© del texto: Eduard All
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© corrección del texto: Equipo Mirahadas
© de esta edición:
Editorial Mirahadas, 2021
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Producción del ePub: booqlab
Primera edición: octubre, 2021
ISBN: 9788418996870
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»
¡A quién!, sino a ti, mi querida hermana, mi orgullo: Yanet .
Capítulo 1: Una gran sorpresa
Capítulo 2: La profecía
Capítulo 3: La gran institución
Capítulo 4: La carta misteriosa
Capítulo 5: La supervisora
Capítulo 6: Al acecho
Capítulo 7: Revelaciones
Capítulo 8: Una respaldo superior
Capítulo 9: El castigo
Capítulo 10: Detrás del cuadro
Capítulo 11: La advertencia en el espejo
Capítulo 12: La caverna
Capítulo 13: Las dos invitaciones
CAPÍTULO 1
UNA GRAN SORPRESA
—¡Qué extraño! El custodio aún no está en el patio —se dijo Circe al pararse por cuarta vez en la ventana—. No hay brisas, ni zumbidos de insectos, ni siquiera están de recorrido los perros de la guardia. ¡Todo está tan tranquilo!
Circe tenía catorce años, pero era ya una experta en cuanto a conocer cómo transcurrían las madrugadas en el orfanato, y esa noche, sin duda, había una atmósfera diferente. Experimentaba una opresión punzante, como si una cubierta de tinieblas hubiera caído sobre el edificio.
De repente, uno de los arbustos fue víctima de una sacudida. Su corazón se aceleró y sus piernas flaquearon. Aquel zarandeo a esas alturas de la madrugada no podía ser nada bueno.
Ocultó su silueta detrás de la cortina, a la expectativa del más leve movimiento. Estuvo así largos minutos y luego, tras una prolongada quietud, regresó a la cama, pensativa.
Había mucho silencio, demasiado realmente. Todas sus compañeras dormían de un inusual modo profundo. Incluso el gato del viejo Nesopo, que acostumbraba a cazar por allí a aquellas horas, había sucumbido en un largo sueño cerca de las pantuflas de Amelia.
Circe advertía aquellos hechos y mientras más reparaba en ellos, más raros le parecían.
—Ya, ya basta —se dijo, aún con el sobresalto en el pecho—. Piensa en cosas buenas, Circe, en cosas que te gusten.
Ella habitualmente se trazaba esta estrategia. Cuando un asunto la perturbaba, su vía de escape era recurrir a su imaginación, al raudal de sus deseos. ¿Por qué no hacer lo mismo ahora? Olvidarse de aquellas sospechosas circunstancias y dedicar ese tiempo de insomnio a pensar en sus anhelos. En verdad no era posible en cuestión de minutos imaginar sus planes futuros. Eran muchos y, sobre todo, capaces al recordarlos de desarraigar cualquier tipo de preocupación.
Sus primeros recuerdos fueron los paseos al campo con las misioneras que mensualmente visitaban el orfanato. De veras que le gustaban estas excursiones, sobre todo porque las enseñanzas impartidas cambiaban sus convencionales puntos de vista y la llenaban de expectativas. Lo mejor de estas era aquel trasfondo milagroso, que hacía ver las realidades visibles insignificantes, trayéndole a su espíritu consuelo y aliento, porque enseñaban que su encierro y soledad del momento eran pasajeros, y que pronto llegaría un día de cambios.
Entretanto no se completaba el plazo, se esforzaba por cumplir con sus deberes. Lucía nuevos peinados y usaba las mejores ropas para asistir a las filas de encuentro, donde decenas de huérfanos eran contemplados y hasta les revisaban uñas y dientes como parte del procedimiento para ser adoptados. La presencia de Circe en estas filas pocos la notaban. No por falta de brillo ni dulzura, sino por su edad. Rara vez adoptaban juveniles. Procuraban siempre bebés o niños con edades preescolares, aunque de cuando en cuando ciertas parejas cuarentonas preferían adolescentes. En estos casos el patrón era el mismo: buscaban similitud en los rasgos físicos. Ella, por infortunio, nunca encajaba.
Se miraba en el espejo preguntándose el porqué de su mala suerte. Tenía ojos azules como el cielo mañanero y una cabellera larga que se veía hermosa de cualquier modo. Sus dientes esmaltados daban vida a sus escasas sonrisas y su porte franqueaba a la más alta nobleza. Su mayor deslumbre era en sí ese contraste de belleza y humildad.
Intentando creer a su reflejo y a aquellos que la animaban con tales comentarios, paró de hacerse las mismas preguntas de siempre frente al espejo. Entonces volvió el pensamiento a los momentos divertidos de aquellas excursiones. Después de todo en sus intenciones no enumeraba el quedar aún más contrariada. Buscaba en sí aplacar aquel repentino nerviosismo.
En su vuelta al pasado tuvo un recuerdo simpatiquísimo con una de las visionarias. Realmente, ahora que lo pensaba, se había excedido con algunas preguntas íntimas en los minutos de consejería. ¡Pero qué hacer! Esas cuestiones vergonzosas que por fuerza de saber se les hacen a los padres; en su caso, o no las hacía, o las preguntaba a alguien en afecto similar.
Del grupo de misioneras, Solange resultaba ser su madre guardiana. Ella se emocionaba contándole sus anhelos sobre conocer el mundo, bañarse bajo una cascada, explorar una cueva, oler el aire salobre cerca del mar, mirar al horizonte sintiéndose libre y deseando no volver atrás.
Bien sabía que esto se hacía imposible por el momento, mas lo grandioso surgía en que nadie le podía impedir soñar, así que soñaba y soñaba, viajaba lejos en su sartal de maravillas.
A pesar de estar envuelta en el despiste, no le fue difícil escuchar el sonido como de un crujido. Miró hacia la puerta. Esta parecía estar bien cerrada. Se apresuró entonces en ir otra vez a la ventana. Tenía miedo, nunca antes la perturbó un sonido así.
No veía nadie afuera. Se esforzó, pero la oscuridad no permitía ver más allá del espacio donde alcanzaba la luz de la bombilla. De repente, sintió a alguien tirando de sus ropas. Giró maquinalmente la cabeza y, entre las sombras, vislumbró a un hombrecito que le llegaba apenas a su cintura. Su rostro anguloso emergido en la luz, la impulsó a dar un brinco hacia atrás; se adhirió a la ventana. La saliva le resultó insípida dentro de la boca y ambas piernas flaquearon.
—No te asustes, pequeña. Si he venido hasta aquí es para salvarte —dijo el intruso.
—¡Salvarme!
—Ahora no hay tiempo para explicaciones —habló atropelladamente—. Ven conmigo, no te pasará nada.
La agarró de la mano y la condujo a la puerta de la habitación.
—Espera, ¿cómo sé si puedo fiarme de ti?
—Mírame bien. ¿Te parezco una mala persona?
Ella lo observó directo a los ojos. Su mirar parecía transparente. Respiró hondo. Cierta suspicacia la asfixiaba, provocaba que su corazón palpitara rápidamente. Tal vez debía arriesgarse y seguir al hombrecito. Tenía el impulso de hacerlo. Presentía que el escenario de su vida pronto cambiaría y todo iniciaba ahora con esta decisión.
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