La ensalada de zanahoria rallada y tomate que mamá le daba antes del almuerzo era la ceremonia que indicaba cada día que mamá seguía siendo solo suya, aunque fuese por ese instante íntimo, cómplice…
El almuerzo era una fiesta diaria. Lo mejor de todo era la comida de mamá. Todo muy lindo y hasta algo apresurado a veces, ya que sus hermanos, los invasores, se iban a la escuela y, justamente por eso, debían almorzar bien temprano.
Pero al fin llegaba la siesta: era el momento perfecto: sentado en la falda de mamá mirando la tele.
Reinaba el silencio alrededor, el mundo se detenía para hacer de esa ceremonia el momento más sublime del día. Quizás se dormía embriagado por el perfume de mamá, quizás permanecía despierto para contemplar el cielo en vivo y en directo. Joan Gael y mamá, una sola alma, un solo corazón latiendo al unísono.
De pronto, como para terminar de endulzar la siesta:
—”Está por llegar tu papá”. Y esa era la frase que activaba la segunda parte de la fiesta cotidiana. Papá llegaba del trabajo y, de pronto, mágicamente, tenía solo para él a sus dos papás sin nadie para compartirlos, sin ningún invasor o ladrón de atenciones. Papá también era solo de su propiedad, aunque fuese por un rato.
Él era el hombre fuerte, el superhéroe, quien podía hacer todo, el que cuidaba de todos, ese al que el amor que nos tenía lo hacía jugar y reír, el que solo con mirarlos sabía expresar si estaba cansado o si había tenido un día malo en el trabajo, pero a pesar de ese cansancio, siempre tenía amor a manos llenas para dar.
Hermoso momento el de la siesta: mamá, papá y Joan Gael, otra joya invaluable que quedaría en la memoria.
Así también las tardes tenían una perfecta conjunción entre nostalgia y magia. Caminar de la mano de papá o de mamá hasta la ruta a esperar a los hermanos que llegaban de la escuela. Tardecitas de sol, olor a primavera eterna.
—“Llegaron los chicos del coleeeee, vamos a tomar la leche y a jugar”.
Los días siguientes llegaron con mucha paz: a veces muchos juegos con sus hermanos y a veces muy solitario, esa soledad que por momentos, aunque prematuramente, le producía una rara sensación que no le gustaba mucho, que lo ponía algo triste y que lo hacía ingresar sin querer a su mundo privado, su propio yo, su encuentro consigo mismo. Allí era definitivamente el rey, monarca absoluto de sus sueños, sus deseos y sus juegos.
Fue precisamente en esos momentos de soledad que de pronto aparecía un amigo incondicional, totalmente disponible para él, en el momento que fuese, en cualquier lugar y de la manera que lo requiriera, el amigo perfecto. No sé si seré tan perfecto, pero humildemente soy un ángel, ja, y a mi asignado Gaelito lo tenía que cuidar, guiar y acompañar. Es que a veces estaba muy solo y era muy chico para sentirse abandonado.
Su piel trigueña a veces era motivo de alguna broma, que con el amor más grande y la más dulce de las intenciones su papá o mamá le hacían.
—A Bella la encontramos en un sachet de leche, a Tony lo encontramos en una bolsa de pan, y a Gaelito, el negrito, lo encontramos en un baldío, adentro de una bolsa de carbón, tirado en un rincón.
Nadie se imaginaba que con estos chistes Gaelito se sentía como de afuera: el negrito, el feíto, el que habían encontrado en un baldío. ¡Qué horror!
Gael: –¡Con razón mis hermanos no quieren estar tanto tiempo conmigo!
Quizás en su interior había comenzado a pensar que todo el mundo lo había abandonado, y lo peor de todo era que se sentía culpable. Era el único responsable de que los demás no quisieran jugar con él.
“Abandono” y “culpa” eran dos palabras muy frías y extremadamente grandes para alojarse en el corazón de un niño tan pequeño.
Todo esto se convirtió en una sensación permanente que lentamente fue fabricando una coraza, una armadura que iría aislando a Gaelito como si se sintiera atacado, como si tuviera que defenderse por el solo hecho de ser negrito. Capaz la vida no era tan linda como él creía: su mamá Aída lo había hecho salir al mundo antes de tiempo, su papá Rocco lo había encontrado en un baldío y sus hermanos Bella y Tony no querían jugar con él porque era negrito.
Al menos su amigo imaginario, o no tanto, –o sea yo, su ángel guardián– era la única esperanza de sentirse bien, pero de todos modos tenía que encontrar la manera de que lo quisieran. ¡Por dios, qué desafío!
Esfuerzo, trabajo, sacrificio y entrega se conjugaron para que papá y mamá, después de un tiempo, llegaran a ser propietarios. Al fin una casa propia, la felicidad era absoluta y se revolucionaría la familia con tan tremendo acontecimiento. Tenía tan solo cuatro años cuando papá y mamá por fin dijeron las palabras tan ansiadas:
—¡Nos mudamos a una casa nueva!
La imaginación de Gaelito quedó envuelta en mil preguntas: ¿cómo sería esto de cambio de casa?, ¿tendré amiguitos para jugar?, ¿tendré lugar para mis cosas?, ¿quedará muy lejos?
Un mundo nuevo se presentaba: la casa era mucho más grande y además había un cuarto para compartir solo con su hermano Tony, aunque él seguiría siendo mayor y seguramente no tendría tiempo ni ganas de jugar con él.
Apenas llegaron al nuevo barrio, Tony y su destreza deportiva se hicieron amigos de un montón de chicos: partidos de fútbol, tardes de jugar a la escondida, carreras de bicicletas, el juego de las etiquetas… ¡Qué lindo bullicio y qué lejano era para Gaelito todo aquello! Como era muy chico y tenía la salud muy frágil, no salía a jugar con Tony y tampoco tenía amiguitos de su edad. Además, tampoco Tony lo invitaba. Sus amigos eran solo suyos.
De todos modos, la televisión le daría color a su aburrimiento.
Bella también se hizo popular a una velocidad increíble: tenía quince flamantes años y vivía rodeada de amigos. Ya no podía jugar con Gaelito, tampoco tenía tiempo.
Providencialmente llegó el momento de comenzar a ir a la escuela. El jardín de infantes traería consigo un gran desafío: relacionarse con niños de su misma edad, quizás hasta tendría amigos para jugar.
El primer día de clases fue muy movilizador: Gaelito comenzaba una nueva etapa, el viaje de ida más largo. Ese era el momento de comenzar a despegarse de sus cosas para empezar a ser él mismo, ¿pero cómo hacerlo si mamá le había bordado la bolsita con su primer nombre “Joan”? Entonces en su casa, en su barrio y para todos sus parientes era Gael, pero para la escuela y los nuevos amiguitos sería Joan.
¿Tendría que ser Joan diferente a Gael? ¿Cuál sería mejor que el otro?
Mmm, me parece que esto se estaba complicando.
Obviamente, las recomendaciones para portarse bien y ser el mejor alumno estaban de más, ya que Joan era “el niño más bueno del mundo”, nunca haría renegar a nadie (palabras de mamá y de papá).
Gael: –Pero la señorita Estela no sabe que también soy Gael, ¿cómo haré para ser yo mismo si casi nadie me conoce como Joan?
¿Acaso Gael era el que era y Joan era el que debía ser?
Capaz que Joan debía ser mejor, correcto, educado, inteligente, sin hacer rabiar a nadie, siempre complaciente, incluso a costa de su propio bienestar.
Читать дальше