La puerta se abrió sorpresivamente. Hallton irrumpió desorientada.
—Surgió un problema gravísimo en el primer piso. Necesitamos que bajes enseguida —dijo con la mirada turbada.
Nélida vaciló en responderle. Su estado la desconcertaba.
—Por supuesto, bajo en un momento, Aurora.
La educadora se retiró en un santiamén. Se encontraba realmente perturbada. Los estudiantes, intrigados, comenzaron a murmurar unos con otros. Nadie sabía lo que estaba ocurriendo. Nélida, alarmada, no tardó más que segundos en abandonar el aula y entonces estalló el bullicio.
—... Te lo estoy diciendo, el Ejército Oscuro invadió el colegio. —Escuchó Circe entre tantos comentarios. Los pelos se le pusieron de punta.
—Margarita, ¿será eso cierto? ¿Corvus estará aquí?
—Sí, Margarita, ¿habrá sido el colegio tomado? —preguntó Marina con la mirada híbrida: entre nerviosa y preocupada.
—Por supuesto que no, si así fuera la profesora Hallton nos hubiera prevenido… Pero sea lo que sea —meditó— es preocupante.
—Bajaré a indagar. ¿Vienes conmigo?
—¡Claro que voy!
Circe se alegró de que Margarita aceptara acompañarla, sobre todo por el raudal de especulaciones en derredor, que no hacía más que embotar su mente. Precisaba saber qué ocurría.
Pese a estas nebulosas, una cosa le resultaba clara: el problema en cuestión de una forma u otra recaía en ella. Corvus maquinaba matarla, ansiaba eliminar de una vez a la portadora del mensaje profético. Entonces se hacía irrefutable que su blanco ahora no era Rimbaut, sino ella, y el esfuerzo de sus aliados crecería en función de atraparla. Alguna artimaña debió planear en su contra.
Con sobrada cautela abandonaron el aula. En medio de la algarabía sus compañeros ni se dieron cuenta.
Afuera, el corredor permanecía solitario. Descendieron por las escaleras a hurtadillas. No se escuchaban estruendos ni alaridos. Margarita parecía tener la razón. No había indicios de que el edificio estuviera siendo invadido.
Se quedaron quietas con las espaldas a la pared. Los educadores sostenían una charla.
—¿Qué están diciendo?
—No lo sé, apenas escucho a retazos —se esforzó Margarita.
Circe entresacó lentamente la cabeza. El claustro de profesores, los custodios, el personal de limpieza e incluso el jardinero, sostenían un debate. El motivo del revuelo era una carta. Pasaba de mano en mano al tiempo que los ojos de los espectadores se tornaban inquietos y confundidos. Nélida se decidió por fin a romper el sello, sin embargo, por más que lo intentó, sus esfuerzos fueron fallidos.
—Algo anda mal, de hecho, muy mal. Este sobre no es igual a ninguno que haya visto antes. Parece estar tejido con fibras metálicas… Está sellado con una calavera y una cruz invertida. Esto, sin duda, es obra de Corvus.
—¡Apenas ha llegado la chica y ya envió una amenaza! —Hallton frunció el ceño.
—Si así fuera pudiéramos leer el contenido, ¿no crees? —razonó una de las señoras del grupo de servicio.
—De cualquier modo —intervino Kraker—, no se trata de un sello común y corriente. Este parece tener un dispositivo, algún tipo de identificador.
—O sea, ¿que solo puede abrirlo el destinatario? —preguntó Hallton.
—Exactamente.
—¡Bah! ¡Qué absurdo! —arrebató Kroostand la carta de las manos de su colega.
—¿Qué piensas hacer, Amadeo? No tomes una decisión apresurada.
Kroostand sacó unas tijeras. Hubo tensión en las miradas.
Intentó perforar la calavera y antes que el colectivo pudiera reaccionar, fue expelido por los aires como por un embiste invisible. Aterrizó con un desapacible chillido.
Circe sintió el peso de su cabeza. Los hechos la convencían de cuán terrible figuraba ser el mensaje oculto en ese sobre.
El profesor Kroostand se puso en pie con un evidente dolor de tórax y de glúteos. Afortunadamente sin advertir aún su presencia a media escalera.
Ella, en lenguaje de señas, refirió una retirada sutil, pero como quien sugiere lo contrario, Marina tropezó en una mala coordinación de pasos y perdió la pulsera, delatándolas el tintineo de las perlas.
—¿Qué hacen ahí? —bramó Kroostand.
Las tres perdieron el habla por un instante.
—Nosotras… este… íbamos al… retrete —tartamudeó Marina.
—¡Saben perfectamente que el retrete de las chicas queda en el tercer piso! —barbotó la profesora Hallton.
—Bueno… este es nuestro segundo día en el colegio… parece que nos despistamos un poco —improvisó Marina intentando hacer algo que contrarrestara la mirada fulminante de Margarita.
—¡No se pasen de listas conmigo! —la profesora Hallton arrugó el entrecejo—. ¡Suban inmediatamente!
Marina y Margarita no lo pensaron dos veces, subieron en el acto para el aula. Circe, sin embargo, permaneció en el mismo lugar. No podía cejar en su empeño. Aunque Hallton no tolerara las desobediencias, necesitaba saber qué había escrito dentro de aquel sobre.
—No es correcto ignorar una orden de quienes se preocupan por usted, señorita Grimell. —Escuchó decir a sus espaldas.
—¡Profesor Rabintoon, usted aquí! —Se volteó.
—Teodoro, ¡qué bueno que llegas! Todavía no hemos podido abrir el sobre —le informó Nélida.
—Ni podrán hacerlo —aseveró Circe—. Disculpe mis modales, profesor Rabintoon, pero el mensaje ahí dentro es para mí. Yo soy quien debe abrirlo.
Las miradas nuevamente se cruzaron en la sala.
—¡Pero qué osadía, señorita Grimell! ¡Suba en este instante! —vociferó la profesora Hallton.
—¿Quién tiene el sobre? —preguntó endeblemente el director.
Un custodio lo recogió del suelo.
—Aquí está.
—Gracias. Ven, querida. —Cruzó el brazo por encima del hombro de la chica—. Será mejor hablar nosotros dos a solas.
Hallton tomó una bocanada de aire para disentir, mas el atisbo de Rabintoon por encima de sus espejuelos mal colocados la detuvo.
Ambos salieron al patio. Se alejaron hasta hallar la privacidad a la sombra de un manzano.
—¿De veras crees poder abrir el sobre? —le inquirió Teodoro, mientras se sentaba en uno de los bancos.
—Por supuesto, es obvio que es para mí.
—Entonces debo hacerte otra pregunta. ¿Estás preparada para saber qué dice?
Ella bajó la vista.
—Intento estarlo, profesor.
—Bueno, hagamos la prueba. —Le ofreció el sobre.
Circe tomó aquella carta misteriosa. En un principio tuvo miedo. No aspiraba salir volando por los aires como Kroostand. Tragó en seco. La calavera pareció refulgir con el roce de sus dedos. Tuvo erizamientos. Tiró del sello medio nerviosa y nada pasó. Logró extraer el mensaje sin ningún contratiempo. Entonces vaciló para leerlo.
—¿Qué sucede?
Ella miró al firmamento.
—Todo lo puedo contigo que me fortaleces.
—¿Qué haces, Circe? ¿A quién le hablas? —preguntó Rabintoon interesado.
—A alguien muy especial —respondió.
El director de la Casa de las Patentes se ajustó los espejuelos en el puente de la nariz. No hallaba lógica a su respuesta. Sin embargo, en vez de insistir, optó por considerar que era propio de la idiosincrasia del orfanato.
Circe volvió los ojos hacia la carta y comenzó a leer.
El corazón estalló en un acelerado palpitar, las manos principiaron a temblarle y el sudor comenzó a brotar y a caer por sus sienes. Ciertamente se trataba de un recado de Corvus, una propuesta malintencionada de trueque, con uno que otro alarde de su poderío y el arcaico método de la intimidación para doblegarla.
Cuando hubo terminado de leer, el papel se volvió cenizas en sus manos.
—Por lo que veo, Corvus no quiere un segundo lector. —Rabintoon le sacudió el uniforme con un pañuelo.
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