En 1860 se producía una tonelada de aluminio al año, en exclusiva para la casa imperial francesa; su uso era artesano y, como queda dicho, casi en su totalidad se empleaba en joyería. En 1882 se había conseguido duplicar la producción hasta dos toneladas. Cuatro años después, en 1886, se descubría su proceso industrial para convertir la bauxita en alúmina y esta, vía electrólisis, en aluminio. Su uso comenzó entonces a generalizarse en otras artes, sin perder, no obstante, su carácter innovador.
En 1900 la producción ya superaba las 6700 toneladas al año y su uso industrial, en aleaciones con otros metales, empezaba a generalizarse. En la actualidad la producción anual de aluminio sobrepasa los 25 000 millones de toneladas.
De hecho, naturaleza es pródiga en aluminio; es el tercer elemento que más abunda en la corteza terrestre, después del oxígeno y el silicio. El 8,3% del peso de la tierra es aluminio. Es tan abundante y económico —ahora que conocemos la fórmula y el proceso para su obtención— que apenas le damos valor alguno, hasta el punto de que a menudo acaba siendo el envoltorio desechable del sándwich de la merienda o la lata del refresco. El valor —y el precio que generan las fuerzas del mercado de la oferta y la demanda— es siempre una función de la escasez; únicamente valoramos aquello que nos falta. La tecnología, en este caso de la electrólisis, genera una abundancia y disponibilidad de aluminio prácticamente infinita.
El 15 de marzo de 2021 la plataforma Netflix emite un documental sobre el último Blockbuster. Situado en Bend, Oregón, un videoclub llamado Pacific Video Store abierto en 1992, afiliado a la mayor franquicia de videoclubs desde el año 2000, se convierte en un lugar de culto, casi de peregrinación, último vestigio de una industria y una tecnología que habían dominado el entretenimiento audiovisual durante tres décadas.
A mediados de los años 70 una nueva tecnología ha revolucionado el mundo. El videocasete, que ofrece la posibilidad de consumir películas en casa sin tener que acudir a una sala de cine o estar pendiente de la programación de la televisión. Nace así el consumo de audiovisuales a voluntad. Además, permite grabar las propias cintas directamente desde la televisión y compartirlas entre particulares. El embrión de la vulneración de los derechos de autor en el mundo del cine, luego conocida como piratería, acaba de germinar y se desarrollará vertiginosamente. Ha sido el primer aviso a la industria de las salas de cine. Las cámaras personales democratizan la producción audiovisual amateur dando origen a otras millonarias industrias como la videoseguridad, el porno y la grabación de vídeos de bodas, bautizos, banquetes y eventos. Videotecas enteras de cintas de video que nunca volverían a visualizarse.
En 1980 el grupo musical Buggles triunfa con su tema Video Killed the Radio Star —El vídeo mató a la estrella de la radio—. Efectivamente, no hay tema musical que no se lance con videoclips de producciones cada vez más elaboradas. En 1982, Michael Jackson con su Thriller eleva el videoclip a la categoría de cortometraje.
Con el auge de la producción de filmes, aparece una nueva modalidad de distribución: el alquiler de películas, y con ello los videoclubs, un negocio que prolifera en cada barrio, en los que a cambio de una cuota mensual es posible alquilar cintas por un tiempo definido, con la promesa de nuevos títulos. Algunos incluso llegan a tener ventanas de servicio 7x24, a modo de los cajeros automáticos de las sucursales bancarias. El pago por uso ha nacido. Los videoclubs abrazan la digitalización y empiezan a transformar sus colecciones de cintas VHS y Betamax en CD —Compact Discs— y DVD —Digital Video Discs—. Incluso una empresa se especializa en la distribución de DVD vía postal: se llama Netflix.
En el mundo de los videoclubs destaca una logomarca azul con letras amarillas: Blockbuster. BlockBuster Video, fundada en 1985 por David Cook, que en la década de los 90, tras ser adquirida por Viacom, llega a aglutinar el 25% de los videoclubs mundiales, con más de 9000 establecimientos en 29 países en 2004.
El 14 de febrero de 2005 Chad Hurdley y Steve Chen quieren compartir unos vídeos de una fiesta en San Francisco, pero son demasiado pesados para adjuntarlos a un email . Diseñan una plataforma y un algoritmo para poder hacerlo. Lo llaman YouTube.
A medida que aumenta exponencialmente el ancho de banda, mejora la velocidad y se reducen los costes de transmisión de datos, avanza la desmaterialización —la capacidad de despegarse de un soporte material—; compartir contenidos de vídeo en formatos MP4, a través de Emule, Torrent, entre particulares empieza a impactar el negocio de los videoclubs. Netflix sustituye el correo postal por la fibra óptica y la banda ancha. El VOD —Video On Demand—, vídeo bajo demanda, ha nacido.
En 2010 Blockbuster Video se declara en bancarrota, con una deuda superior a los 1000 millones de dólares.
El vídeo, la industria que iba a matar a la estrella de la radio y a las salas de cine, ha sucumbido ante el agente de la desmaterialización, la democratización y la desmonetización de la disrupción digital. Las salas de cine y las emisoras de radio todavía gozan de buena salud.
Back to the Future . 2038
El paso de la última ciclogénesis explosiva de final de verano ha sido especialmente dañino para la cubierta de la terraza-invernadero de la casa de Félix. Cada año se repiten estos fenómenos extremos con más frecuencia e intensidad —según explican los modelos matemáticos meteorológicos, por el calentamiento de los océanos y la cantidad de energía calorífica acumulada—.
Félix, a quien le gusta hacer por sí mismo aquello que puede, orgulloso superviviente de aquella generación nacida en el sigo XX en la que, como él dice, «las cosas se arreglaban cuando se estropeaban y no se tiraban sin más solo porque se habían quedado sin pilas», sale a comprar unas láminas de grafeno. En un principio, pensó encargarlas al asistente virtual del servicio exprés de Amazon EnergyHome, pero así aprovecha para salir a que le dé el aire y se acerca al club náutico a revisar los amarres y a recolocar las webcams de seguridad de su velero, que el fuerte temporal ha puesto enfocando en otra dirección, y que están sucias de barro y de lo que parecen excrementos de gaviota. Después de los 4 días que ha permanecido encerrado en casa por el temporal se agradece el aire limpio y con ese olor a «día después de la tormenta» enriquecido en oxígeno.
La pantalla de control de la consola de domótica, un cuadro de mando integral en una pantalla que recoge la información de varios sensores distribuidos por la casa, le señala que al menos media docena de paneles de la cubierta de la terraza no están generando todo su potencial de energía y que los niveles de hidrógeno están bajos, al haber saltado los sistemas de reserva.
—Voy a ir al Energy Center —le comenta a Diana, su mujer— a por láminas de grafeno para el invernadero, y de paso a recargar las botellas de hidrógeno, que están bajas.
—¿Seguro que no tienes láminas de grafeno en el garaje? —le pregunta ella—. Mira que la última vez pediste varios paquetes… ¿No hay en el filtro de la desaladora?
—No creo —contesta Félix—. Se las di a los niños de Yago la última vez que vinieron; las necesitaban para un proyecto escolar.
—¿Que les diste el grafeno a los niños? ¿A quién se le ocurre…? ¡Vaya ocurrencia!
Desde que en el año 2029, desde la aceleradora de innovación de la petroquímica New Materials S.A. aplicaron las patentes del MIT, el uso del grafeno ha empezado a extenderse sin límite a más y más industrias. Pocas veces la idea de liberar unas patentes ha sido tan beneficiosa para el planeta y sus habitantes.
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