y siempre debe tratar de crecer tan alto como para alcanzarla. No puedo pensar que todo el amor que me han entregado fue derrochado en algo que no lo merecía. Los hombres han sido muy hermosos y me han honrado enormemente. Les estoy agradecida. Si un hombre dice que la ama a uno –dijo ella, mirando al fuego–, con su pecho expuesto frente a uno, dispuesto a que lo hiera si quisiera hacerlo, lo menos que uno puede hacer es extender su mano y ocultarlo a los ojos de la gente. Si fuera un ciervo –dijo ella– y un macho quedara herido por haberme seguido, aunque no pudiera tenerlo como acompañante, me quedaría quieta y rasparía la arena con mi pezuña sobre el lugar donde hubiera derramado su sangre; el resto de la manada jamás sabría que fue herido por seguirme. Cubriría la sangre, si fuera un ciervo –dijo ella, y luego guardó silencio.
De pronto se sentó en su silla y dijo, con la mano frente a sí: –Sin embargo, ya sabe, no pienso de manera tradicional sobre el amor. Yo creo que la persona que es amada confiere el beneficio sobre la persona que ama, pues ha sido tan magnífico y bello ser amada. Yo creo que el hombre debe estar agradecido a la mujer o la mujer al hombre a quien ha podido amar, sin importar si el amor les haya sido reciprocado o si las circunstancias los hayan o no separado. Acarició su propia rodilla suavemente con la mano.
–Bueno, ya es hora de irme –él sacó su reloj–. Es tan fascinante sentarse aquí hablando que podría quedarme toda la noche, pero me quedan dos compromisos todavía. –Él se levantó; ella también se paró y se quedó frente a él mirándolo por un momento.
–¡Qué bien se ve! Creo que ha encontrado el secreto de la eterna juventud. No se ve ni un día mayor que la primera vez que lo vi hace cuatro años. Siempre se ve como si estuviera en llamas y ardiendo, pero nunca lo está, por cierto.
Él la miró desde su altura con una expresión divertida, como quien observa a un niño interesante, o a un enorme perro terranova.
–¿Cuándo la veremos de vuelta?
–Oh, ¡no volveré nunca más!
–¡Cómo que nunca! Por supuesto que debemos tenerla devuelta; aquí es donde pertenece. Ya se cansará de su budista y volverá a nosotros.
–¿No le molesta que le haya pedido que viniera a despedirse de mí? –dijo ella de una manera infantil muy distinta a su determinación cuando discutía algo impersonal–. Quise despedirme de todos. Si uno no se despide se siente inquieto y siente la necesidad de volver. Si uno se despide de todos sus amigos, entonces ya sabe que se acabó todo.
–Ah, ¡pero esto no es un adiós final! Tiene que volver en diez años para intercambiar impresiones… usted sobre su sacerdote budista y yo sobre mi bella norteamericana ideal; y veremos quién tuvo mayor éxito.
Ella rio.
–Siempre veré sus pasos reportados en los diarios, así que no estaremos tan lejos; y tal vez usted oiga sobre mí.
–Sí, le deseo gran éxito.
Ella lo miraba, con los ojos bien abiertos, de pies a cabeza. Él se volvió hacia la silla en la que tenía colgado su abrigo.
–¿No puedo ayudarlo a ponérselo?
–Ah, no, gracias.
Él se puso su abrigo.
–Abroche el botón del cuello –dijo ella–; esta habitación está tibia.
Él se volvió hacia ella, con su gabán y guantes. Estaban parados cerca de la puerta.
–Bueno, adiós. Espero que tenga un viaje muy placentero.
Estaba parado mirándola hacia abajo, envuelto en su gabán.
Ella alzó su mano vagamente en el aire.
–Le quiero pedir algo –le dijo rápidamente.
–Pues, ¿qué es?
–¿Podría, por favor, besarme?
Por un momento se quedó mirándola, y luego se inclinó hacia ella.
Años después nunca pudo decir con certeza, pero siempre pensó que ella alzó su mano y la puso sobre la corona de su cabeza, con una caricia suave y curiosa, parecida al roce de una madre cuando su hijo está dormido y no quiere despertarlo. Cuando miró a su alrededor, ella ya había partido. La puerta se había cerrado silenciosamente. Por un momento se quedó de pie, como una estatua, luego dio un paso hacia la chimenea y miró hacia la rejilla donde yacía una colilla de cigarrillo, luego caminó rápidamente hacia la puerta y la abrió. Las escaleras estaban a oscuras y en silencio. Comenzó a tocar la campana violentamente. La anciana subió. Él le preguntó dónde estaba la señora. Ella respondió que había salido; tenía un taxi esperándola. Le preguntó que cuándo volvería. La anciana le dijo:
–No volverá nunca más. –Ya había partido. Le preguntó dónde había ido. La anciana dijo que no sabía; la señora había dejado órdenes para que todas sus cartas fueran retenidas durante seis u ocho meses hasta que escribiera y mandara su nueva dirección. Él le preguntó si tenía alguna idea de dónde podría encontrarla. La anciana le respondió que no. Él se acercó a un espacio en la muralla que conservaba aún la marca de un cuadro y se quedó parado mirándolo como si el cuadro siguiera colgado allí. Sus labios se apretaron como para dar un largo silbido, pero no salió sonido alguno. Le dio diez chelines a la anciana y bajó las escaleras.
Eso fue hace ocho años atrás.
¡Qué hermosa debió haber sido su vida para que se vea tan joven aún!23
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