Dicho sueño, dicha utopía supone, sin embargo, la confianza en la transformación social y en la evolución dentro del tiempo histórico. ¿Cómo se concilia en el poema la celebración del cambio histórico con el carácter circular del tiempo idílico? O, en otras palabras, ¿puede un poema en los márgenes del idilio dar expresión efectiva a un anhelo emancipador? En lo que sigue se da respuesta a estos dos interrogantes.
Raymond Williams ha mostrado cómo en diferentes épocas históricas la literatura pastoral apela a una antigua edad de oro o a un viejo orden tradicional como contrapartida de un desarrollo histórico presente. La nostalgia por los pretendidos valores rurales esconde no pocas veces la defensa feudal de jerarquías sociales señoriales y de ordenamientos morales represores (cf. Williams, 1973: caps. 4 y 5). José Luis Romero, por su parte, ha mostrado cómo el campo y la ciudad han dado lugar a ideologías propias contrapuestas. En su origen, la del campo es una “ideología conservadora, indiferente o acaso hostil al cambio”, la de la ciudad, a la inversa, es una ideología que lo saluda, que además ve al hombre independizado de la rutina y situado “en el camino de forjar su propio destino con la ayuda de su capacidad racional y de su voluntad” (Romero, 2002 [1978]: 347).
A la luz de lo anterior, la contradicción del joven Aurelio Arturo se puede formular como la contradicción ínsita a una militancia política y estética que acoge valores vanguardistas como el del culto al hombre nuevo (cf. “Canto a los constructores de caminos”), pero que al mismo tiempo se propone dignificar con el recurso al idilio un espacio eminentemente rural, escenario del orden cuya crisis esa misma militancia quiere acelerar. En efecto, el idilio no es el modelo literario idóneo para un registro simpatizante con los proyectos modernizadores, como ha sido señalado ya por Gutiérrez Girardot. El hispanista colombiano advierte de la contradicción que, por ejemplo, encarnó Andrés Bello quien, en el intento de legar un poema fundacional y de resolver con él el problema del “nuevo orden de las épocas” posterior a toda revolución (en este caso la de la Independencia), apela a la tradición bucólica virgiliana:
Pero el impulso utópico y, consiguientemente revolucionario, que animaba a Bello [...] se convirtió necesariamente en un impulso regresivo: lo contrario al presente reinante, el supuesto nuevo “ordo saeclorum” fuejustamenteelportador,a veces involuntario,del viejo orden feudal: el labriego, y con él, su señor. En el siglo XIX, el mundo bucólico virgiliano ya no podía ser utópico y menos aún revolucionario en el sentido de un “ordo saeclorum” ; éste tenía que ser una utopía al revés, una restauración (Gutiérrez Girardot, 1978: 892).
El hablante lírico arturiano, ciertamente, no haría la invitación que hace el hablante lírico de “La agricultura de la zona tórrida” (Bello, 1979: 48): “¡Oh jóvenes naciones [...]! / honrad el campo, honrad la simple vida / del labrador, y su frugal llaneza” (vv. 351-355); la estrofa VIII de “Ésta es la tierra” celebra más bien las fuerzas combativas de la “raza” así como otros poemas celebran el tipo del guerrero rural (el caballero andante de las baladas) o el proletariado campesino. Con todo, tanto la unidad de lugar como el correspondiente tiempo cíclico que estructuran los sucesos del poema le otorgan, hasta ahora, un perfil idílico inconfundible. A continuación, paso a analizar si ocurre lo mismo con respecto a las instancias de mediación.
La individualización como acontecimiento
La distancia que el poema toma respecto del patrón idílico se hace perceptible cuando se considera el conjunto de los dos bloques. En el cambio de un narrador plural a otro singular ingresa la individualidad y con ello un principio de diferenciación ajeno al mundo del idilio comunitario. Este ingreso da paso a una consolidación gradual en el plano argumental a lo largo de todo el segundo bloque. En efecto, en las cuatro últimas estrofas el hablante lírico deja constancia de su paulatina individualización bajo la forma de progresivo desprendimiento respecto del colectivo.
Esto ocurre de la siguiente manera: el nosotros abstracto que interviene por última vez en la quinta estrofa –“Aquí gritamos mucho [...]” (v. 18)– cede el lugar en la estrofa octava a los sememas “ mi pueblo” y “ mi raza” (vv. 31, 33, 35, énfasis mío), ya con el posesivo de primera persona; “pueblo” y “raza”, por su parte, dan paso en la estrofa siguiente al grupo más restringido de la familia mediante las referencias a “mi padre” y a “los suaves hermanos míos” (vv. 38, 39); luego de nombrar acto seguido la comunidad, aún más reducida, con la amada (X), el hablante lírico habla de sí mismo sin mención de otras subjetividades y estrecha finalmente el radio de sus relaciones al vínculo con la tierra (vv. 44-50). De hecho, el relieve de la individualidad se eleva en la última estrofa por medio de verbos que denotan la actividad interior del sujeto: “amar” y “querer” (vv. 46, 48, 49). Incluso una fatalidad, como lo es la condición mortal del hombre, accede parcialmente al circuito de lo voluntario en el verso “Ésta es la tierra oscura en que quiero morir” (v. 49). Dicho relieve perfila al narrador como voluntad individual y lo retira de la inmersión en la experiencia colectiva.
Al guion idílico del tiempo cíclico el poema le sobrepone el guion de la individualización. Se trata de un recurso que se desvía del esquema ofrecido por el idilio. Dado que la desviación ocurre sobre todo como cambio en las características de quien narra, cabe hablar de acontecimiento en el plano de la presentación ( Darbietungsereignis ). Pero bien como subjetividad colectiva o bien como subjetividad individual, todo lo que se narra en el poema ocurre en relación con la “tierra”. Cerremos el presente capítulo con la descripción de la estrategia deíctica a la que apela el hablante lírico para narrar este espacio.
La individualización de la instancia narrativa ocurre en relación con un espacio que permanece invariable a lo largo de todo el poema. No es tanto que, como es el caso para cada narración, haya un marco espacial que sirva de contenedor a los hechos y a los sucesos; se trata más bien de que todo lo que sucede es suplementario respecto del espacio, el cual ocupa el primer plano y concentra el protagonismo de la designación. No qué pasa, sino dónde pasa es la pregunta que determina el contenido y la expresión del poema. El recurso formal más ostensible es de lejos el uso anafórico del deíctico espacial “aquí”. Deíctico es también el sintagma con el que se titula el poema: “Ésta es la tierra”. Sumados, ambos encabezan casi la mitad de los cincuenta versos libres que componen el conjunto de las once estrofas, en la primera de las cuales, por ejemplo, se lee: “Ésta es la tierra en que hemos sufrido. / Aquí muchas veces lloramos” (vv. 2-3). Cabría hablar, incluso, de un “poema al aquí”, en cuanto que el adverbio figura por lo menos una vez en cada estrofa y en cuanto que en todas sus dieciséis apariciones –que constituyen por demás las dos terceras partes de las de la obra poética completa– la posición que ocupa dentro de los versos es precisamente la inicial.
Esta prelación se corresponde con el sentido de inmediatez espacial propio del adverbio. La relación entre el enunciado y la coordenada espacial de la enunciación es de completa cercanía. 45No se incurre en asociaciones peregrinas si adicionalmente se atiende a que la misma estructura fonética de la palabra contribuye al señalamiento inmediato del espacio denotado: mediante el tránsito quebrado de la apertura vocálica inicial al marcado sonido oclusivo con que irrumpe la sílaba tónica – a-quí – el deíctico proyecta en el plano sensible el anclaje del narrador a la coordenada que le da soporte.
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