Hay algo romántico y bello en el azar característico del mundo de los encuentros. Algo de infancia: el niño que juega con las olas, el viajero sin mapa, la aventura, la experimentación. Recojo un fruto y lo llevo a mi boca, bebo del manantial. Sin embargo, se trata de un mundo terrible. A lo largo de sus apasionantes clases sobre Spinoza, dictadas a principios de la década de los ochenta en la Universidad de París 8, Deleuze describe con cuidado este ámbito. Los ejemplos suelen ser bastante trágicos o patéticos: la caída del paraíso (Dios no condena a Adán por haber incumplido una prohibición, sino que Adán es como un niño que confunde la ley moral con la ley natural; Dios es como un padre que le avisa a Adán que comer la manzana disminuiría su capacidad de actuar –indigestión, envenenamiento–, y Adán la come igual en un tonto desafío, como un niño que mete los dedos en el enchufe; la manzana no compone con su cuerpo, enferma, su capacidad de actuar disminuye: la caída );(28) la lucha entre un hombre y un perro por un pedazo de paté (“el perro me patea, yo lo muerdo, una situación lamentable”);(29) la escena del infierno de Dante donde los condenados se retuercen sobre al barro. Dios juega a los dados; quizás esté a mi favor, nos decimos; pero en esta lotería en general nos salen los peores números (porque los dados están socialmente cargados, pero también porque el azar es traicionero). “Si tomamos en la naturaleza inmensa un cuerpo preciso –solo y desnudo– hay evidentemente muchos menos cuerpos cuyas relaciones se componen con las nuestras que cuerpos cuyas relaciones no convienen con las nuestras”.(30)
Individuos solos y desnudos luchando por sus pellejos en el medio de una naturaleza hostil a su perserverancia (todas las fuerzas que se oponen a que esto que somos continúe). Se trata del atomismo social, que tiene su correlato físico y, sobre todo, ontológico. Es el plano de las multiplicidades extensivas. Son partes extrínsecas unas a otras; términos que se suponen anteriores a las relaciones en las que entran. Se desplazan en un espacio homogéneo, y recorren un tiempo constante, en línea recta. Son perfectamente medibles y comparables. Los conglomerados que forman a gran escala se dividen sin cambiar de naturaleza. Es la imagen del sentido común del espacio y la determinación de lo real. De allí la pregnancia del liberalismo en la esfera pública: primero el yo, luego el nosotros. Sin embargo, como ya lo advertía Marx, se trata de robinsonadas e imaginaciones desprovistas de fantasía : “Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo –y por consiguiente también el individuo productor– como dependiente y formando parte de un todo mayor”.(31) El filósofo argentino Jorge Dotti destaca con agudeza la dimensión ontológica de este diagnóstico social del autor de El capital cuando subraya la “absurdidad histórica, antropológica, psicosocial, sociológica, y filosófica –salvo para los seguidores de la metafísica liberal– de las robinsonadas ”.(32)
Ahora bien, lo absurdo es la creencia en que el plano extensivo puede ser suficiente; lo absurdo es afirmar que Robinson está empezando de cero su construcción social y subjetiva en la isla. No es absurda la existencia y la experiencia de un plano extensivo. Esta madera que puedo medir, cortar para tener dos trozos equivalentes, arrojar al fuego para calentarme con su combustión o arrebatar el asado, existe plenamente. También mi cuerpo y mi subjetividad. También el ciudadano, el consumidor, el trabajador y el actor del mercado. No se niega su existencia. La cuestión es que no existen por sí mismas, y que no pueden dar cuenta de las relaciones en las cuales entran sino que, por el contrario, son esas relaciones la que los constituyen. Los encuentros responden a leyes de composición . Ciertos encuentros son buenos, ciertos encuentros son malos, dependiendo de las relaciones características de cada cuerpo y las leyes de composición a las que responden. Son las leyes sociales, las leyes de la naturaleza, las leyes de la afección. Incluso en el plano extensivo, los individuos (humanos y no-humanos) están lanzados a esas leyes.
En el estado de naturaleza, todo es azar y fortuna para mí, para ese niño que juega con las olas, para ese pedazo de paté por el que combato contra el perro, para el oficinista cansado que recorre las góndolas del supermercado escuchando chirriar las ruedas del changuito. Aturdidos y abombados, podemos sin embargo efectuar una sabiduría rudimentaria. Muy rudimentaria. Fruto del ensayo y error. Parece poca cosa, pero la precaria sabiduría de apartarnos de lo que es malo para nosotros es muchas veces difícil de aplicar. Eludir ciertos males mortales (el arsénico, las caídas desde alturas elevadas, algunas baladas musicales), buscar a tientas, torpemente, aquello que nos conviene (agua fresca, pequeña cuesta abajo, algunas baladas musicales) es un paso cuya importancia no debe descuidarse, porque solemos persistir en que las cosas dejen de entristecernos mágicamente. Hay que apartarse, hay que buscar. Reptando, aunque más no sea. Podemos conocer aquellos cuerpos que nos afectan de tristeza o alegría. Poco a poco. Al menos como el condenado que se retuerce en el barro, protegiéndose de la lluvia, condenando un lado del cuerpo para salvar fugazmente al otro.
Podemos también dar un paso más allá, sin abandonar aún el estado de naturaleza. No hace falta golpearse, darse de bruces, estallar; podemos anticiparnos. Algunas relaciones pueden aprenderse, algunas composiciones descubrirse. Sin abandonar el plano extensivo , se puede adquirir un conocimiento, una ciencia, un arte y un ejercicio. A esa sabiduría Deleuze la llama, siguiendo a Spinoza, una ética, mientras reserva la palabra moral para la supuesta sabiduría que consiste en juzgar lo que pasa en el mundo según un criterio trascendente (Dios, la Justicia, el Bien, el Deber, el Valor).(33) Aprender a nadar, por ejemplo, es aprender a componer nuestras relaciones con las del agua, por naturaleza incomposibles. Todos los deportes implican este tipo de sabiduría: la relación del pie con la pelota en el fútbol; de nuestro cuerpo con el del adversario en las artes marciales; de las yemas de nuestros dedos y la empuñadura del florete en la esgrima; de nuestros brazos y el océano en el surf (“como un pez una aleta, nosotros el mar”).(34) Las palabras buscan las relaciones que convienen en la literatura, las imágenes en el cine, las notas en la música, las figuras en la danza. Los elementos encuentran sus afinidades electivas en la química y en las grandes recetas de cocina; los cuerpos en la física; los seres vivos revelan sus relaciones características en las ciencias naturales. Las máquinas mecánicas, térmicas y cibernéticas encuentran mágicas relaciones entre partes y asimetrías energéticas que mueven el mundo. La política revela sin cesar las formas en que los seres humanos se relacionan entre sí, cómo las conductas se modifican, y cómo se puede buscar el bien común (o el desastre universal).
Podemos anticipar, aprender, adaptar, transformar, mutar. Hay sin embargo ciertas leyes de la naturaleza con las que no hay negociación posible, ciertos movimientos que no podemos alcanzar, ciertas velocidades que nos son inasequibles. Quizás la más terrible de las leyes de la naturaleza sea la termodinámica; particularmente la que afirma el inexorable crecimiento de la entropía, según la cual la energía tiende a agotarse y las diferencias a anularse.(35) Deleuze insiste mucho sobre la entropía, como una flecha del tiempo va de lo más diferenciado a lo menos diferenciado, y hace que el futuro solo anuncie nuestra muerte, y la del universo todo. La extensión se transforma así es una carrera apocalíptica. No hay nada que podamos hacer frente a lo intolerable. Hay también momentos en que las leyes cambian, a veces ligeramente, a veces radicalmente (esto es difícil de concebir, controversial, quizás incluso un dislate en lo que respecta a las “leyes de la naturaleza”, pero habitual en el arte, el deporte, la filosofía y la política, donde las reglas del juego y el límite de lo aceptable varían periódicamente). Ante esas leyes que nos oprimen con su inexorabilidad intolerable, y esos cambios que hacen que se mueva la tierra bajo nuestros pies, todo nuestro esfuerzo, toda nuestro aprendizaje, toda nuestra ética, parecen de pronto no valer nada en absoluto. A menos que existan otras dimensiones de la ontología deleuziana.
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