Rolando Rojo - Nicol

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Nicol, nueva novela del escritor Rolando Rojo Redolés. Retrata el mundo de la marginalidad y lo hace de manera excepcional. El personaje escogido es Nicol. Joven que desarrolla su vida dando testimonios de un escenario de ladrones, fascistas y revolucionarios trasnochados. Con una narración ágil, se van configurando con realismo y crudeza, locaciones en donde los que la habitan se sacuden en lo más profundo de una existencia sórdida.
– Nicol simboliza a miles de jovencitas de sectores periféricos, postergados o abandonados por los sistemas políticos y culturales de los gobiernos de turno. En esos espacios de la pobreza dura surgen relaciones humanas y especialmente el amor porque Nicol, a pesar de su mundo de vileza y decadencia, es una joven distinta que no se resigna a vivir las precariedades de su vecindario. Nadie quedará impávido ante esta novela, porque nos lleva por ese recorrido del trasporte colectivo a las zonas más ocultas de la sociedad, a esos lugares que la pantalla chica exhibe para hablar solo de la delincuencia.

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Durante nuestra relación, me hice, a sugerencia de la Flo, el primer tatuaje. Ella quería que me tatuara su nombre en el antebrazo, pero yo opté por una mariposa al costado del pubis y una arañita en el tobillo. Nunca pensé que ese arte se me convertiría en una adicción incontrolable, al punto de que hoy, a mis dieciséis años, tengo, prácticamente, todo el cuerpo tatuado.

Cuando cumplimos un año, la Flo bloquera quiso tirarse las cartas para saber qué le deparaba el futuro y cuál sería el destino de nuestra relación. Una mujer vieja, con aspecto de gitana, vestida con una grasienta bata floreada y un turbante en la cabeza, nos recibió en un salón que apestaba a meado de gato e incienso. Le pidió a la Flo que sacara tres cartas del Tarot. La Flo sacó El Mago . La mujer la miró sonriendo. “Esta carta simboliza el conocimiento y el poder”. Después sacó La Templanza, Simboliza –dijo la vidente- promesa y renovación. Es el puente entre el cielo y la tierra y sugiere una nueva comunión. Finalmente, la Flo sacó El Colgado .- esta carta implica que la mente racional ya no se controla, simboliza el descenso del espíritu a la oscuridad del subconsciente. Vas a perder un gran amor. Sufrirás mucho con esta pérdida, pero el tiempo todo lo cura y te lograrás reponer. –finalizó la mujer.

Fuimos a cenar a un restaurante chino para celebrar nuestro aniversario, pero yo supe que algo había cambiado para siempre en la Flo bloquera. No habló durante toda la comida. No comió. No bebió. No fumó. Su espíritu parecía vagar en otra dimensión. Ni siquiera se dio cuenta de las veces que le pregunté qué mierda te pasa Flo. No quiso que nos fuéramos a la cama. Me dejó en la puerta de mi casa. Me abrazó. Sus ojos se llenaron de lágrimas y partió. Una semana después, conocí al Chrístofer.

Flo,

Flo.

Flo,

Flo,

Flo bloquera…

3

“Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia”. Cortázar me hace mucho ruido. La casa donde vivo es de construcción antigua, seguramente de comienzo de siglo. Es larga y angosta como un barco pirata, con una hilera de piezas (diez) por el ala izquierda y por el otro costado, una plantación de parrones viejos que dan uvas viejas, de sabores viejos, que nadie come, salvo los pájaros y los ratones. Es una casa de adobe y como la de Cortázar (La Flo me introdujo en la literatura del argentino) no ha sucumbido a la más ventajosa liquidación de sus materiales y, sin duda, guarda los recuerdos, mayormente trágicos, de mis bisabuelos, de mis abuelos, de mis padres y de mi infancia. Es un caserón heredado por Rigoberto Acuña Acuña, mi abuelo, un viejo despreciable de setenta y cinco años que ha pasado la vida tirándose las huevas y que no sé cómo, pese a mis plegarias, no ha muerto. El viejo (de aquí en adelante, Bonifacio I.) vive en la última pieza del caserón y pocas veces sale de su guarida de lobo estepario. En el otro extremo, en la primera pieza del lado izquierdo de la fachada, tiene su dormitorio Alvaro Acuña Oyarzún, hijo de Rigoberto y por añadidura, mi padre. Otro individuo despreciable de cincuenta y dos años (de aquí en adelante Bonifacio II) No existen dos personas en el mundo a quienes deteste más que a estos infelices.

Bonifacio I y Bonifacio II se odian a muerte. Por eso, aunque viven bajo el mismo techo, lo hacen lo más separadito posible. Creo que no se han visto la cara en años. Se ignoran, se desprecian, se evitan. Si uno siente ruidos en el baño, el otro prefiere cagarse en los pantalones, con tal de no toparse con el familiar abominable. Hace algunos años, las peleas de estos dos individuos eran pulentas, demasiado grosas. Todo el vecindario se enteraba y escandalizaba con los insultos.

Bonifacio I : ¡Fascista!

Bonifacio II : ¡Comunista culiao!

Bonifacio I: ¡Hijo del Dictador!

Bonifacio II: ¡Stalinista!

Bonifacio I : ¡Pinochetista!

Bonifacio II: ¡Marxista, hijo de perra!

Bonifacio I: ¡Nazi!

Bonifacio II : ¡Terrorista!

Bonifacio I : ¡ Isla Dawson!

-Bonifacio II : ¡Archipiélago de Gulag !

-Bonifacio I.: ¡Villa Grimaldi!

-Bonifacio II.: ¡Paredón cubano!

Bonifacio I. : ¡Golpista!

Bonifacio II.: ¡Leninista!

Se tiraban palos, botellas y piedras. Sonaban latas, metales y vidrios. Después se encerraban en sus respectivos cuartos y ponían, a todo volumen, las grabaciones predilectas:

-“¡¡¡Arriba los pobres del mundo de pie los esclavos sin pan!!! .¡¡¡Vuestros nombres valientes soldados que habéis sido de Chile el sostén.!!! -¡¡¡Y gritemos todos unidos!!! -¡¡¡Nuestros pechos los llevan grabados!!! -¡¡¡Viva la Internacional!!! -¡¡¡Lo sabrán nuestros hijos, también!!!

Una verdadera casa de putas, un manicomio, un puto loquerío. Yo me taponaba las orejas con algodones, escondía la cara entre las almohadas y contaba hasta mil o cien mil. También echaba a volar la imaginación. Me sentía viviendo en otra época y en otro país. El escenario de mis imaginaciones siempre era el sur de los Estados Unidos. Esos pueblos polvorientos, perdidos en la gran geografía yanky, dueños de un trágico silencio, donde los sueños de los vivos y de los muertos parecen calcinados bajo un sol inclemente. No tengo padres, vivo con mis abuelos imaginarios. Asisto a la escuela del pueblo y soy buena alumna. Me gusta mucho la poesía. También escribo pequeños poemas. El tema de mis creaciones siempre es la soledad interna y externa, la soledad del cuerpo y del alma, la soledad de los muertos, la soledad de esas imaginarias calles polvorientas donde un negro viejo y canoso toca una armónica, sentado en las gradas de una iglesia metodista imaginaria. A los dieciséis años, abandono la casa de mis abuelos imaginarios y entro a trabajar como mesera en un café imaginario, donde llegan camioneros imaginarios que hacen crecer en mí, un ansia por viajar, por conocer el mundo, por vivir una vida de aventuras. No quiero para mí, una vida tranquila, chata, somnolienta, rutinaria. Quiero aventuras, quiero sentir la sangre en las venas, quiero escuchar el latido de mi corazón imaginario, saborear la adrenalina en cada acto de mi vida. Entonces, una tarde muerta de domingo, entra un joven imaginario al negocio. Pide una cerveza y un “perro caliente”. Viste un jean viejo, botas de vaquero y un sombrero texano. Habla como si tuviera un chicle en la boca Me cuenta que es un convicto imaginario, buscado por la policía imaginaria del Condado, pero que ha jurado no volver a la cárcel imaginaria. Viene todos los días al café y surge entre nosotros un romance imaginario. Con este joven inicio mi imaginaria vida amorosa y de aventuras.

Mi pieza real, también es la primera de la fachada; pero del lado derecho. La elegí, porque la ventana sin protecciones, me permite -desde los doce años- arrancarme por las noches para jaranear con los cabros de los block. En las escaleras externas de las “viviendas liliputienses”, fumamos, tomamos chelas, tocamos guitarra, cantamos y la mayoría de los cabros pitea. A veces, vamos a carretear a alguna discoteque. Con los grandotes del grupo aprendí a bailar salsa, merengue, bachata y reguetón, y, aunque los calientes de mierda aprovechaban para correrme mano, nunca dejé que me la pusieran. A los trece años, seguía siendo virgen.

En mi pieza hay una cama de plaza y media, un velador, un espejo y un viejo baúl de cuero donde guardo mi ropa y mis libros. El único adorno de mi pieza es un Cristo que solo tiene un brazo y la mitad de una pierna; el otro brazo y la otra pierna son solo alambres retorcidos. Es mi Cristo Mutilado que me concede todos los favores y que nunca reemplazaré por otra imagen religiosa. En esta pieza se ahorcó mi madre. Cuando yo tenía cinco años, dormía junto a mamá. Era la época en que yo soñaba con ángeles y conversaba con un amiguito imaginario. Mi sueño siempre era el mismo: jugaba en un campo sembrado de amapolas y me rodeaba un grupo de niñitos vestidos con túnicas blancas y con alas. Me tomaban de la mano y danzábamos, después nos elevábamos sobre las nubes. También me meaba tupido y parejo. Mamá puteaba porque tenía que levantarse a medianoche a cambiar las sábanas o se limitaba a poner toallas secas en la humedad del meado. “Chiquilla de mierda –rabiaba- ¿por qué no te moriste en el parto? Mamá era hermosa, con un cuerpo tallado a mano. A los quince años fue reina de la primavera en San Rosendo. Los hombres giraban la cabeza cuando ella pasaba, para contemplarle el trasero y las piernas, pero, indudablemente, era también la mujer más infeliz del planeta. Odiaba a mi padre y se arrancaba a mi pieza para que el depravado no la golpeara o no la forzara para violarla. Creo que, muchas veces, mamá intentó envenenar al infeliz y cuando todo falló y la agarró una depresión severa, se colgó de una viga de mi pieza. Aún conservo su carta de despedida, cuyas letras, de tanto leerlas, se han borrado con mis lágrimas.

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