—Lo sé, mi Coronel.
—Entonces beba un vaso conmigo. Es una orden.
El joven subteniente Orozimbo Baeza obedeció a esta invitación por primera vez. Tomó la copa y la bebió despacio, con un rictus de asco torciéndole la boca.
Después de toser y limpiarse los labios con las mangas de su guerrera, porque los soldados no usan pañuelo, el subteniente contempló al Coronel con ojos fijos.
—Mi Coronel, ¿siempre habrá que beber para matar? —preguntó, abandonando el vaso limpio de su esencia sobre la mesa de campaña.
—Siempre —dijo el Coronel—. No se haga la menor ilusión. El vino pertenece a la misma arma que el soldado que lo bebe.
El agua puede matar cuando decide ser río
La tropa montada descendió hasta la ribera siguiendo un sendero estrecho flanqueado por matorrales espinosos. Los soldados espoleaban sus caballos guiándolos en fila india. Al cabo de quince minutos los detuvo el curso de agua. El Coronel Abigail Cruz contempló la espesa e intransigente correntada del río. Desde la cima de la colina había observado que la velocidad y la profundidad del agua serían un obstáculo para alcanzar la otra orilla, pero eso no pareció arredrarlo. Había cruzado muchos ríos nadando al costado de su caballo y todavía estaba vivo.
Torció el cuerpo sobre la montura para mirar a sus hombres.
—Pase lo que pase —dijo— debemos cruzar hasta los árboles de enfrente. Y eso, antes de que el sol se ponga. Crucen cortando la corriente en diagonal hacia arriba.
En mitad del río había un islote desolado, cubierto apenas por algunos arbustos. Tras la orden de lanzarse al torrente, los caballos y sus jinetes fueron arrastrados por el potente aguaje de montaña. Algunos lograron cruzar, otros se fueron río abajo para siempre, camino del mar, y unos pocos treparon al islote a fin de completar después la segunda parte de la travesía. Entre ellos estaban el subteniente Orozimbo Baeza y el Coronel Abigail Cruz.
—¡Maldita la puta que te parió! —dijo este último, mirando el río, bebiendo de su petaca y sacudiendo con furia el agua que empapaba el capote militar.
Los hombres que se hallaban en mitad del cruce parecían desorientados y temerosos. Algunos habían visto a sus compañeros desaparecer aguas abajo.
—Luego los buscaremos —dijo Baeza, asumiendo la subjefatura—. Pueden estar agarrados a un tronco o haber salido por una curva del río —agregó, sabiendo que los otros pensaban en los muertos que las aguas estaban arrastrando hacia alguna parte, parte que no era otra cosa que el muy lejano mar, si no enganchaban en una raíz o entre dos rocas.
—A quinientos metros hay una cascada —dijo el Coronel Cruz—. Para salvarse es preciso encontrar una curva antes de la cascada. Y me corto una hueva si la hay.
Con este juramento no hizo otra cosa que descorazonar todavía más al contingente.
—Veremos —dijo Baeza, desafiante—. Yo no doy a nadie por perdido.
Tras un silencio, ordenó a los hombres, quienes ya empezaban a tiritar empapados de frío y de miedo:
—Arrójense al agua, luego bájense de las monturas y cuélguense de las crines por el lado izquierdo, desde donde viene la corriente. Así los caballos nadarán mejor.. Naden a la izquierda de los caballos para evitar que el río los arrastre.
Un furibundo estruendo de espuma saltó al aire cuando las cabalgaduras penetraron en el río.
El subteniente Orozimbo Baeza y el Coronel Abigail Cruz nadaban en medio de sus hombres. De pronto Baeza escuchó un sollozo que venía de la derecha. Mirando por encima de las crines de su caballo, vio que el Coronel Cruz había soltado las crines del suyo y resbalaba hacia las ancas arañando la montura para no perder el contacto con la bestia. El comandante vestía su pesado atuendo militar y un gran rifle le colgaba cruzándole la espalda, por lo cual flotar en la corriente era casi imposible. El Subteniente gritó:
—¡Atención, Comandante!
El Comandante tenía el rostro contraído de miedo y sus dientes castañeteaban. Los ojos grandes, abiertos, parecían mirar sin ver a causa del terror.
—¡No puedo! —gritó—. ¡Voy a soltarme!
—¡Se lo prohíbo! —aulló Orozimbo Baeza—. ¡Agárrese de la montura, carajo!
En ese momento el caballo de Cruz se apartó del resto y chapoteó en las aguas furiosas, siguiendo ahora la dirección de la corriente en lugar de buscar la otra orilla. Baeza volteó su caballo para ir a su rescate, cuando escuchó desde tierra la voz estentórea del Cabo Eraclio Zambrano, una voz que creyó oír por primera vez:
—¡Déjelo ir, subteniente, y vuelva a meterse entre sus hombres! ¡Más abajo hay una cascada de treinta metros de altura, y nadie sobrevive al caer por ella!
Baeza alcanzó la orilla cien metros más abajo, arrastrando por las riendas el caballo de su jefe, quien se aferraba a la montura gritando. Las cabalgaduras chapotearon en el fango hasta alcanzar la tierra firme. El hielo del agua calaba los huesos. Orozimbo Baeza trotó por la ribera río arriba, tirando las bridas del zaino del Coronel, que se dejaba conducir a sacudones, cabizbajo. Parecía borracho. Al meterse entre el pelotón, el joven oficial ordenó desmontar, desensillar, atar los animales y encender hogueras. También autorizó bebidas alcohólicas y designó a los soldados que prepararían el rancho y a los que levantarían las carpas. Pronto las llamas alzaron sus lenguas desde la carne de los leños. Los hombres se desnudaron para secar los uniformes. Todos llevaban vino y aguardiente en las alforjas, de tal modo que bebieron haciendo que el alcohol pasara a través del castañeteo de los dientes. Era media tarde y un sol refinado y triste empujaba sus rayos a través de las hojas.
—¡Subteniente Baeza, redacte un informe detallando nuestras pérdidas humanas y animales! —aulló el Coronel, que cubierto por una toalla se había sentado en una silla de campaña con una botella de aguardiente en la mano, cerca de una fogata, al parecer olvidado de su insólita cobardía.
—Mi Coronel, voy a explorar primero la orilla río abajo para buscar sobrevivientes.
—Pierda el tiempo como quiera —dijo el Coronel con aspereza—, aunque puedo garantizarle que todos los que fueron arrastrados por el río están muertos. Este río lo conozco como el hoyo de mi mujer. Y como en el caso del hoyo de mi mujer, el que entra sale con la cabeza colgando —añadió con exquisita bestialidad, aunque conciente del efecto que sus palabras causaban en la tropa.
Media hora después regresó el subteniente. Por supuesto, con las manos vacías. Desnudándose, estiró su vestimenta cerca del fuego para secarla. Pero antes llamó al Cabo Zambrano, y le ordenó que vigilara el montaje de las carpas y apurara a los cocineros del rancho, pues pernoctarían allí. Se instaló en otra silla de campaña en la mesa del Coronel, junto a la gran fogata, que ahora los iluminaba tiñendo sus cuerpos desnudos de un color dorado. El color contrastaba con la opacidad verde oscura de los árboles sonando pausados al fondo, donde recomenzaba el bosque.
—He estado pensando en pedir un ascenso para usted —dijo el Coronel Cruz—. Hoy día mostró tener cojones y preocupación por la suerte de sus soldados. Pero nunca olvide que fui yo quien pidió su ascenso —advirtió grosero.
El sentido de la frase no pasó inadvertido para el joven.
—Yo no olvido nada, Comandante.
Habían transcurrido tres años desde la conversación en el Fuerte de Nacimiento. Sin duda las cosas estaban cambiando, pues Baeza hizo sonar las manos y pidió a un condestable que le trajera una botella de vino descorchada. La bebió sin prisa, desde el mismo gollete, mirando al Coronel y limpiando sus nacientes bigotes con la punta de una toalla, mientras el fuego crepitaba cerca de sus rodillas.
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