Marco Antonio García Falcón - París personal
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–No sé; me gusta hacer maquetas de casas antiguas o de miradores... Pero en el fondo espero perfeccionar algún día un aparato con el que pueda ver un ángel.
–¿Un ángel?
Sus enormes ojos se iluminaron.
–Sí, es posible; aunque no de la manera en que piensas. Son, en realidad, fotones de luz.
No parecía bromear. Me habló entusiasmada de la teoría de un físico alemán y de varios artículos científicos que había leído al respecto: los seres alados, me explicaba moviendo sus hermosas manos, estaban hechos de partículas y corpúsculos de energía electromagnética dispersos en el aire; eran, en pocas palabras, fenómenos físicos tan registrables como el clima o el movimiento de los planetas. Cortésmente incrédulo, le dije que también me interesaban las construcciones antiguas y que conocía unas muy raras en el barrio del Marais. Quedamos en ir para allá al terminar la siguiente clase del viejo Lacroix.
Aquella mañana soplaba un viento fuerte como solo sopla en París, con una humedad maligna que se empozaba en los zapatos y se filtraba por nuestros abrigos. Céline casi me arrastraba por las callecitas desiertas. Estaba maravillada con los pequeños rostros que adornaban los frontispicios de los caserones arrasados por la intemperie y la lluvia. Cogía su fotómetro (así llamaba a una suerte de caleidoscopio artesanal) mientras me hablaba de fantasmas, de duendes y náyades que había visto por primera vez cuando niña y que ahora seguía viendo en sueños. Su voz extrañísima transformaba esos lugares desencantados en sitios mágicos. Yo la escuchaba con atontada admiración mientras se trepaba descalza a los árboles más altos o a las fuentes resbalosas de moho, buscando el ángulo preciso en que la luz turbia del mediodía le permitiera captar algún fotón de un ángel desprevenido.
Así empezamos a andar sin pensarlo por un París secreto y entrañabilísimo. Redescubríamos un cielo distinto desde la cúpula de la iglesia de Saint-Pierre de Montmartre, nos metíamos a las galerías cubiertas, seguíamos el reflejo esquivo de las aguas del Pont Neuf hasta perdernos por los recovecos más recónditos del Barrio Latino: caminábamos por el puro placer de caminar. De noche, cuando Madame Canivet dormía, regresábamos a la buhardilla de la escuela y nos quedábamos hasta muy tarde comentando nuestros hallazgos. En esas horas una Céline con el cabello recogido sobre la cabeza me contaba de su infancia en un pueblito perdido de Chátellerault, al que asociaba con la imagen de su padre tempranamente muerto en los tiempos de la Segunda Guerra. En esas horas las palabras cedían con facilidad al encuentro de nuestros cuerpos, impulsados por la oscuridad y apenas complicados por la estrechez del cuarto atiborrado de cartones, alambres y láminas.
A menudo el trémulo fulgor de un crepúsculo gris nos sorprendía. Céline se preguntaba entonces por los colores del cielo y caminaba intrigada hacia el ventanuco: el cabello revuelto, la sedosa piel traslúcida, las delicadas costillas pronunciándose en la espalda desnuda con los trancos lentos y menudos. Una imagen de maravilla que mis compañeros y yo, con nuestros pobres bocetos, cada lunes, tratábamos en vano de reproducir sobre el canson.
Céline ciertamente tenía el cuerpo de una adolescente, pero su verdadero encanto estaba en su inocencia. Y no me equivoco al decir inocencia, esa posibilidad de contacto inicial con las cosas que nos hace ver el mundo de una manera irrepetible y que poco tiene que ver con la ingenuidad. Su manera de relacionarse con el mundo o, mejor dicho, su manera tan despreocupada de no estar en él, la hacía actuar con una especie de alegre temeridad. Yo trataba de seguirla en todo, contagiado como estaba con su alborozo, pero cuando noté que Madame Canivet empezaba a mirar mis visitas a la buhardilla con cierto recelo, le propuse que mejor nos encontráramos en otro lado. Nunca planeábamos nuestros encuentros, a pesar de que no nos veíamos seguido; a veces la veía echada en el jardín a la salida de una clase o ella me encontraba sentado en una banca del patio y nos poníamos uno al lado del otro a mirar a la gente en silencio; a veces nos cogía una lluvia súbita y de inmediato corríamos a guarecernos bajo el arco de los soportales huyendo de los densos nubarrones. Recuerdo que una tarde lluviosa pasó cerca de nosotros el viejo Lacroix y al vernos juntos recitó unos versos en tono cómplice y encendido pero con voz tan baja que no pudimos identificarlos. Ahora Céline había escogido el mirador para mostrarme las nuevas modificaciones de su caleidoscopio. En lo alto de ese cuarto aún más reducido, oloroso a madera húmeda y desde donde se veía todo París, ella me señalaba con devoción el celaje de ángeles invisibles mientras yo me atenía a lo que para mí era la única magia existente: su pequeño y cálido cuerpo.
Fue por esos días de nuestros casi silenciosos encuentros en el mirador que al viejo Lacroix lo invitaron a viajar a Londres. La Royal Academy quería tenerlo como invitado en la muestra anual de jóvenes artistas recién egresados. El viejo, a quien no le gustaba abandonar por nada del mundo el dictado, y menos aún su incómoda pieza de soltero en el hotelito del pasaje Sommeil (al cual solía llamar con buen humor «la alcantarilla»), pretextó su dificultad con el manejo del inglés, además de los achaques de la edad. No era la primera vez que le escuchábamos una excusa así. Como yo había vivido algunos meses allá, me ofrecí a acompañarlo y a servirle de traductor, de manera que no tuviera cómo negarse; por lo demás, Beauchamp alentaba cualquier tipo de reconocimiento a los profesores con tal de que no le representara ningún gasto extra. Viajamos en ferry una mañana de lluvias sesgadas que parecía la más fría de ese invierno cruel. Londres se alargaba entre brumas por la ventanilla empañada. Tan pronto como llegamos a la galería principal de la Royal Academy of Arts nos acogió una nube de prestigiosos pintores y críticos de arte, sumamente atentos a las prometidas innovaciones de la exposición, aunque esta resultó ser más bien un espectáculo aburrido y desolador: instalaciones aparatosas, bocas y manos anhelantes del vino celebratorio, lienzos de gran formato llenos de imágenes desencantadas, grotescas y estridentes, como si a esos engañados muchachitos británicos les fuera imposible concebir que la esencialidad de las cosas puede capturarse en un solo trazo.
Con desgano aceptamos quedarnos otro día para la inauguración de la sala de esculturas, que contaba con algunos nombres conocidos. Era más de lo mismo, salvo que a la espectacularidad de los trabajos se agregaban el extravío formal y el mal gusto en todas sus variantes. Afortunadamente, el rotundo fiasco de la muestra no logró afectarme como en otras oportunidades (antes me hubiera indignado y hasta enfurecido); ni siquiera lamenté haber hecho el viaje, pues la conversación y los irónicos comentarios del viejo Lacroix bien valían la pena. «Estos chicos», carraspeó a modo de resumen hacia el final del recorrido, «prueban que en estos tiempos la idea de arte no ha hecho sino degenerar». Saber, además, que una Céline distante e impermeable a la realidad me esperaba en París, escudriñando hora tras hora el cielo desde el mirador, con su fotómetro en la mano y ese gesto de loca enamorada del aire, era como un bálsamo contra tanta insensibilidad, una forma segura y enternecida de devolverme a ese estado de gracia del que me había momentáneamente separado.
Pero a nuestro regreso (a fuerza de no ser descorteses, estuvimos en Londres dos días y medio) nos sorprendió encontrar las aulas cerradas y todas las clases suspendidas, y no precisamente por la amenaza de una terrible borrasca anunciada varias semanas atrás. Entre confuso y resignado, fumando a la entrada del cafetín, Mauricio nos contó lo que pasaba: un grupo de contadores y auditores estatales había asumido temporalmente la dirección para evaluar el manejo de la escuela. Beauchamp, tal como sospechábamos los alumnos desde siempre, había malgastado por años los fondos del fisco y para excusarse del desbalance acusaba a los empleados menos antiguos del robo de dinero. La pobre Madame Canivet, aterrada por la mentira, no había atinado sino a huir con Céline a su pueblito de Chátellerault.
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