Escudriñó aquel semblante una última vez.
—No, no me pareces una mala persona. Además, algo en mi interior me dice que debo confiar en ti.
El hombrecito, sin decir palabra, la llevó fuera de la habitación. Caminaron aprisa por un largo pasillo flanqueado de puertas opacas. Luego giraron a la izquierda y descendieron por unas escaleras hasta llegar al vestíbulo del hospicio.
Doce bombillas de una lámpara gigantesca alumbraban con excelencia el ámbito. Había cuadros en las paredes cuya amalgama de colores vivificaba el recinto en aquella noche de silencio amenazante. Un tapiz casi cubría de extremo a extremo la pared a su derecha, y delante una puerta de roble, de varios pestillos, permanecía abierta de una hoja. Junto a esta aguardaba inquieta una anciana vestida con un elegante atuendo de brocado.
—No tengas miedo, pequeña. La profesora Nélida está de nuestro lado.
Circe escuchó al hombrecito, pero mantuvo su vista al frente.
—¿Por qué tardaste tanto, Gudy? ¡Pensé que eras un enano sensato! Tú sabes lo que puede pasar si él la encuentra aquí, ¿no? —vociferó la anciana, dejando ver las arrugas escondidas alrededor de su boca.
El hombrecito agachó la cabeza:
—No fue culp…
Pero la reluciente señora no parecía esperar respuesta.
—¡Vamos ya, ahora mismo! Casi puedo sentir su presencia, debe estar por aquí.
—¿Quién? —preguntó Circe que había estado dudando sin decidirse a hablar o a estar en silencio como lo había hecho hasta el momento.
—Un hombre vil que ansía más que nada asesinarte —dijo secamente la señora.
Circe sintió un vacío en su estómago. Se halló confundida, con gran peso en todo su cuerpo. La respuesta fue fulminante:
—¡A mí! Pero ¿por qué?
—En su debido momento sabrás las cosas, por ahora centrémonos en abandonar este sitio urgentemente. ¡Vámonos!
—¿PERO SE VAN TAN PRONTO?
En el vestíbulo se propagó una voz resonante. Los tres volvieron la mirada hacia las escaleras y allí estaba un hombre alto con una capa oscura que se arrastraba por el suelo, calzado con toscas botas de cuero negro. La tez de nieve cuarteada y el cabello blanco evidenciaban su avanzada edad. Tenía ojos verdes y brillantes, y un talante miserable.
Circe experimentó vibraciones interiores antes de estremecerse de pies a cabeza. Aquel malhechor venía en busca de su muerte. El sudor principió a brotarle por los poros. No atinaba qué hacer. Debía correr, huir, sin embargo, los pies no respondían a su orden de reversa. Nerviosa, descubrió que su adversario portaba un báculo culminante en una calavera.
—¡Qué pena! Recién comienza la diversión. ¿No crees, Nélida?
—No, no creo, Corvus. Lo que tú llamas diversión significa muerte, tragedia, sufrimiento ajeno.
—¡Y qué es la vida si no hay quien ría y quien sufra! Tú sabes que el dolor de unos es el goce de otros.
—Pues no te voy a permitir que le hagas daño a ella —se interpuso.
—Será mejor que me la entregues, hermana...
—¡Eso nunca!
Nélida arrojó al suelo una esfera metálica y luego de un parpadeo de luz roja, unas cuerdas saltaron sobre el señor de negro en un intento fallido por apresarlo. Ella fue persistente. Arrojó otra, y otra, y otra más, pero Corvus era en verdad hábil: se escabullía entre las redes.
El hombrecito sacó, no supo bien Circe de dónde, un arco y un puñado de flechas. Pareció comprender que Nélida necesitaba apoyo en este duelo.
—¡Detente, Corvus! ¡Ni un paso más!
—Porque si no, ¿qué? ¿Qué harás, enano? ¿Acaso creen poder más que mi Amo? ¡Entiéndanlo de una vez! Ella fue sentenciada. No hay nada que puedan hacer.
Corvus caminó hacia ellos. La chica tiritó en silencio, más aún cuando destellaron los rubíes por ojos de la calavera.
La primera flecha voló, y así unas cuantas. Todas inútiles; se desviaban a diestra y a siniestra.
—Entréguenmela, no tienen salida.
—¡Te he dicho que no! —Nélida lanzó una última esfera.
—¡¡¡BASTA!!! —Las cuerdas reptaron como serpientes. Gudy no pudo escapar del enlace. Un viento huracanado sopló, abrió de un tirón las ventanas y la otra hoja de la gran puerta de roble. Los cuadros a una cayeron—. ¿Tú crees que estoy solo en esto, hermana? No, no lo estoy. El Amo no me mandó solo a esta encomienda…
Corvus hablaba, pero la mirada de Circe ya no se detenía en él, volaba por los contornos del vestíbulo. En las paredes se deslizaban confusamente ciertas sombras, como de personas, o quizás no, no podría asegurarlo. Se manifestaban alarmantemente rápidas. Sin embargo, lo más inquietante estaba en ese hedor sepulcral, como de muertos, y otra vez aquella opresión, aunque en ese instante triplicada.
—Haz conmigo cuanto quieras, pero deja ir a Circe.
—Nélida, Nélida, nunca pensé verte de rodillas enfrente de mí. ¿Tan bajo has caído?
La jovencita ya anticipaba la derrota. Debía hacer algo, pero ¿qué?, no se le ocurría nada.
—Piensa rápido, Circe, piensa —detalló su alrededor—. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? —Sus ojos no hallaron más que cuadros rotos en el suelo—. ¡Ya sé! —Tomó uno de los trozos de vidrio. Creyó que el primer paso para poder huir era desatar a Gudy. La puerta se encontraba abierta de par en par y, si andaban ligeros y con suerte, alcanzarían el carretón de caballos negros en las afueras del pórtico.
El hombrecito forcejeaba.
—Quédate quieto, Gudy. Te puedo cortar.
Las sogas cayeron.
—¡¡¡Nélida!!!
La anciana permanecía suspendida en el aire. Las manos de su propio hermano la alzaban en un evidente acto de estrangulamiento.
—¿Matarías a tu hermana, Corvus, a tu única hermana? —le inquirió Nélida con voz entrecortada.
—Sabes que lo haría, bien que lo haría.
Gudy tensó una flecha.
—No, espera. Lo haremos a mi modo.
La chica avistó una cuerda anudada a un gancho en la pared.
—¡Eso es!... Espere, espere. Por favor, espere —le gritó Circe—. No le haga daño, es a mí a quien usted quiere. Yo me entrego si promete no hacerles nada.
—¿Qué estás diciendo, pequeña? —dijo Gudy asustado—. Si te entregas te va a matar.
—¡Déjala! Circe es una jovencita muy sabia… Ven, querida, ven aquí.
Corvus había soltado a Nélida. La anciana jadeaba tumbada en el suelo.
—Está bien, pero antes aléjese de ella.
El señor de negro sonrió.
—Tú sí sabes negociar. —Se alejó lentamente.
Ella tenía en su mente un plan. Debía coordinarlo todo a la perfección. No podía darse el lujo de fallar.
Gudy socorrió a la anciana. Estaba pálida, palidísima, acentuada de arrugas y con una tos realmente incómoda.
—¿Qué esperas? Ven conmigo y la vida de ellos les será perdonada.
Circe experimentó en sus adentros una voz como de trueno: ¡ AHORA !
Caminó con el triángulo de vidrio fuera de la vista de su enemigo.
—Tomaste la decisión correcta.
—De eso no tengo la menor duda.
Con la rapidez de un lince saltó, cortó la cuerda y ¡zas!, la lámpara se le vino encima a Corvus. Ante la sorpresa, él no consiguió apartarse.
Esto produjo un estruendo de tal grado, que no se ocultó para ningún oído en los pisos superiores.
El enano la miró perplejo, boquiabierto.
Por otro lado, Nélida lucía petrificada ante aquel cuerpo inerte.
—¡Pudiste… detener a… Corvus! Eres la primera persona que lo logra.
Circe no sabía qué decir, ella misma estaba asombrada por la precisión de sus cálculos. Nunca antes peleó por su vida, ni había tenido motivo de hacer tal destrozo y mucho menos de herir a una persona.
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