Julio Alejandro Pinto Vallejos - Luis Emilio Recabarren

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Una nueva biografía de Recabarren, impulsor del movimiento obrero y fundador de la izquierda chilena contemporánea, contextualizada en su tiempo, que nos aporta elementos importantes de reflexión y contraste para el S. XXI.

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La polémica aludida tuvo su origen en los artículos publicados por Recabarren en El Proletario de Tocopilla bajo el nombre “Democracia y Socialismo”, en los que argumentaba conciliatoriamente a favor de la cercanía entre las ideas democráticas, socialistas y anarquistas. Manuel Esteban Aguirre, desde las columnas de El Marítimo, se ocupó en cambio de acentuar las diferencias, cavando un abismo político entre lo que denominaba socialismo “autoritario” o “parlamentarista”, en el cual situaba a Recabarren, y el socialismo revolucionario o anarquista con el que se identificaba. “El divorcio entre el socialismo evolutivo y el socialismo revolucionario ha sido tan profundo”, sostenía en una de las entregas, “que cualquiera persona que tenga el conocimiento más o menos completo del problema social que agita al mundo, comprenderá que esas dos porciones están divididas no por pequeñas diferencias, como dice El Proletario, sino que han llegado a convertirse en dos entidades completamente antagónicas” 93.

Esta crispación discursiva no era sino un reflejo de las tensiones naturales entre una corriente anarquista que, como se dijo, iba en ascenso al interior de la Mancomunal, y un Recabarren prioritariamente focalizado en su campaña electoral, con todo lo que ello implicaba para quienes compartían la postura de Aguirre. De hecho, una vez verificada la votación, El Marítimo comentaría ácidamente respecto del ya electo diputado demócrata: “Poco esperamos de él, porque sabemos que en el mefito ambiente de la política las más sanas intenciones se corrompen” 94. Esta misma circunstancia parece haber afectado la participación que le cupo a Recabarren en la gran huelga que se desató en Antofagasta entre fines de enero y comienzos de febrero de 1906, tercera gran instancia de agitación y represión social en la ya convulsionada historia obrera de comienzos del nuevo siglo. Los ribetes de “acción directa” que cobró este conflicto, propios de la conducción ácrata que lo caracterizó, no habrían resultado demasiado oportunos para quien había cifrado sus expectativas en unos comicios para los cuales faltaban escasas semanas, y cuyo desarrollo podía resultar seriamente comprometido ante cualquier perturbación de la normalidad. Así las cosas, y en contraste con su beligerancia de años anteriores, Recabarren adoptó una postura más bien cautelosa frente a este nuevo desborde de las pasiones y contradicciones sociales.

Tal como lo ha descrito Javier Mercado, en el estudio más pormenorizado realizado hasta la fecha, el movimiento suscitado por la demanda de media hora más para almorzar contó desde el comienzo con la conducción de una Mancomunal que pocos días antes había modificado sus estatutos en una dirección claramente ácrata, incluyendo la decisión de “no mezclarse absolutamente en política, por considerarla dañina para la unión y la armonía del elemento obrero” 95. Declarada la huelga el 30 de enero, y propagada rápidamente hacia el conjunto de la ciudad, la obstinación de la empresa del Ferrocarril de Antofagasta a Bolivia, propiedad de capitales ingleses, impidió que se alcanzara un acuerdo al que el resto del empresariado local no se manifestó inicialmente adverso. Fueron así radicalizándose los ánimos en uno y otro bando, hasta desembocar en una manifestación en la plaza principal el día 6 de febrero, en que una concurrencia de entre tres y cuatro mil huelguistas fue dispersada por una balacera iniciada por unas “guardias blancas” conformadas por comerciantes de la ciudad, con un saldo que diversos testimonios hacen fluctuar, como suele ocurrir en estos casos, entre 10 y 148 muertos, con un número equivalentemente superior de heridos 96. La ira desatada por esta matanza entre los sectores populares se tradujo durante los días posteriores en saqueos y destrucción de locales comerciales e instalaciones de la empresa del Ferrocarril, además del asesinato de uno de sus empleados de apellido Rogers, a quien se identificó, al parecer equivocadamente, como uno de los integrantes de la “guardia blanca”. A la postre, y tras la llegada de refuerzos militares y policiales, el movimiento se disolvió sin haber podido vencer la intransigencia de la compañía del Ferrocarril.

Recabarren, retornado pocas semanas antes de su viaje a Valparaíso, fue uno de los oradores del acto en la Plaza Colón, pero más allá de eso no parece haber intervenido decisivamente en los hechos que rodearon la huelga. Según el informe enviado por el gerente general de la compañía del Ferrocarril al Foreign Office inglés, los manifestantes reunidos en la plaza habían sido arengados “por violentos discursos hechos por agitadores, siendo el principal de ellos un tal Señor Recabarren, candidato demócrata a la Cámara de Diputados” 97. Algo parecido consigna el periódico “oficialista” (balmacedista) El Industrial, según el cual Recabarren había pronunciado “una lata alocución, tratando de prestigiar su candidatura ante el pueblo” 98. De ser este un testimonio fidedigno, fácil resulta imaginar el poco entusiasmo con que la conducción anarquista del movimiento habría recibido semejante discurso. Sin embargo, el periódico mancomunal, bajo control ácrata, reconoce que tras la matanza Recabarren había realizado gestiones ante la Intendencia para obtener la libertad de los dirigentes encarcelados, terminando él mismo, al parecer brevemente, en prisión 99. Por su parte, el propio Recabarren editorializaba al día siguiente de la matanza en su periódico La Vanguardia en apoyo a la huelga, a la que catalogaba como “acto de unión y compañerismo” en pro “de la justicia que les asiste para exigir mejoras en el trabajo”, así como estigmatizaba la “mala intención, la poca humanidad, la carencia absoluta de espíritu moral entre esas gentes capitalistas”. Fustigaba también a la autoridad por haber permitido la formación de una guardia blanca de comerciantes armados “para que asesinen impunemente a un pueblo tranquilo e indefenso”, con lo que se confirmaba una vez más que “las autoridades y los capitalistas marchan en íntimo consorcio perjudicando directamente al obrero” 100.

Tal vez por estos conceptos, o bien por las frases vertidas en la manifestación de la Plaza Colón, la Intendencia finalmente optó por clausurar La Vanguardia y encarcelar a su director, pese a que, según el diario radical santiaguino La Ley , anteriormente lo había “comisionado para calmar los ánimos” 101. En todo caso, y esta vez sí en consonancia con esa presunta disposición inicial, la clausura y la prisión no duraron mucho, pues a los pocos días reaparecía el periódico recabarrenista con un artículo de su autoría titulado “¡Por falta de amor!”, en el que identificaba al Partido Demócrata como consagrado a la búsqueda de la justicia, la verdad y la paz, cristalizada en el deseo de que “venga un reinado de amor”. Por el contrario, las autoridades vigentes “no tienen amor en el corazón”, lo que se demostraba en su mantención de instituciones armadas, “destinadas a producir la muerte”. Y concluía: “¿Por qué se nos persigue, se nos niega el derecho de proclamar tan hermosos y tan puros ideales?” 102.

Este llamado a la paz de los espíritus puede parecer algo extemporáneo cuando todavía no se disipaba la pólvora disparada en la Plaza Colón, y ciertamente no se condice con algunas de las expresiones más violentas que había vertido Recabarren en sus escritos de los años anteriores. Pero sí resultaba funcional a sus propósitos electorales, en los que como se dijo había focalizado prioritariamente sus ya famosas energías. En ese contexto, el estallido de la huelga y la radicalización que a ella imprimieron por partes iguales la conducción anarquista y la represión oficial, amenazaban con hacer abortar un proyecto que inspiraba expectativas más realistas en el corto o mediano plazo.

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