—No te inquietes, esperaremos el timbre. —Circe se acomodó la bolsa—. ¿A qué grupo perteneces?
—Al grupo A, como tú —contestó Margarita—. Somos de la misma clase.
—¡Qué bueno! ¡Qué bueno de verdad! Es que me cuesta trabajo hacer amigos… Muy al contrario de ti, ¡claro está!
—No lo creas. A ti, Circe, porque ya te conocía de antes.
—¿Realmente sabes quién soy?
—¡Quién no lo sabría! ¡Únicamente un extranjero! ¿Acaso no percibiste cómo te miraban abajo?
—Ni me lo recuerdes. —Frunció el ceño.
—Mi familia me dijo que fuera selectiva con mis amistades, porque se rumorea que lograron infiltrarse al colegio algunos hijos de aliados de Corvus.
Circe recordó aquel hombre miserable y la calavera en su báculo. Se estremeció.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Margarita.
—Nada, continúa.
—Revisé el listado de miembros y te confieso que tengo mis dudas sobre la lealtad de algunos estudiantes.
—¿Quieres decir que son espías?
—Al menos creo eso. Aunque tengo casi la certeza de alguien. Es esa tal…
Un grupo de jóvenes alocados por poco las derriban.
—¡Miren por donde caminan! —se enojó.
—¿Quién es? ¿La he visto abajo?
—Tuviste unas palabras con ella. Es Katherine.
El sonido del timbre fue chirriante y extendido. Automáticamente las puertas se abrieron.
—Luego hablamos —acordó Margarita.
Ambas entraron a una sala espaciosa, atiborrada de tapices y ventanales. Las mesas estaban ordenadas a cada lado de una alfombra de lana azul; iniciaba a la entrada y concluía al pie de un buró con patas de león. Ellas se sentaron.
Las lámparas colgaban de lo alto por gruesas cadenas aceradas. Circe recordó su encuentro con Corvus y la mirada se le perdió en el vacío.
—¿Te ocurre algo? —se interesó Margarita—. Por momentos te veo diferente.
—No, no me ocurre nada. Son ideas tuyas.
Aguardaron en silencio hasta que el salón se llenó de alumnos y estuvo enfrente el profesor a cargo.
—Buenos días tengan todos, yo soy el profesor Kroostand. Estoy encargado de su aprendizaje en cuanto a principios técnicos para maniobrar efectivamente artefactos de guerra. Por favor, abran los cuadernos sobre las mesas y tomen notas.
El educador se desplazaba con dificultad. Era un hombre obeso, de esos cuyas barrigas tambalean. Tenía cabellos color azabache, el bigote curvo y unos espejuelos realmente chicos.
—Comencemos por los conceptos más elementales. Tomen sus apuntes.
Circe copió según las orientaciones de Kroostand. Se sentía cansada, con cierto peso en los párpados. El educador alternaba frases y mordiscos. Llevaba los bolsillos repletos de golosinas. Su glotonería resultaba graciosa al alumnado, aunque Circe no formaba parte de los risueños, su mente reparaba en la conversación con Margarita.
Si realmente había algún traidor entre ellos, corría peligro. Corvus la descubriría y no podía imaginar a ciencia cierta cuál sería el fin de los hechos. Esa posibilidad comenzaba a preocuparla.
Tras esa materia cambiaron para otra sala igual de amplia, aunque la decoración de esta incluía multiformes dispositivos y herramientas.
—Buenos días —saludó un hombre de cabellos rubios recogidos en forma de cola de caballo. Tenía ojos pardos, nariz de gancho y brazos musculosos. Circe lo percibió de inmediato por lo ajustado de su camisa.
—Soy el profesor de Prácticas de un Inventor, quizás algunos me conozcan, pero la mayoría sé que no. Me llamo Teófilo Kraker y pretendo trabajar en sincronismo con otros profesores para vincular de manera efectiva la teoría con la práctica… En este primer día les estaré mostrando la colección de inventos por toda la sala. Por favor, acompáñenme.
Los alumnos fueron a escudriñar extrañas máquinas con tuberías de silicona, cables eléctricos y redes incluidas; pantallas, teclados, dispositivos de almacenamiento. Más adelante observaron tubos de ensayo, probetas, embudos y toda clase de utensilios para experimentos. También había pinzas, martillos, cintas métricas y un sinfín de herramientas más, totalmente desconocidas ante sus ojos. Realmente contaba con un vasto equipamiento la Gran Institución.
Todo aquello le era novedoso, fascinante; pero aun así Circe no podía resistirse a lo pesado de una noche de desvelo y tensiones. Deseaba concluir la jornada de una buena vez y acostarse en una cama bien acolchonada. El tiempo de esa clase pareció un siglo, hasta que finalmente chirrió el timbre.
Mientras recogía sus cuadernos, no lograba dejar de pensar en una habitación en penumbras y el confort de un lecho. La idea de no asistir a su próxima materia revoloteó incesante en su cabeza. «No, no debía incumplir con el reglamento —se dijo—. ¡Mucho menos en su primer día!».
Los altavoces emitieron la voz de la profesora Hallton.
—Atención, estudiantes, atención… El programa de estudio previsto para este día ha sido suspendido en vista de que se les hace necesaria una previa familiarización con el colegio y sus compañeros. Valiéndonos de que hoy es domingo, nos daremos el lujo de esta cobertura, pero mañana a primera hora se restablecerá el orden del día con todo rigor y apremio. Nuestras disculpas y una última cosa, no olviden las reglas.
La voz de Hallton dejó de resonar en sus oídos, quedó solo el bullicio de los jóvenes que corrían en tropel por los corredores.
Circe vio los cielos abiertos. Subió al dormitorio tan pronto desbloquearon el paso hacia el piso superior.
—Ojalá la cama no sea dura como la del orfanato.
CAPÍTULO 4
LA CARTA MISTERIOSA
El dormitorio era inmenso, mucho, muchísimo más grande que el dormitorio del orfanato. Se trataba de una habitación con dos filas de camas y escaparates alternados, varias lámparas colgantes, dos ventanales y una preciosa decoración arbórea. A pesar de su cansancio, Circe no pudo hacer caso omiso a tal obra maestra. Las enredaderas se entretejían en lo original de un cielo raso. Había ramilletes de flores, adornos hechos con pétalos y raíces, y una estupenda colección de bonsáis sobre las repisas.
Ella buscó la lámina con su nombre.
Su escaparate estaba cuidadosamente ordenado, colmado de ropas y accesorios para su aprendizaje. Entonces tomó una ducha y para cuando regresó a la habitación conjunta, el revuelo de chicas habladoras, poses y fotografías había terminado. Todas habían decidido ir a conocer el edificio.
—¡Qué maravilla, Dios mío! —fueron sus últimas palabras antes de sucumbir en un profundo sueño.
A la mañana siguiente se despertó temprano.
—¿Qué hora es?
—Hora de que te despiertes —le contestó Margarita con la mirada fija en su reflejo; se cepillaba el cabello—. Te esperamos la tarde entera.
—¡Esperamos! ¿Quiénes?
—Marina y yo… ¡Ah, olvidé presentarlas! —Le hizo señas a una muchacha pelirroja que forcejeaba con su mochila—. No cabe nada más, Marina. ¡No sé qué llevas!
—Todo cuanto necesito: mis medicamentos para la alergia, un abrigo, gafas de sol, hilo, aguja, tijeras…
—Ya, no digas nada más. ¡Ni que fueras de excursión! Si necesitas algo vienes y lo buscas. No cargues con ese montón de cosas.
—Aquí llevo lo necesario, el resto lo tengo guardado. —Alzó la sábana para descubrir un par de maletas debajo de la cama y luego señaló otras tres sobre su escaparate personal.
—¡Vaya, tú si estás equipada! —le dijo Circe.
—Es un placer conocer a la chica de la profecía.
—El placer es recíproco.
—Dile, Mary, cuántas veces vinimos buscándola ayer. Dormías como un roble. Ni cuando el director de la Casa de las Patentes me mandó a llamarte, conseguí despertarte.
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