Rolando Rojo - Nicol

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Nicol, nueva novela del escritor Rolando Rojo Redolés. Retrata el mundo de la marginalidad y lo hace de manera excepcional. El personaje escogido es Nicol. Joven que desarrolla su vida dando testimonios de un escenario de ladrones, fascistas y revolucionarios trasnochados. Con una narración ágil, se van configurando con realismo y crudeza, locaciones en donde los que la habitan se sacuden en lo más profundo de una existencia sórdida.
– Nicol simboliza a miles de jovencitas de sectores periféricos, postergados o abandonados por los sistemas políticos y culturales de los gobiernos de turno. En esos espacios de la pobreza dura surgen relaciones humanas y especialmente el amor porque Nicol, a pesar de su mundo de vileza y decadencia, es una joven distinta que no se resigna a vivir las precariedades de su vecindario. Nadie quedará impávido ante esta novela, porque nos lleva por ese recorrido del trasporte colectivo a las zonas más ocultas de la sociedad, a esos lugares que la pantalla chica exhibe para hablar solo de la delincuencia.

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Montaña Rusa y las dos destemplamos el ambiente con nuestros histéricos gritos de mujeres escandalosas, de cabras pelusonas, de minas buenas pal hueveo. Al comienzo todo fue normal. No quiero decir que lo que pasó después fuera anormal. Digo normal por decir que éramos solo amigas, solo compañeras, solo dos comadres bloqueras de la pobla. La Flo tenía veinte años. Vivía sola con su mascota bloquera, un gran danés del porte de un caballo que le comía la mitad del sueldo. “Este es mi compañero y mi defensor”. Decía la Flo, besando al perro en el hocico y haciéndole cosquillitas en el gargüero, lo mimoseaba: “venga para acá mi gandulote, mi machote, mi gigantote, para que mamita le haga cariño, venga mi guagüita rusa”. Y el mastodonte de dos zancadas, copaba el pequeño departamento de la Flo. Se llamaba Jack y, en cuanto la Flo me abría la puerta, se iba directo a olfatearme el choro, como si el cabrón estuviera entrenado en olfatear vulvas. Yo me cagaba de la risa y le gritaba a la Flo, “¡Flo, tu perro bloquero es un perfecto come chucha!” La Flo trabajaba de secretaria en una clínica dental. Ganaba buenas lucas la Flo bloquera. Una o dos veces al mes, íbamos al centro a comer completos al Dominó, hamburguesas y papás fritas al Mac Donald, helados del Nuria. Nos llenábamos la guata con Coca Cola y nos íbamos cagadas de la risa, tirándonos flatos y peos por la calles del centro. “¡Báilate éste!”- decía la Flo y se mandaba un guaracazo que llegaba a levantar polvo de la vereda. La Flo bloquera me preguntaba ¿amiga, cómo andai de calzones? Y entrábamos a una tienda y me compraba una docena de braguitas, ilustradas con monitos o corazones. ¿Cómo andai de sostenes, amiga? Y me compraba un par sostenes caros. Y otro dia, ¿cómo andai de jeans, amiga? y me compraba un par de Levi´s que me quedaran apretaditos a la carne. La Flo bloquera se metía conmigo al probador y me ayudaba a elegirlos por el color, la textura, por cómo se amoldaban a mi cuerpo. “Te quedan maravillosos, okey” -decía pasándose la lengua por los labios y las manos, por mi culo y la entrepierna. Otras veces, ¿cómo andai de zapatillas, amiga? Y yo regresaba a casa con un par de Adidas bajo el brazo. ¡Quería más que la cresta a mi amiga bloquera! Sentía que por primera vez, alguien me apreciaba, alguien me quería verdaderamente. A veces, la Flo llegaba hasta mi casa con una pizza calentita y un par de cervezas y yo la metía rápidamente a mi pieza para que ninguno de los dos despreciables sujetos que viven conmigo se quedaran mirándola con cara de estúpidos con la boca abierta y las babas colgando “¿Quién es tu amiguita, Nicol?” “¿Por qué no la presentai, ah?” -Encalétate rápido -le decía- y la Flo, sin entender un corajo, se metía a mi cuarto. Allí comíamos la pizza, tomábamos las chelas y fumábamos. A la Flo le gustaban los Lucky sin filtro, decía que daban buena suerte; yo le decía que daban cáncer y nos cagábamos de la risa. Era un tiempo en que reíamos mucho. Todo era muy bakán.

Yo vivo frente a los block de departamentos en una casona antigua que mi abuelo heredó de sus padres.

Esa inocente y pura amistad duró unos dos meses. Fue un veinte de junio, fecha grabada en mi mate, cuando la vida me hizo conocer dos cosas que me acompañan hasta hoy: el sexo y la droga. El mundo estaba sumido bajo una gran mancha gris que flotaba sobre ese sector marginal de la ciudad. Era una sensación de ahogo permanente. El gris bloquero pintarrajeaba edificios, casas, sonrisas, penas, enfermedades, ancianos y hasta a los perros. Aquí todo era gris. Aquella tarde de domingo, después de ver capítulos repetidos de la teleserie turca, la Flo armó un pito -dijo-. Le dio dos o tres caladas y me lo pasó. Yo sólo había fumado tabaco. “Aspíralo con fuerza y retén el humo en el pecho, okey”. Obedecí. La Flo es la persona a quien más he obedecido en esta vida. Así lo hice. No una, sino dos, tres veces, hasta que empecé a sentir que me desprendía del cuerpo. Me sentí libre de todo peso, angustia o ley. Sobre todo la gravedad. Y flotaba. Y me desplazaba por los aires. Miraba el entorno bloquero con ojos donde renacían los colores. El gris bloquero se eclipsaba para siempre y reaparecían los rojos intensos, los verdes cobaltos, los azules índigos y yo, sin cuerpo, sin huesos ni piel, flotaba como en un útero materno, como en una cápsula espacial. Todo era intenso. Todo era más armónico que el bloquero mundo gris que me rodeaba. No sé cuánto tiempo pasó. Al volver del viaje, sentí las suaves manos de la Flo, acariciando mi rostro, mi pelo, mis lágrimas. Sentí sus labios bloqueros en mi cara, en mi cuello, presionando mi boca. Yo nunca había besado a nadie, salvo, cuando niña, estampitas religiosas. Ahora, eran labios ajenos los que presionaban los míos. Era una lengua bloquera, húmeda la que trataba de introducirse en mi boca incrédula. Después, la Flo me sacó la blusa y los jeans y chupó mis senos con delicadeza. Su lengua bloquera se deslizó por mi torso, rodeó mi ombligo, incursionó bajo mis bragas y estuvo largo rato cepillando, bloqueramente mi clítoris. Miento si sentí algo agradable. Mi única sensación fue de estupor, de rareza. Y esa sensación continuó por largo tiempo. Sólo al cabo de un mes de realizar esas sesiones lésbicas, empecé a saborear la agradable sensación del sexo. Tuve mis primeros orgasmos. La Flo sabía localizar mis partes más sensibles. Sabía introducir sus dedos y su lengua bloquera en mi sexo y en el orificio de mi culo. Sabía arrancarme suspiros, jugos y orgasmos, “Acaba para mí, guagüita mía, dámelo, dámelo todo, mi pequeña viciosa, okey”. -me susurraba- envuelta en los vapores de la calentura. Me enseñó cómo hacerlo, cómo invertir los papeles y era yo la que chupaba, lamía, succionaba y me amarraba el juguetito de plástico en la entrepierna. Nos enviciamos en la yerba y el sexo. Casi no dejábamos día sin hacerlo. Jack era el más sorprendido. Nos miraba con sus ojos tristes y emitía pequeños gemidos como si él también gozara con ese enredo de piernas, lenguas, pelos y babas. Así fue como un veinte de junio, a mis catorce años, conocí el sexo y la droga.

La Flo no siempre fue así. Quiero decir, no siempre aceptó que le gustaban las mujeres. Incluso, a los diecisiete años se casó con el pololito de la adolescencia, con el compañerito de banco del Liceo. Duró tres años, soportando insultos, golpes, vejaciones de un machista hijo de putas. El Dany Ormeño, su marido, era enfermo de celoso. Si un hombre miraba a la Flo más de dos segundos, ella sufría los golpes del energúmeno. Su cuerpo y su rostro lucían permanentemente las marcas de la violencia intrafamiliar. Sus amigas y sus padres le aconsejaban que se separara del sátrapa. El día que el golpeador llegó más curado que otros días, y cayó desvanecido en el sillón del living, la Flo armó un bolso con sus pertenencias, que no eran muchas. Cerró puertas y ventanas del departamento que arrendaba y abrió las llaves del gas. Nunca supo el desenlace de su acción bloquera, pero, a partir de ese momento, juró no meterse con hombre alguno y tuvo sus primeras experiencias lésbicas. “Era una tendencia que siempre oculté en el closet, por evitarle un dolor a mis padres, okey. Por eso me casé con el Dany, sin sentir nada por él y mucho por cada una de mis compañeritas de curso. Me gustaban las clases de gimnasia, porque después nos bañábamos juntas y yo me deleitaba con esos cuerpos adolescentes que empezaban a formárseles las caderas, las tetitas, los pezoncitos untados en café con leche, a sombreárseles el pubis con un vellito sedoso y rizado, a redondeárseles el traserito. Un día, la Paty Rojas, una cabra avispada del curso, me dijo: “Flo, te tengo cachadita, a vos te gustan las tortillas” Y yo enrojecí desde la raíz del pelo hasta la última uña. Entonces, para evitar que se esparcieran los rumores, me puse a pololear con el Dany, un cabro de cuarto medio, el más mino del Liceo, okey. Cuando egresamos de la media, nos casamos y ahí empezaron los problemas. Yo le sacaba el cuerpo a la calentura del Dany que era como tonto pal leseo. Quería la tontera mañana, tarde y noche. Yo nunca sentí un orgasmo con él. Todo lo contrario, sentía una especie de rechazo cuando me enchufaba esa cuestión dura entre las piernas. Creo que las únicas veces que sentí algo, fue cuando el Dany se bajaba a los berros, okey. Así empezaron los problemas y el cabrón empezó a exigirme sexo a la fuerza y luego, a golpearme. -confesaba la Flo bloquera muerta de la risa.

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