El cerebro es un órgano infinitamente complejo que se desarrolla en los seres a través de millones de años en estrecha relación con el ecosistema en el que vivimos, y las tareas que este nos demanda. Algunas zonas de nuestro cerebro se encargan más de procesar lo visual, otras lo auditivo, algunas se encargan de lo analítico y otras de lo emocional. Es importante destacar que, si bien gracias a las neurociencias y otras prácticas científicas hoy podemos comprender –algo– acerca del funcionamiento del cerebro, gran parte del asunto (por ejemplo, ¿en dónde “se aloja” la conciencia?) sigue siendo un misterio. Por ejemplo, durante muchísimo tiempo se suponía que nuestras diversas funciones estaban duramente codificadas en redes neuronales bien delimitadas, esto sería algo así como si cada parte del cerebro tuviera una tarea exclusiva. Más tarde esto se confirmó que no era así, y se descubrió que los niveles de interconexión son millones y muy complejos, por lo que una determinada función suele generarse en una zona del cerebro, pero inmediatamente puede continuar su proceso en otra.
El miedo se activa fundamentalmente en una zona profunda del cerebro que interconecta varios componentes como la corteza sensorial (que interpreta la información sensorial que recibe el cerebro), el hipocampo (que almacena y recupera recuerdos conscientes y además procesa conjuntos de estímulos para establecer el contexto), la amígdala (que juega un rol fundamental en nuestras emociones y determina si las diversas situaciones representan una amenaza o riesgo activando los mecanismos del miedo si así lo considerara) y el hipotálamo que entre otras cosas activa el mecanismo de “congelarnos” o “huir” a través del sistema nervioso autónomo. La naturaleza es muy sabia, y llegó a la conclusión de que frente a un peligro determinado generalmente son tan solo dos las reacciones de supervivencia más efectivas. A veces quedarnos congelados, quietos, inmutables frente a una fiera hace que ella nos pase desapercibido. Otras veces, es mejor huir y de la forma más rápida posible. Desde ya que no todo es blanco o negro. Existen otras posibilidades, como “atacar” o “intentar conciliar” con el enemigo/factor de peligro, pero a los fines practicos de este libro, nos enfocaremos en las dos primeras.
Si viéramos al cerebro como una cebolla, muchos de los elementos relacionados con la activación del miedo se encuentran ubicados en la zona más profunda, por lo cual se cree que están ahí desde que el cerebro era un órgano mucho más básico en los primeros animales. Todos ellos en conjunto se conjugan para generar/gestionar nuestros miedos y a través de ellos, colaborar con nuestra supervivencia. ¿Cómo lo hacen? Interpretando la información sensorial (que llega “desde afuera”, el contexto o “desde adentro” el universo interior) e intentando determinar niveles de peligro. En caso de que un estímulo represente algún tipo de amenaza (por ejemplo, un ruido inesperado en medio de la noche), la amígdala “genera miedo” e inmediatamente el hipotálamo activa el sistema nervioso autónomo a través del cual se manifestarán las reacciones físicas que nos invitarán a quedaremos congelados, o intentar huir.
Para comprender mejor este sistema veamos un ejemplo. Hace algunos miles de años un tatara, tatara, tatarabuelo mío iba caminando por algún valle cuando de pronto se cruza con un lobo; una temible fiera capaz de hacerle mucho daño con un solo mordisco. Al visualizar al animal, la corteza sensorial envía la información a la zona profunda del cerebro, esta inmediatamente determina el nivel de peligro y, en función de ello, se encarga de “generar miedo” para activar el sistema de supervivencia: las pulsaciones se aceleran, la vista se agudiza, siente un temblequeo general, la respiración se hace más corta y todo el cuerpo se prepara para tomar una decisión: congelarse o correr.
La amígdala juega un rol fundamental en todo esto porque es la que se encarga de decidir si estamos en peligro y activar los mecanismos correspondientes. Y gracias a su efectivo funcionamiento es la responsable de que aún estemos aquí y hayamos sobrevivido a las principales catástrofes de la historia del mundo conocido. Ahora bien, podemos comprender que hace miles de años la función de la amígdala era fundamental para nuestra supervivencia, pues vivíamos en constantes oportunidades de encuentro con fieras y otros peligros naturales. Pero hoy, la cosa es bien distinta, ya no hay fieras caminando por las calles sino que los peligros son otros… y eso a la amígdala no le importa demasiado puesto que no es su función determinar si los estímulos son peligros reales a nuestra supervivencia o no. Entonces se nos activa por motivos que quizás no son tan graves, y de manera mucho más frecuente de lo que sería deseable. Hoy se nos puede activar el sistema de “correr” o “congelarnos” en una discusión con otra persona, con la llegada de una carta documento, o con el aviso de que mañana hay examen. Las fieras del siglo XXI no muerden, pero atemorizan de igual manera a los seres humanos.
Las causas que pueden activar nuestro sistema generador de miedos pueden ser muchas, pero a todas ellas las podemos resumir en cuatro grupos:
La incertidumbre: No saber qué sucederá, lo incierto, lo nuevo y todo aquello que viene a romper con nuestras rutinas y nuestros esquemas cotidianos es un gran activador del miedo. ¡El motivo mismo de este libro!
La atención: Cuando algo más pone la atención sobre nosotros, el miedo se activa. Si es un yaguareté, tenemos miedo a morir. Si es un profesor pidiéndonos que respondamos a una pregunta de examen frente a nuestros compañeros, tememos pasar vergüenza.
El cambio: La parte de nosotros que se encarga de “resguardar” nuestro bienestar detesta el cambio. Porque el cambio nos obliga a hacer un esfuerzo, a reacomodarnos, a conectarnos con lo incierto al mismo tiempo que genera una posibilidad de sufrimiento o fracaso.
Lo difícil: Todo aquello que nos supere en nuestras destrezas, o que al menos requiera un poco más de esfuerzo e inteligencia de lo que estamos acostumbrados, nos genera miedo. ¿Y si no somos suficientes? ¿Y si cometemos un error? ¿Y si la situación nos supera?
Estos cuatro vectores son posiblemente capaces de atravesar todos los miedos habidos y por haber. ¡Hagamos un pequeño ejercicio!
Miedo a… |
Incertidumbre |
Atención |
Cambio |
Difícil |
Irme a vivir con mi pareja |
X |
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X |
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Dar un examen |
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X |
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X |
Iniciar un emprendimiento |
X |
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X |
X |
Usar los ascensores |
X |
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Decir en voz alta lo que verdaderamente pensamos |
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X |
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Quedarnos sin dinero |
X |
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X |
X |
La soledad |
X |
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X |
X |
Entonces…
Estamos enamorados de una persona, pero siempre dejamos para después la oportunidad de decírselo a la cara y ocupamos nuestro tiempo haciendo otras cosas (¡corre!).
Vemos que algo no está bien en nuestro lugar de trabajo, pero decidimos quedarnos callados (¡quieto!).
Tenemos una gran idea para desarrollar un emprendimiento, pero optamos por utilizar todo nuestro tiempo libre mirando series y scrolleando en las redes sociales (¡corre!).
Cada uno de estos eventos (y muchísimos otros más) significan una verdadera oportunidad en nuestras vidas, pero también tienen algo de incertidumbre, de atención, de cambio o de dificultad. Y para nuestra amígdala, todo eso se traduce lisa y llanamente en peligro si la información no llega a ella correctamente contextualizada. Corremos o nos quedamos quietos en lugar de hacer frente al asunto.
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