Sólo habían pasado ocho meses… Esta vida comenzó apurada.
Con algunas complicaciones y después de un mes de incubadora, Gael decidió quedarse en este mundo. Aparentemente, y por lo que me dijo el de arriba, iba a dar una misión como a tantos otros, pero en este caso yo tendría que poner empeño en mi trabajo para también sostener a Gael, ya que su vida tendría aristas algo duras para los días que vendrían.
Hermoso bebé con manitos de algodón y mejillas de durazno; ojos curiosos buscando su confortable mundo, ahora en otro espacio, pidiendo y dando todo a la vez. Pequeñas manitos gigantes repletas de amor. Frágil como un capullo de algodón, pero fuerte como un conquistador, que con solo una mirada o un pequeño sollozo podía tener el mundo a sus pies. Había llegado desde el amor más profundo y traía alas para todas las almas que lo quisieran bien.
La casa tenía otra luz, otro color, otro sonido. Los angelitos bailaban otra danza. Mamá y papá lo sostenían siempre en sus cálidos brazos de amor.
Tenía que poner lo mejor de mí para acompañar a ese niño al que todo el mundo le había dado implícitamente el título de “REY DE LA CASA”.
En mi alma daban vueltas las preguntas que hasta el día de hoy subsisten: ¿sería Gael alguna vez el rey de la casa? ¿Llegaría a ser verdaderamente el rey de su vida? ¿Cuál sería la misión que Gael tendría que cumplir? ¿Cuáles serían sus miedos, sus dudas, sus obstáculos? ¿Cuánta sería la fuerza para poder vencerlos? ¿Tendría espíritu de luchador? ¿Tendría espíritu de soñador? ¿De bohemio? ¿Estaría destinado a ser feliz o sería su vida una permanente búsqueda de esa felicidad? ¿Qué caminos transitaría? ¿Tendría claridad y firmeza para tomar decisiones?
¿Cuánto amor sembraría para tener una buena cosecha? ¿Sería una persona solitaria o estaría siempre acompañado? ¿Tendría la capacidad de aprender del sufrimiento o sufriría por no tener la capacidad de aprender de los acontecimientos de esa vida?
Fueron tantas preguntas, sin pensar, una tras otra, pero en realidad me di cuenta de que a las respuestas las daría él mismo con el paso del tiempo, aprendiendo a ser cada día mejor persona, poniendo lo mejor de sí mismo, creciendo, sufriendo, amando…
En el seno de una familia humilde comenzó a moldearse este nuevo ser.
Con sus manos de artesana de la vida, mamá le fue dando todo y mucho más:
abrigándolo en la inmensidad de su corazón, velando su sueño e iluminándolo con la luz de sus ojos, con su alma hecha caricias, con todos esos besos que nunca se guardó.
Ahí estaba mamá con su bebé, envuelto en el calor de su ternura, con todos los mimos para él, procurando que no le faltara nunca nada y, más aún, teniendo en cuenta que la vida de Gaelito estaba frágil. Pobrecito Gaelito, nació débil, muy chiquitito, era prematuro, había nacido antes de tiempo, necesitaba todos los cuidados. Para colmo, Aída y Rocco ya habían perdido un bebé, por lo cual ante lo mínimo ya se asustaban o le propiciaban a Gaelito todos los cuidados que creían que necesitaba, y los que no, también.
—A veces los padres, sin querer, hacen de sus hijos seres demasiado frágiles, débiles y hasta cómodos. Se les da todo servido porque lo necesitaron en algún momento de sus vidas, pero lamentablemente eso se hace hábito y es así que después los niños quedan protegidos o, mejor dicho, refugiados en sus propios miedos y comodidades”. Los cuidados excesivos son a veces dañinos para la vida futura: es como tener una planta a la cual se ama y se cuida con demasiada dedicación y, esperando que florezca acorde a esos cuidados, si la regamos diariamente no significa que la flor nacerá más rápido, todo lo contrario, si le agregamos agua todos los días es muy posible que la planta se pudra y se pierda.
Los cuidados que recibía Gaelito eran por momentos hasta excesivos. Lo que pasaba es que no solo era débil, si no que cargaba con todo el miedo de sus padres por la pérdida de su hermanito. En cierto modo le daban a él los cuidados que no habían podido darle a su otro Gaelito.
Con la mejor intención de honrar la memoria de un hijo fallecido, los papás no habían tenido mejor idea que ponerle su nombre al nuevo bebé: Gael era el destinatario de tremendo honor, portador de una gran mochila o carga emocional que le habían colocado sobre su espalda, portador de un nombre que estaba destinado a otra alma. Su vida, nunca sería suya, como si vivir fuera el mayor desafío, como si ser él mismo y tener su propia identidad fuera la promesa de una búsqueda incansable, como si ser el protagonista de su propia vida no estuviese escrito en ningún libro. Todo se presentaba como que la vida más que vida sería un desafío, pero él ya estaba entre nosotros.
El paso del tiempo se encargaría de hacerle saber lo necesario para sentirse vivo.
La primera señal de que Gael sería alguien distinto fue su rotunda negación a tomar la leche materna: nunca quiso tomar la teta.
Acaso sería que, desde el primer aliento de su vida, él sabía que tendría que pelear por ser él mismo y no su hermanito fallecido. Acaso sería el enorme enojo que le había provocado su salida prematura a este mundo hostil.
Gael: –¿por qué no quisiste que me quedara viviendo con vos, mamá? Si estábamos tan bien los dos, tranquilos y sin disturbios, ¿pero cómo puede pasar esto? Si no habia más nadie que me quitara el privilegio de que fueses solo mi mamá.
Yo no quería salir y me sacaste, no tendrías que haberte asustado, mamá, si accidentes hay todos los días. Ufaaaaa, ahora yo no quiero la teta.
Batalla tras batalla libraba Joan Gael con la teta de mamá, una y otra vez el hambre se hacía sentir, pero su enojo era más grande. Y así pasó el tiempo y nunca tomó la leche de mamá.
Días, noches, juegos, risas y una infancia hasta ahora soñada le daban a Gael la tranquilidad de que la vida era linda, o al menos la idea de que valía la pena estar de este lado, ya que podría llegar a ser muy feliz y podría llegar a hacer cosas impensadas.
¿Sería una promesa o un anhelo que, cual motor, le daría fuerza para caminar siempre hacia delante?
La vida misma lo había recibido con las manos frías, seguramente habría que ir haciendo ajustes, cambios para adaptarse, para sentirse vivo, para que vivir no doliera tanto.
Tenía dos hermanos: la mayor era Bella: hermosa y agraciada, con la piel blanca como las alas de un ángel, con la mirada tan limpia como un día diáfano de primavera, muy alta, tan alta que Gael la miraba desde abajo. La dulzura de mamá la había alcanzado también a ella, quien también cuidaba de Gaelito como su juguete más preciado.
El hermano del medio se llamaba Tony: demasiado independiente, lo suficiente como para no tener que ser tan amable con Gaelito, el cual era pequeño y por ahí tener que cuidarlo era una carga,: “Que se arregle Bella, para eso es mujer”.
El sol de la mañana nunca fue tan cálido como las caricias de mamá al despertar a Gaelito. Sus mimos endulzaban el café con leche. Mirarla a mamá en su actividad matinal era un regalo para el alma. Ella hacía todo con tanto amor…: limpiaba la casa, tendía las camas y, después de un rato, la salida en equipo para hacer las compras, solo los dos, ¡qué equipo!
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