Francisca Folch Couyoumdjian - Rebeldes de fin de siglo

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"La presente traducción de relatos de mujeres escritoras pertenecientes al movimiento «New Women» recupera algunas de las más elocuentes voces femeninas anglosajonas de fines del siglo XIX.
"Un episodio chileno" de George Egerton –inédito en castellano– hilvana un ligero romance en Valparaíso durante el estallido de la guerra civil de 1891. «La esposa del sacerdote budista» de Olive Schreiner indaga agudamente en el rol de la mujer moderna.
mediante un diálogo de tenso erotismo. «Teodora: un fragmento» de Victoria Cross retrata el atractivo de una mujer de encanto andrógino. «Una noche blanca» de Charlotte Mew atrapa a sus turistas ingleses en el oscuro y espeluznante convento de una España semimítica. Finalmente, en «La Virgen de las Siete Dagas» Vernon Lee ofrece su visión finisecular de la leyenda de Don Juan, ambientada en la Alhambra. Esta selección reúne relatos que transcurren en lugares considerados exóticos y que son abordados bajo una fascinante mirada orientalista.
Un epílogo crítico contextualiza a este grupo de provocadoras escritoras que desafiaron las normas sociales y fueron por ello vinculadas al decadentismo literario. Esta antología demuestra cómo las Nuevas Mujeres anticiparon algunas de las preocupaciones e innovadoras texturas estilísticas del modernismo, por lo que sus cuentos cobran renovada relevancia e interés para lectores actuales."

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Betty se volvió hacia el niño, un enano tosco y atrofiado, con cabeza de gnomo, piel llena de oquedades y brillantes ojos verdes con pestañas rizadas –su única belleza, puesto que sus grandes orejas aleteaban y su labio superior, extraordinariamente largo, le había ganado el sobrenombre de “Boquimuelle”.11

–¿Dónde está la Señora?

–La Señora está hablando con Lisa. Trajo las sábanas limpias, y –con una mueca indescriptible– un escándalo sin igual, Jesú, María, increíble…

–Eso es todo; te puedes ir –dijo Betty, con un ademán imperioso. Las muchachas intercambiaron miradas interrogantes mientras subían por el sendero, sacándose sus mantos. La diferencia en el desarrollo de sus cuerpos era aún más notoria cuando se las veía en sus mañanitas de muselina.

La aguda voz de Lisa se escuchaba a través de la ventana francesa del dormitorio de la Señora, que daba a la veranda; pilas de delicadas prendas de batista atadas en cuadrados de tarlatana de alegres colores yacían en el suelo. La Señora, una gruesa anglo-chilena, vestida con un camisón y una bata de batista bordada, se reclinaba en una mecedora, riendo hasta que las lágrimas corrían por sus rosadas mejillas, ante el malicioso fin de una historia a expensas de una conocida.

En Chile, la lavandera a menudo ocupa un puesto peculiar: toma el lugar de una revista de sociedad. Lisa es una famosa raconteuse,12 con el genio creativo de un Boccaccio; no hay compromiso roto, sabroso escándalo de club o casa que ella no pueda relatar con deleite. El advenimiento del lavado se convierte, por una paradoja caprichosa, en la señal para el lavado de todos los trapos sucios de otros establecimientos. En respuesta a una mirada de advertencia de la Señora, la lavandera cambió hábilmente de tema, y saludó a las jóvenes con halagadora cortesía. Se sabía que Lisa podía mandar un mensaje o deslizar una nota.

–Buenos días, Lisa, ¿qué se cuenta? ¿Alguna historia interesante?

Ella sacudió la cabeza con una astuta expresión de arrepentimiento, y las chicas salieron corriendo entre risas.

Unos momentos después, se escuchó el alegre sonido de un piano que tocaba la chispeante música de la ópera La gran vía,13 que por entonces causaba furor. “¡Pobre chica!” (la canción de la costurera) resonaba en la profunda y dulce voz de Carmen, junto con el sonido de sus uñas en el dorso de una mandolina que acompañaba el piano de Betty. De pronto, alguien tocó el acompañamiento en guitarra en el jardín vecino; las muchachas corrieron a la ventana. Un mirador en forma de torreón se vislumbraba a través de los árboles y la banda dorada del gorro de un cadete brillaba entre las hojas que ocultaban parcialmente la ventana.

–Es Juan, Betty, ¡qué feo y estúpido es ese tipo! ¡Tan chinchoso! ¡Como si alguien lo fuera a mirar! ¡Qué presumido! La ventana se deslizó, aparecieron tres bandas de oro y una flor roja cayó revoloteando.

–¡Pero si es Samuel! ¡Ay! Si lo viera la tía. ¡Qué diablo de chiquillo! –exclamó Betty, con ojos centelleantes–. No le tiene miedo a nada. No dejes que nos vea; ¡apártate!

–Me gustan todas, me gustan todas,

Me gustan todas en general;

Pero esa rubia, pero esa rubia,

Pero esa rubia me gusta más14

–se escuchó la voz del muchacho.

–¡Shht! ¡La tía lo va a escuchar, el muy estúpido!

Betty golpeó su pie con impaciencia, y sus grandes ojos centellearon con ira.

–¿Cómo se le ocurre venir acá, cantando eso tan estúpido y vulgar? ¡Más encima, en frente de ese gordo copuchento y presumido de Juan! Me las va a pagar. No lo voy a mirar, ni siquiera una vez, durante la banda de esta tarde. Le haré ojos a Enrique. Me basta con mirarlo, con mirarlo a medias, y me sigue como un perro –dijo, chasqueando los dedos con énfasis.

–¡Ves, te lo dije, escucha a la tía!

Corrió al piano, y martilló un ejercicio de Czerny15 con vigorosa fuerza de los bajos.

–¡Betty, Rosalía, Pancho! ¿Dónde está la Señorita? –irrumpió la tía, con sus tobillos gordos y desnudos asomando por debajo de su negligé, mientras se inclinaba por sobre la veranda.

–¡Betty! –gritó.

–¡Sí, tía, estaba ensayando! ¿Qué pasa?

–¡Ensayando! ¡Qué excusa más patética! Ensayando tus ojos; ojos grandes de gata más encima. No me vengas con que no incentivas a esos cadetes impertinentes. Sé que lo haces; ¡eres muy atrevida! Voy a quejarme por ellos con el Director. ¿Es que me van a pasar a llevar en mi propio jardín? ¡Qué insolencia! ¡Qué barbaridad! Las muchachas han cambiado desde mi época: mensajitos, coquetería, miradas lujuriosas. ¡Con razón Lisa tiene tantos escándalos que contar! ¡El domingo –y no piensen que no me di cuenta– había cuatro mirando la casa boquiabiertos toda la tarde, como lechones aferrados!

–¡Pfft! –respondió Betty, arqueando su labio–. No los incentivo, y ¿qué importa si lo hago? ¡Una es joven solo una vez!

Una tormenta de palabras pasó como remolino por la casa, una de esas repentinas ráfagas de pasión que atraviesan una casa chilena como un simún, sobre las que los sirvientes toman partido y prolongan en la cocina, y que hacen que un extraño piense que se producirá un distanciamiento irrevocable. Betty rumió su ira durante todo el mediodía, y por la tarde la había llevado a su punto de ebullición.

Los ojos negros de Carmen parpadearon con placer malicioso mientras observaba a Betty prepararse para la conquista; una última mirada a sí misma en el espejo la había convencido de que la muselina amarillo maíz con pequeñas tiras de encaje de Valenciennes y un sombrero francés con claveles de color rojo sangre, habían añadido todo lo que había en el arte para realzar el encanto de su fea figura espiègle. Se veía más terminada que Betty, pues el desarrollo de la figura de niña-mujer de esta última se notaba más en su traje de tarde.

Caminaron alrededor de un parque minúsculo, detrás de una joven chaperona. En la primera vuelta, Betty pasó junto a Samuel O’Byrne sin darse cuenta; en la segunda, inclinó su pícara nariz una fracción de pulgada; en la tercera, miró, con el alma en sus ojos, por sobre el hombro de Samuel al enamorado Enrique. El apasionado vals de la banda, la sensual languidez del verano, el ardor en ojos y mejillas, la admiración mal disimulada de los hombres, pusieron a cada mujer en alerta, preparadas para la conquista. Un poco más tarde, cuando Betty se sentó a comer helado de vainilla con gourmandise16 no disimulada, una voz detrás de su silla susurró, medio burlona, medio suplicante:

–Está enojada conmigo, señorita Betty: ¿qué hice?

–¡Olvidar un tanto sus modales, por lo pronto, señor!

–enfatizando este título.

–¡Ah, señorita, mil perdones, lo digo para ser ceremonioso. ¡Bueno! –había una agitación furibunda en la voz del muchacho y Carmen apretó su pequeño pie sobre el de Betty en señal de advertencia. Esta última se inclinó lanzando una mirada cautivadora por debajo de sus párpados al hombre con uniforme de teniente. El joven se aprestó desde detrás de la silla y saludó formalmente, diciendo, con los labios blancos:

–¡Adiós, señorita Carmen, adiós, señorita Smith!

–¡Eres demasiado coqueta, Betty, eso es lo que eres!

–gritó la chica más pequeña, chasqueando sus delicados dedos enguantados con desdén. –Ahora se va a ir a la Calle Maipú, una calle de dudosa reputación; ¡pobre joven, tan buenmozo, tan enamorado!

–¡Y a mí qué me importa! –espetó Betty desdeñosamente–. Me cansas; tan tonta que eres, con tu “tan buenmozo”, “tan simpático”. ¿Por qué no te lo quedas? Me cansé; le voy a pedir a Elvira que nos lleve a casa.

En la esquina de la plaza, uno de los grandes carruajes alquilados pasó velozmente junto a ellas y vislumbraron un rostro espiègle rodeado de un manto adornado de encaje, rostro que miraba al de un muchacho con la cara sonrojada y que llevaba una gorra de banda dorada en la parte posterior de su cabeza.

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