Nacido el 6 de enero de 1766, Francia comenzó su educación en su hogar. Luego fue a la Universidad de Córdoba, graduándose en 1785 como Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología. Mientras estuvo en la Universidad, dirigida por franciscanos tolerantes desde la expulsión de los jesuitas en 1767, no solo estudió a filósofos y teólogos tradicionales, sino que también se familiarizó con las corrientes ideológicas revolucionarias europeas y norteamericanas de la época. La educación de Francia abarcó los conceptos ontológicos de San Anselmo y el ‘contrato social’ de Rousseau, el moralismo de Santo Tomás de Aquino y el pragmatismo de Benjamín Franklin. Sus estudios universitarios y la profunda influencia de la Ilustración, la Revolución norteamericana y la revuelta popular de Túpac Amaru II en Perú, contribuyeron a la formación de su filosofía radical. Como buen idealista, Francia consideraba el mundo a su alrededor en términos absolutos, juzgando situaciones y personas como correctas o equivocadas, buenas o malas.
A su regreso al Paraguay poco después de la graduación, el joven doctor en Teología comenzó a enseñar Latín en el Seminario de San Carlos, pero fue obligado a renunciar años más tarde, luego de una agria discusión sobre sus ideas religiosas y políticas radicales. Después de enseñar Derecho español, Francia se embarcó en una carrera jurídica que le ganó respeto en toda Asunción. Hablaba guaraní con fluidez y se hizo amigo de los peones paraguayos, para quienes se convirtió en protector y héroe. A los más pobres les pedía honorarios reducidos, o nada, mientras que recibía considerables sumas de sus clientes solventes, como bien observó John Parish Robertson. “Su integridad sin temores le ganó el respeto de todas las partes. Jamás defendía una causa injusta, estando siempre dispuesto a tomar la parte del pobre y el débil contra el rico y el poderoso”.1
A pesar de haber sido electo Dictador por los enormes congresos representativos de 1814 y 1816, durante sus años en el poder Francia evitó el personalismo típico de a las dictaduras. Con la única excepción de Villa Franca –fundada a mediados de la década de 1820 con ayuda de Francia, después que las inundaciones obligaran a los habitantes de Villa de Remolinos a abandonar sus hogares–,2 no permitió que una sola población, barrio, calle, edificio, estatua o moneda fuera dedicada a su honor. De modo similar, rompiendo una tradición de larga data, se rehusó a aceptar obsequios de ningún tipo.3 Esta política tuvo un impacto tan vigoroso sobre el pueblo, que más de veinte años después de la muerte de Francia, un número de ancianos la recordaba vívidamente:
El 6 de enero de 1817, con motivo del cumpleaños del Dictador, se le ofreció una recepción [que fue] obviamente más importante que en cualquier otro año. Sin embargo, él no aceptó ningún obsequio, sosteniendo que era necesario abolir esa corrupta práctica española, que conducía a imponer una obligación al pobre, que a menudo debía hacer un sacrificio para seguir la misma.4
Otro contemporáneo resumió este aspecto del carácter de Francia: “su fortuna privada no se incrementó por su elevación, jamás aceptó un obsequio y su sueldo siempre está atrasado, sus mayores enemigos le hacen justicia sobre estos puntos”.5
La incorruptible honestidad de Francia, en particular durante su mando como dictador se hizo proverbial. Evitando la acumulación de cualquier riqueza o bienes personales substanciales, vivió una vida modesta y semiretraída de soltero, con una fracción del sueldo que le fue establecido por los congresos populares. Además, como Francia no dejó herederos, a su muerte el 20 de septiembre de 1840, la totalidad de sus pertenencias, de acuerdo a las leyes que él mismo había promulgado, fueron automáticamente confiscadas por el Estado.6
No sorprende que la política radical, popular y nacionalista se enfrentara con una creciente oposición interna y externa. Los ataques combinados de unitarios y federales devastaron el comercio paraguayo, sirviendo como catalizadores para la desastrosa Gran Conspiración de 1820 que derrocó el régimen popular por las élites paraguayas, cuya posición privilegiada descansaba sobre la economía de exportación de monocultivos de la nación. En efecto, la revolución paraguaya sustrajo a toda la clase superior, tanto española como criolla, sus tradicionales bases sociales, políticas y económicas de poder. Al designar a nuevos funcionarios de entre la gente común, Francia no permitió a las élites ejercer cargos gubernamentales o militares impidiéndoles tener poder directo, y usó un sistema de multas y confiscaciones para negarles el poder menos directo, aunque eficaz, que otorga el dinero.
Junto con la abolición del Consejo Gobernante Municipal de la élite (Cabildo), el régimen revolucionario controló a la iglesia y sus instituciones auxiliares. Proscribió las fraternidades eclesiásticas, cerró sus monasterios y confiscó sus bienes raíces. Al anular las donaciones reales de tierras y confiscar la propiedad de los conspiradores de las clases sociales altas, Francia promulgó una profunda reforma agraria que abolió el tradicional sistema de tenencia latifundista de la tierra. Para la fecha del fallecimiento del Dictador en 1840, más de la mitad de la rica región central del Paraguay había sido nacionalizada, se habían creado numerosas estancias estatales y decenas de millares de personas tenían granjas arrendadas del Estado. El sector privado de la economía tuvo que competir con el gobierno que, al reducir los impuestos a un mínimo, recibía la mayor parte de sus ingresos de la venta de artículos importados, ganado y productos manufacturados por el Estado. Además, el Estado controlaba en forma completa el comercio internacional a través de su masiva participación y un sistema estrictamente aplicado de permisos de comercio.
Debido a que Francia atacó los intereses de las élites nacionales e internacionales –la clase que escribió la historia del Paraguay–, se lo consideró tradicionalmente el prototipo del tirano despótico. Como el más infame de los dictadores latinoamericanos, Francia fue descripto como un potentado adusto y sombrío, un déspota cruel con una avidez insaciable por el poder, o bien como un monstruo vil; los años de su gobierno se conocen comúnmente como el ‘Reino del Terror de Francia’. Al buscar una explicación racional para los actos al parecer irracionales de este ‘Nerón moderno’, los historiadores tradicionales raramente han omitido cuestionar su salud mental; algunos solo lo consideraron insano, mientras que otros, en la búsqueda de explicaciones más específicas, alegaron que el viento del norte –el viento caluroso y húmedo que sopla del Mato Grosso durante los meses de verano de diciembre, enero y febrero– ejercieron profunda influencia sobre el Dictador. Presentado como un déspota sádico y arbitrario, sin preocupación por los dinámicos movimientos libertarios que barrían a América Latina, Francia es acusada de haber aislado herméticamente al Paraguay para imponer mejor su tiranía sobre una nación intimidada.
Estas interpretaciones tradicionales provienen de varias fuentes contemporáneas, que sirven como base de la totalidad de obras secundarias y proceden de la intensa campaña de propaganda conducida por los decepcionados oponentes de las clases altas paraguayas y argentinas al nacionalismo radical y a la política de neutralidad de Francia. El primero de estos relatos, The Reign of Doctor Joseph Gaspar Roderick de Francia, de Johann Rudolph Rengger, aparte de su desprecio por Francia y las masas de paraguayos que lo apoyaban, es tan objetivo como puede serlo un extranjero de clase alta atrapado en el medio de una revolución popular. Este médico suizo y su asociada, Marceline Longchamps, investigaron de 1819 a 1825 la historia natural del Paraguay. Durante los últimos cuatro años de su residencia, un período de crisis nacional, Francia se rehusó a permitirles que abandonaran el país.
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