Necesitamos la inmanencia para dar cuenta de todo aquello de lo que debemos dar cuenta; para pensar lo que es necesario pensar. Necesitamos, al mismo tiempo, lo que fluye y lo estable, los rizomas y los individuos, y necesitamos tan rápido como podamos ir incluso más allá, y comprender que la inmanencia no conecta solo dos planos, sino una multiplicidad, siempre más planos de los que consideramos cada vez. Se trata siempre de n planos. A pesar de ello, a pesar de que se trata siempre de n planos, empezamos este ESTUDIO PRELIMINAR como si los planos fueran solo dos: lo que fluye y lo que permanece. En su faz quizás más pedagógica, Deleuze mismo lo hace frecuentemente (empezar con dos, establecer parejas, binomios de conceptos, “para comprender algo hay que partir de los dualismos más simples”).(5) Es odiosa la máquina binaria (y su contraparte necesaria la “doble pinza” [ double bind ] , la langosta de dos pinzas que nos tritura de un lado o del otro; no hay escapatoria, morir por la horca o en la silla eléctrica); es odiosa y la raíz de tantísimos males (¿sos hombre o sos mujer?, ¿estás vivo o muerto?, ¿sos padre o hijo?, ¿querés más a tu mamá o a tu papá?, ¿estás en casa o en la escuela?, ¿estás triste o contento?, ¿civilización o barbarie?, ¿estás o no enamorado?, ¿querés o no disfrutar esta fiesta?).(6) Pero no hay que asustarse, no hay que indignarse; está muy bien empezar con dos, como en los malabares, siempre que recordemos que estamos solamente aprendiendo, familiarizándonos con las bolas, las clavas o los machetes de fuego; que no serán realmente malabares hasta que sean al menos tres, en realidad cuatro, cinco… n dimensiones ardientes danzando en la noche de nuestro cerebro. Empezamos como si fueran dos ; pero no son dos, son n (uno de los símbolos matemáticos que Deleuze usa para referirse a una cantidad abierta) .
No hemos cesado de hablar de inmanencia .(7) Clave, bella y oscura palabra. Clave , porque encierra esa doble cara del pensamiento deleuziano (no hay un plano superior, no hay un plano degradado). Bella , porque expresa un clamor del ser, una democracia ontológica radical donde no hay instancias dogmáticas, despóticas, que regulen el movimiento de lo real. Oscura , porque nuestros cerebros insisten en decodificarla en términos de trascendencia y la cubren de una espesa bruma. ¿Qué quiere decir “trascendencia”? ¿Qué es esa trascendencia con la que la inmanencia no cesa de batirse a duelo, de la cual no cesa de despegarse, a la cual nos arrastra nuestro sentido común? Se trata del efecto por el cual los planos se escinden y aparecen uno enfrente del otro, como dos instancias autónomas. Dos mundos, dos ámbitos (¿el cielo y la tierra?, ¿lo sensible y lo inteligible?, ¿la caverna y el sol?, ¿el bien y el mal?) que se trascienden entre sí. Pese a todas sus advertencias en sentido contrario, pese a su insistencia en la inmanencia, tendemos a interpretar el universo deleuziano como una suerte de concurso televisivo donde tenemos que elegir una puerta tras la cual estaría el mejor premio, una suerte de competencia deportiva donde tenemos que elegir a quién alentamos (nada está jugado, cualquiera puede gritar: ¡amo mi caverna, no me interesa tu sol! ).
El problema no es por cuál de los términos se opte finalmente, sino la disyuntiva misma. Es cierto que la prosa deleuziana (especialmente ciertos pasajes, ciertos giros, “¡HAZ RIZOMA Y NO RAÍZ!”)(8) nos tienta a ponernos la camiseta de los flujos, los rizomas y el nomadismo. Cierta romantización del sin-fondo donde todo se disuelve. El canto dulce de la muerte donde todo equivale: la vida de tal individualidad se borra en provecho de la vida singular inmanente a un hombre que ya no tiene nombre, neutra, más allá del bien y del mal, que nos presenta la inmensidad de un tiempo vacío. (9) Pero si nos inclinamos por uno de los planos y lo convertimos en el mundo verdadero, los flujos y rizomas se escinden de los códigos y árboles, es decir, los trascienden. La inmanencia está perdida. Y también las n dimensiones, en favor del dualismo. Ese es el gran riesgo, en el que el deleuzianismo no cesa de caer: afirmar inconscientemente un dualismo trascendente, una disyunción excluyente, y caer en las garras de la “máquina binaria” cuyos dos términos son lo que fluye y la identidad.
Este peligro “ontológico” (es decir, vinculado con la trama conceptual mediante la cual trata de explicar lo que es, nuestra experiencia y sus condiciones genéticas) arrastra un peligro práctico (para la ética, es decir, nuestros parámetros para conducirnos en el mundo, y para la política, la manera en que vivimos en sociedad): el peligro de juzgar un plano en nombre del otro; de pensar a un plano desde las coordenadas del otro; de moralizar, de pensar que uno es bueno y el otro malo ; de creer que tenemos que elegir uno y abandonar al otro. A ese horrible movimiento que nos fuerza a elegir entre dos términos y hacer del no elegido la suma de todos los males Deleuze lo llama axiologizar . Evitar axiologizar es uno de los caballitos de batalla de Deleuze; y por eso le gusta tanto el lema de Nietzsche más allá del bien y del mal, que no quiere decir otra cosa que negarse a aceptar que nuestras acciones éticas consisten en elegir entre dos polos ya constituidos y cargados de valor en sí.
Sería por tanto la paradoja de paradojas transformar a la filosofía de Deleuze en una axiología, donde lo que fluye sería el Bien, y lo estable el Mal. Es cierto que en la historia de la filosofía (y de la humanidad) ha predominado la tendencia a negar, incluso hasta la aniquilación material, al rizoma en nombre del árbol, a las disidencias en nombre de la norma, a los desvíos en nombre del camino supuestamente recto, verdadero, bello y bueno. La diferencia ha sido efectivamente la parte maldita, negada, reprimida, ocultada. Es una dimensión que está al mismo tiempo oculta y delante de nuestros ojos (lo reprimido, la carta robada), y por eso nos deslumbra tanto Deleuze cuando nos habla de ella. Pero no por ello, una vez que abrimos los ojos a la realidad de lo que fluye, a la trama de devenires y desterritorializaciones que nos rodea, debemos negar a los árboles y realizar el mismo movimiento que repudiamos, solo que invertido (si ponemos una mesa patas para arriba, tenemos la misma mesa; el camino hacia abajo y hacia arriba es uno y el mismo). No se trata de rizomas buenos contra individuos malos .
Uno de los ejemplos paradigmáticos para Deleuze de la lógica de las multiplicidades, de sus conexiones heterogéneas, sus saltos entre las escalas de la naturaleza supuestamente fijas, es el virus. En estos tiempos de pandemia Covid-19 en los cuales redacto este ESTUDIO PRELIMINAR, la cuestión del virus está en el centro del tablero. Una visión axiológica de la filosofía de Deleuze nos enfrentaría con la alternativa virus / humanidad (o al menos salud humana), y nos forzaría a optar por la lógica viral que arrasa con las estructuras que el Hombre había montado sobre la tierra. El Hombre y su capacidad de establecer sistemas puntuales es la enfermedad de la piel de la tierra.(10) El Hombre y todos los crímenes que se han hecho en su nombre. El Hombre como patrón moral de medida que se considera capaz de perseguir y exterminar minorías (mujeres, negros, indígenas, animales, plantas, etc.).(11) Frente a esa forma terrible del Hombre, se alza el paradigma del virus, como rey de los flujos, ultra-nómade. ¿Debemos por lo tanto optar y alentar hasta quedarnos sin voz por el equipo del virus, como por momentos plantean los pensamientos pos o anti-humanistas en la cima de su misantropía? No queremos ser más esta humanidad ; pero, ¿la única salida es el nihilismo y la aniquilación del arte, el pensamiento, la ciencia, el amor y la dulzura que también son parte de esta humanidad? La filosofía de Deleuze nos permite alcanzar una concepción en la que lo humano abandone definitivamente su lugar despótico respecto del ser ( eminencia del Hombre, que trasciende y reina sobre todo lo que es), y al mismo tiempo nos impide caer en una mera apología de lo que fluye (como si el virus fuera nuestra verdad). Una ética, en suma, que prescinde de la trascendencia moral del Bien, y que sin embargo nos da herramientas para pensar lo bueno, es decir, un criterio para movernos en el mundo según lo que valoramos y queremos conservar, sin por eso hacerlo una roca imposible de cargar (innecesaria de cargar, al extremo).
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