—No tengo la menor idea. Me parece que no soy esa que puede ayudarlos. Pero está bien, le diré qué creo: Ese profeta pudo haberles dicho hace años lo que hoy quieren oír de mí. Sucede que ahora mismo no entiendo mucho de lo que me está hablando. ¡Qué puedo decirle! Nada más que cada cosa en esta vida tiene su tiempo —puntualizó resueltamente Circe—. Por lo que acaba de decir, el conocimiento del mensaje que portaba el viajero parece ser en sí la verdadera arma, algo inmaterial. Me huele a que él traía al descubierto el misterio que envuelve a este ejército.
—Me agrada tu franqueza, muchacha —expresó el director al percibir la vehemencia de la joven—. Me cuesta verlo de ese modo, aunque… por otro lado, no entiendo cómo siendo tú la Elegida no portes el mismo mensaje profético.
—La verdad es que no estoy segura de ser la Elegida, como dicen.
—Pues debes estarlo, en cuanto a eso no hay duda alguna.
—Está bien, creeré que tiene razón. Entonces, dígame, ¿de ahora en adelante qué pasará?
—¿Qué quieres saber exactamente?
—Si yo no conozco nada sobre el mensaje de este viajero y, aun así, soy quien dicen, ¿de qué vale?
—Vale mucho. Que estés aquí con vida es nuestra primera victoria. Tal vez todavía no sea la hora de develar este polémico mensaje. Tú crees no conocer al respecto, pero a lo mejor guardas las bases de este argumento en tu corazón y con el tiempo te podrás encaminar a la edificación de toda una verdad.
—No estoy segura.
—Bueno, no te preocupes, este asunto se resolverá.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿A qué debo esperar? Recuerde, no tengo casa, ni familia. ¿Dónde viviré entretanto?
—Eso ya fue resuelto. Irás para la Gran Institución. Es el mejor colegio especializado de Rimbaut. Allí aprenderás mucho sobre nosotros, nuestras creaciones y nuestras costumbres. ¡Ya verás lo rápido que te familiarizarás! —El director enrolló uno de los papeles en pila y se lo ofreció a Circe.
—¿Qué es esto, profesor Rabintoon? —preguntó mientras lo observaba entre sus dedos.
—Son sugerencias mías y algunas modificaciones para un nuevo proyecto de estudio. Entrégaselo a Nélida.
Ella se puso en pie.
—Que tenga un buen día.
—No, no te marches todavía. —Teodoro se levantó del asiento, caminó rumbo a unos estantes y extrajo una pequeña colección de libros—. Estos ejemplares te resultarán útiles.
Circe se apresuró en tomarlos. El primero portaba una carátula aterciopelada con letras gruesas que rezaban: Inventos Novedosos . El próximo era un mamotreto: Ciencia y Tecnología Avanzadas . Asimismo, prosiguió leyendo los títulos, uno por uno. Luego los guardó en una bolsa de cuero que el director también le ofreció.
—¡Estás lista! Ve con Nélida a la Gran Institución. Todo cuanto necesitas lo tendrás… Pronto nos veremos nuevamente. —Agarró sus manos en un gesto fraternal—. Verás cómo las cosas marcharán bien.
Ella asintió y, después de que le hubo liberado las manos, se retiró de la oficina.
CAPÍTULO 3
LA GRAN INSTITUCIÓN
Afuera estaba Nélida, esperándola. Gudy, sin embargo, ya no se encontraba a su lado.
—Eres una chica hermosa en verdad —la elogió, al tiempo que le amoldaba el cabello—. Así era yo de delgada y bella, con esa misma mirada inocente. ¡Qué tiempos aquellos!
—Gracias.
Circe percibió un movimiento casi inapreciable dentro de una oficina. Se asomó al cristal. Unas extensiones conectadas a la electricidad portaban un sinnúmero de bolígrafos que escribían simultáneamente los documentos apilados en la mesa.
—¿Cómo fue la charla?
La chica devolvió la mirada.
—Bien, me fue bien.
—¿Y qué tal? —preguntó Nélida con interés.
—¡Y qué tal!
—¡Estás en las nubes, jovencita! Háblame del asunto que nos trajo aquí.
—¡Oh, sí!... El director Teodoro fue muy gentil conmigo. Me contó acerca de la profecía y de las intenciones de Corvus —suspiró—. La verdad es que me he quedado igual de preocupada, profesora.
—Es natural que estés preocupada.
Circe volvió la mirada hacia el interior de la oficina.
—¿Qué será lo que escriben?
—Aquí el quehacer es imparable. Únicamente el personal descansa hoy domingo. Así que utilizan esta máquina para adelantar el trabajo.
—¡Ah, profesora, lo había olvidado! El director me mandó a entregarle esto.
La señora de blanco desenrolló el documento.
—Sí, llevo días esperando esta resolución. —La guardó en un bolsillo—. Será mejor marcharnos. Debemos llegar a la Gran Institución.
Caminaron en busca de la salida trasera de la Casa de las Patentes, bordearon un pequeño jardín interior con varios arbustos y una fuente de mármol blanco que, para el asombro de Circe, no contenía agua cristalina como pensó, sino una superficie de vidrio y debajo había carpas de todos los colores posibles. Más adelante giraron a un largo corredor de alfombras púrpuras. Las paredes estaban abarrotadas de condecoraciones, afiches y pinturas. A Circe le pareció ver entre los óleos a Rabintoon en su juventud. Quiso detenerse un instante, pero Nélida ya la superaba unos metros. Se apresuró para alcanzarla en las afueras del edificio. Descendieron por las escaleras hasta llegar a la calle.
Por los alrededores no se veía ninguna casa, solo matorrales y unas pocas aves de corral.
—Profesora Nélida, disculpe mi curiosidad…
—¡Anda, dime! —Se detuvo.
—¿Dónde está Gudy? ¿Por qué se fue?
—Fue a una encomienda mía al centro de la ciudad. Seguro que estará con nosotras pronto.
Nélida, sin más, retomó el andar. Sus pasos eran rápidos y certeros, evadía los desniveles y se abría trecho en lo precario del camino. Su rumbo sugería como destino una choza de viejas tejas asfaltadas, hecha de costaneras de pino y con la fachada agujereada. Así de común en las casuchas centenarias y abandonadas.
No se veían convivientes, incluso la perrera, los corrales y las jaulas del traspatio se encontraban vacíos.
—¿Qué buscamos aquí, profesora? —Quiso saber.
Nélida no le respondió y continuó su curso hasta la puerta.
—Escarabajo negro —murmuró en tono claro y pausado.
Al instante las bisagras traquearon como si hubieran estado esperando aquella contraseña. Nélida empujó la puerta y entró.
El recinto estaba en penumbras, sin más que un par de taburetes y un estante al fondo. Ella corrió unas cortinas polvorientas y halló un postigo de hierro. Los dedos de la profesora hundieron un par de teclas, y luego tres más, y por último otras dos. La puerta chirrió.
—Ven, apresúrate. —Nélida tiró de su brazo y cuando Circe vino a reaccionar ya estaba del otro lado, en un suntuoso vestíbulo de paredes azules.
Dos espejos de marcos de oro colgaban, uno frente a otro, y el techo sugería un arcoíris radiante de brillos dorados.
—Espérame un instante. Enseguida regreso —le pidió Nélida antes de alejarse por aquel piso de losas negras y blancas.
La chica volvió la mirada a lo alto. Se preguntaba qué tipo de lámpara podría despedir tanta luz.
En los arquitrabes, decenas y decenas de soles destellaban una luminosidad blanca perlada. Era increíble. En un rincón reposaba un búho cenizo con pintas oscuras. Cambió la vista en torno a un espejo para observarse. Se avergonzó al ver que aún llevaba el pijama rosa y las pantuflas de lentejuelas. No estaba para nada vestida como debería estarlo a media mañana en un lugar donde no conocía a nadie.
—¡Yo he caminado así por toda la ciudad! ¡No lo puedo creer! ¡Qué vergüenza! —se dijo a sí misma.
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