En mi estrecha calle urbana,
de la noche a la mañana,
de la mañana a la noche,
sin odios y sin reproche,
habita un perro, todo, huesos,
que hace del hambre un exceso.
La cola seca y caída.
La mirada descreída.
Marchitas las dos orejas.
Sumido hocico, sin quejas.
Gallardo en su abatimiento,
el corazón sin aliento.
Que sin cesar peregrina
detrás de cualquier vecina.
Y va irredento en su angustia
llevando su sombra mustia,
de árbol a carnicería,
de allí a la panadería.
Jadeando de hambre y sed,
siguiendo a quién no lo ve.
Solo, o en densa jauría,
en la diaria correría
que alborota al vecindario,
sin importar el horario.
¡Ay!... ¡Pobre perro sin casa!...
¿no haber nacido de raza?
Ser un perro distinguido,
con un nombre y un apellido.
Obsecuente con sus amos,
sin gruñidos ni reclamos.
Mezquino con su comida,
pensar tan sólo en su vida.
Como hacen muchos humanos,
mis bien amados hermanos,
que miran horrorizados
si un pobre los ha rozado.
Pero él es un callejero,
(tal vez por aventurero).
Y no finge sus modales
cuando de quicio se sale,
y en cualquier vereda queda
levantando polvareda.
El negro pelo erizado,
tembloroso y mal parado
de desafiar a la muerte
con un igual o más fuerte.
Y a veces... suele mirarnos
(como si deseara hablarnos)
Y en lo hondo de sus pupilas,
una tierna luz titila.
Y entonces suelo pensar:
¿Si El Negro sabrá llorar
a solas su desventura
de desolada criatura?
Pero de algo estoy seguro,
y es que: El Negro, aunque duro
en esta febril partida
de andar peleando a la vida,
se olvida de su dolor
al mirarnos con amor.
Azul, violeta y dorado,
verde, pequeño y audaz,
era un cometa emplumado,
ígneo, eléctrico y fugaz.
Descendió sobre el jardín,
frente al sol crepuscular,
y en su tibia luz carmín
se agitaba si cesar.
Ocultas mieles, bebía
bañado en polvos astrales
y en vuelo recto ascendía,
o en graciosas espirales.
Luego volvía al jardín
para posarse en la rosa,
o brillar entre el jazmín
como una piedra preciosa.
Entonces vibraba el aíre
entre sus alas de seda,
con un rumor fascinante
de cascadas y de selvas.
Y el ave india se elevaba
hacia el sol, iridiscente,
como un lucero con alas,
o una flor fosforescente.
Pero de pronto la luz
fue rota en aquel instante,
la muerte absurda y atroz
quebró la gema del aire.
Y sobre el jazmín perplejo
y la rosa inconsolable,
fue un vacilante reflejo
y un arrebato de sangre.
¡Ay, corazoncito sin luz!
¡Ay, silencio de la tarde!
¡Ay!, estrella!... ¡ay quietud!
¡Ay, la rosa inconsolable!
Azul, violeta y dorado,
verde, pequeño y audaz
era un cometa emplumado,
ígneo, eléctrico y fugaz.
A orillas de una laguna
y en una noche de luna,
Iban la rana y el rano
tomaditos de la mano.
Los dos ¡muy enamorados!
mirábanse embelesados.
Y el rano que era poeta,
cantó a la rana coqueta:
—¡Te quiero por ser tan bella!...
¡Más bella que aquella estrella! —.
Y allí a su amada besó,
cuando ella al cielo miró.
—¡Ay, qué noche tan hermosa! —,
dijo la rana mimosa,
y a su amor se acurrucó,
susurrándole croó- croó.
Cuando una yarará overa
que allí acechaba traicionera
en las sombras enroscada,
clavó en ella su mirada.
Y sin más se abalanzó,
y por el aire voló,
como una flecha de luna
a orillas de la laguna,
al momento del abrazo,
segura de su zarpazo,
mostrando sus fieros dientes
como agujas relucientes.
Sin saber, (supongo yo),
que al momento en que atacó
oculta entre la gramilla,
no estaba sola en la orilla.
Dos ojos que allí brillaban
y la escena contemplaban,
seguían sus movimientos
sin parpadear, ¡muy atentos!
Pues recostado en la arena
el que seguía la escena,
era un yacaré bravío
que llegó vadeando el río.
y lo que luego ocurrió,
es, tal hoy lo cuento yo:
el caimán su boca abrió
y allí a la arpía atrapó,
después aquel yacaré,
masticándola se fue,
como si fuera un manjar,
a la clara luz lunar.
Todo ocurrió tan de prisa,
como si fuera una brisa
que pasó y nadie advirtió,
excepto, la luna y yo.
Y los dos enamorados,
se alejaron muy confiados,
sin enterarse siquiera
de aquella víbora overa,
ya que un amor verdadero,
no teme a bicho rastrero,
ni a alimaña ponzoñosa,
y es, una abstracción gozosa.
Allá en el río que lejos,
al crepúsculo bermejo,
rizado de sol y espuma
y bramando como un puma
desciende hacia la llanura
entre la verde espesura,
un pececito moreno,
tan moreno como el cieno
en que crecen las totoras,
pasaba todas sus horas
mirando la verde orilla
tapizada de gramillas.
Una paloma viajera
que así del aire lo viera,
en la orilla se posó
y curiosa preguntó:
—Dime, ¿qué miras, hermano?
¿Acaso ves un gusano
oculto entre la gramilla
que desciende de la orilla? —.
Y entonces el pez repuso
entre turbado y confuso:
—¡Oh!, no, mi amada señora,
aquí me paso las horas
mirando la verde orilla
y soñando maravillas.—.
—¡Hay jovencito te pierdes
de tanto mirar el verde!
¿No será que te conviene
mirar lo mucho que tienes,
en vez de soñar en vano
con algo incierto y lejano?
¡Desprecias todo por nada! —
dijo la dama emplumada.
Y el pez la miró muy hondo
con esos ojos redondos
que miran sin parpadear,
pero que saben mirar,
al tiempo que respondió:
—Lo mucho que Dios me dio
yo no desprecio, señora,
y si así paso las horas
entregado a mis ensueños
en este mundo pequeño
que me ha tocado habitar,
¿a quién le puede importar?
Si mi vida es ¡tan sencilla
que todo me maravilla!
Y aunque de nada soy dueño
y sean los sueños, sueños,
a mí me gusta soñar
¡y a nadie suelo dañar!
Y estoy pensando al mirar,
que un día podré volar
más allá de la gramilla.
¡Y será de maravillas
elevarme en raudo vuelo,
tocar las nubes, el cielo,
las estrellas una a una!
Y en un rayito de luna,
bajo la noche callada,
como un ave constelada
y empapado de rocío
volver a mi amado río,
a las cosas cotidianas
como todas las mañanas.
Esa es toda mi ilusión,
mas los sueños, sueños son
y yo, sólo un soñador,
para el mundo, un perdedor —.
Y aquella dama viajera,
tan escéptica y sincera,
mirando al moreno pez
dijo: —Quién sueña tal vez
llegue a ser un perdedor,
pero soñar es mejor
que vivir sin ilusión
y sentir el corazón
tan marchito y desolado
como un niño abandonado.
Si es esta vida ¡tan breve!
¡ay! de aquel que no se atreve
en su existencia sencilla
a soñar con maravillas.
Si un sueño es la misma vida,
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