1 ...7 8 9 11 12 13 ...22 Frente a los periodistas, los centuriones chilenos se esforzaron en suavizar el inevitable impacto que producía la visión de aquel recinto, adoptando «medidas especiales» de cara a los visitantes. Así, se mejoró la alimentación y se emplazó una ambulancia en lugar destacado, con intención de negar que los prisioneros hubieran pasado hambre y carecido de asistencia médica durante sus primeros días de confinamiento. Pero las imágenes del Estadio Nacional resultaron inevitablemente perjudiciales para la Junta Militar, que optó por redistribuir a sus prisioneros en otros centros y cerrarlo el 9 de noviembre, cuando ya habían pasado por sus instalaciones cerca de 40.000 «sospechosos de profesar convicciones democráticas».
Prisioneros en Cuatro álamos
Tres años más tarde, los militares chilenos volvieron a invitarme a ver uno de sus infiernos más emblemáticos: Cuatro Álamos, el centro de confinamiento y tortura de la DINA, donde habían desaparecido numerosos prisioneros. Pero, esta vez, los conocimientos que me proporcionara la visita serían mucho más profundos, ya que la efectuaría en calidad de prisionero. Ello me permitiría evaluar con precisión las condiciones carcelarias, desde la severidad del reglamento y el trato de los interrogadores hasta la higiene del establecimiento, la comodidad de sus celdas o la calidad del rancho. Con mi apresamiento, la policía política de Pinochet consiguió exactamente lo contrario de lo que perseguía: pretendieron inmovilizar a un enviado especial extranjero para evitar que informara de la amarga realidad de la dictadura, y acabaron mostrándole con el mayor detalle el funcionamiento interno de su principal cuartel, cuyas instalaciones constituían uno de los abismos de la represión y representaban un secreto insondable para los periodistas.
El sábado 11 de septiembre de 1976, tercer aniversario del asalto de las Fuerzas Armadas al poder, fui detenido junto a mi esposa, Lorna Grayson, frente al edificio Diego Portales, entonces sede del Gobierno pinochetista. Sólo llevábamos dos días en el país y la Dirección de Comunicación Social de la Junta Militar ya nos había avisado de que no éramos bienvenidos. Considerado persona non grata por mis artículos anteriores sobre el régimen chileno, me negaron las credenciales de prensa advirtiéndome de que no debía escribir nada sin ser previamente autorizado. Carentes de acceso a los actos oficiales, decidimos seguir desde la vía pública las ceremonias de celebración del golpe. Y fuimos detenidos cuando Pinochet comenzaba a pronunciar su discurso, transmitido por radio desde el despacho presidencial y difundido mediante altavoces callejeros, con inserciones de aplausos grabados cada vez que el general hacía una pausa.
Dos policías de paisano, que se identificaron como miembros de la DINA, nos condujeron a una estación del metro de Santiago todavía en construcción, sin vendarnos los ojos. Ello nos permitió descubrir una numerosa fila de detenidos, esposados y cegados, formada contra la pared. Y acarreó una seca reprimenda a los agentes por su torpeza. Nos mantuvieron largo rato encañonados, soportando de pie la helada corriente de aire del túnel, con las manos atadas en la espalda con alambre y la parte superior de la cara tapada por una cartulina sujeta con cinta adhesiva, que nos dejaba ver un metro de suelo alrededor de nuestros zapatos. Pero fueron amables, a pesar de todo: cubrieron los hombros de Lorna con un chaquetón, le soltaron un momento las manos para que sujetara el café caliente que le ofrecieron, y nos permitieron hacer flexiones y dar algunos pasos para no entumecernos. Unos privilegios que establecían diferencias de trato con los demás arrestados, limitando nuestro miedo. En un tenso silencio, escuchamos a través de un aparato de radio la voz aflautada del general Augusto Pinochet afirmando que los periodistas extranjeros podían «comprobar con sus propios ojos» la paz social que la Junta Militar había impuesto. Y, entre marchas militares, la canción Libre de Nino Bravo. Una ironía suculenta para alimentar una crónica… que no podría escribir.
Al cabo de dos horas, cuando finalizaron los discursos y las fanfarrias de un desfile militar, fuimos devueltos al exterior para ser trasladados a bordo de una camioneta. Minutos después ingresamos en Cuatro Álamos, caminando bajo las miradas de guardas apostados en torretas de vigilancia, a través de un corredor formado por planchas de cemento prefabricadas coronadas por un rollo de alambre de púas. Lo primero que me sorprendió fue el reducido tamaño de las instalaciones, más propio de una comisaría de provincias que de un centro operativo de la todopoderosa DINA. En esencia, se trataba de un pasillo en cuyos lados se alineaban dos despachos de unos doce metros cuadrados; una salita para guardias, dotada de un televisor; una docena de pequeñas celdas y otra de mayores dimensiones, así como un retrete para empleados y otro para presos. El sótano, que no pudimos ver, se utilizaba como cámara de torturas y mazmorra de castigo, por sus condiciones de aislamiento, oscuridad y humedad. Los funcionarios del terror lo denominaban, con siniestro sentido del humor, «el Terminal pesquero» por el olor de quienes pasaban largo tiempo allí sin poder lavarse.
Mientras inscribían nuestro ingreso, los agentes dejaron un documento sobre la mesa, cuyo membrete confirmaba dónde nos encontrábamos: «Cuatro Álamos Brigada Rauten DINA»[15]. Esa información, que nos habían negado reiteradamente, no resultaba tranquilizadora. Tras confirmar nuestros datos personales, repitieron la ridícula pregunta que nos habían formulado al recibirnos en el metro: «¿Saben ustedes por qué han sido detenidos?». A continuación nos instalaron en dos celdas. La mía, que medía unos cuatro metros de longitud por dos de anchura, estaba amueblada únicamente con dos literas carentes de sábanas y almohadas, cuyas mantas apestaban. Un armario empotrado contenía cuatro escudillas sucias y un puñado de vasos de plástico. La pintura verde que cubría las paredes no había servido para ocultar las palabras que algunos convictos habían grabado en el yeso: «venceremos», «esto pasará», «extraño a mi mujer y a mi hija, las adoro»… Al fondo, una ventana daba a un patio alargado y limitado por un alto muro, donde languidecían varios árboles deshojados que tal vez fuesen álamos. En su marco se leía «Qué hermoso es ver volar a las aves». Alimentarlas con el pan del rancho sería un pasatiempo gratificante durante los tres días que allí permanecimos aislados.
Los guardianes –un grupo de jóvenes semianalfabetos– me informaron de las obligaciones básicas de los reclusos: barrer, limpiar exhaustivamente todo, incluso abrillantar con bayetas las baldosas del suelo; ir al retrete cada tres horas, siempre bajo vigilancia para evitar encuentros con otros reclusos; sobre todo, mantenerse en pie todo el día. Comprobaban que así fuera, abriendo inesperadamente las mirillas de las celdas. «Sentarse o tumbarse está castigado –me advirtieron–, pero no se preocupe, señor. Si lo vemos descansando, no diremos nada, porque no somos mala gente.» Al menos no lo parecían. Fueron corteses e incluso nos proporcionaron lectura para entretenernos: una novela de Los Vengadores y la Biblia. Uno de ellos me trajo noticias de Lorna y acabaría sirviéndonos de correo para que intercambiásemos unas palabras de amor. Ella las escribió en un papel con la cabeza de una cerilla y yo las grabé en un tubo de dentífrico.
Era fin de semana, algo sagrado para los burócratas de todo el mundo. Así que los interrogadores se olvidaron de nosotros hasta el lunes, concediéndonos un par de días de descanso a pensión completa. Eso sí, ya entrada la noche nos visitó un médico que no nos examinó y confesó carecer de una simple aspirina. La dieta tampoco resultó satisfactoria: una rebanada de pan y un cuenco de leche recalentada para desayunar, y guisotes a base de arroz, fideos y patatas en las comidas. Lorna –que ya había demostrado ser una mujer valerosa y firme en situaciones difíciles durante las guerras de Vietnam, Camboya o Angola, y bajo los fascismos de Sudáfrica y Argentina– se negó a probar bocado. Preocupados por encontrarse ante el inicio de una huelga de hambre, los agentes de la DINA se ofrecieron a comprar los alimentos que prefiriese, con el dinero que nos habían incautado. Que éramos unos reos privilegiados volvió a quedar patente cuando nos trajeron los objetos de aseo personal que habíamos dejado en el hotel. Pero no supe si agradecerlo o preocuparme, ya que la recogida de nuestras pertenencias significaba que podíamos desaparecer sin dejar huellas, como tantos otros inquilinos de Cuatro Álamos.
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