Todas las ilusiones subsecuentes relativas a un «Estado social» se basan en una extrapolación arbitraria de la tendencia en la falsa creencia en que una redistribución creciente de la renta nacional quitaría al capital para dar al trabajo [...] Las ilusiones en cuanto a la posibilidad de la socialización a través de la redistribución no pasan de etapas preliminares de desarrollo de un reformismo cuyo fin lógico es un programa completo para la estabilización efectiva de la economía capitalista y de sus niveles de lucro. (Mandel, 1985, p. 339)
La influencia de la Iglesia católica
Este es el doble interés presente en la constitución del Estado social y las estructuras necesarias para su puesta en marcha. A lo que se debe agregar el importante papel que cumple la Iglesia católica en la profesionalización del trabajo social. Como ya se vio, la primera escuela de servicio social tiene un origen estrecho en la acción del Estado, quien, a su vez, respondía a las presiones de la clase trabajadora. A esto se suma la Iglesia católica, que empieza a jugar un papel importante en la formación impartida en estas primeras escuelas. La relación Iglesia-profesión trabajo social se origina en Europa y Norteamérica, y no es la excepción para el caso de América Latina. El hecho de ser la principal gestora de obras asistenciales y de caridad hace que la Iglesia católica sea también un actor influyente en el origen de la profesión.
Así, en 1929, también en Chile surge la segunda escuela de trabajo social y la primera con influencia de la Iglesia católica. A diferencia de la escuela fundada en 1925 por el médico chileno Alejandro del Río, la escuela católica Elvira Matte de Cruchaga, fundada en 1929, no tenía su papel limitado a la ocupación del médico, y su carácter era confesional. Otra gran diferencia entre estas escuelas es que la Matte de Cruchaga se establece como el modelo de escuela que se propaga para América Latina, atribuido este proceso a la fuerte influencia ideológica de la Iglesia (Manrique Castro, 1982). Independiente de las diferencias entre estas dos escuelas, Manrique Castro señala que «lo fundamental era la coincidencia de ambas al ser herramientas funcionales a la defensa, resguardo y reforma del régimen de clases imperante» (p. 72).
Manrique Castro se pregunta sobre la conveniencia de la creación de dos escuelas de servicio social, que en apariencia podría no ser importante, y llega a la conclusión de la necesidad que tenía la Iglesia católica de renovar sus intelectuales orgánicos, donde el trabajo social es propicio para este proceso:
¿Por qué fue necesaria la creación de la escuela EMC si pocos años antes se había fundado aquella gestada por el Dr. Alejandro del Río? ¿No era posible reforzar aquel primer esfuerzo? ¿Cuáles eran las motivaciones que determinaban su creación? La formación de la escuela EMC está situada en el contexto de los intereses globales de la Iglesia católica, que procura colocarse a la cabeza del conjunto del movimiento intelectual para recuperar su sitial de conductora moral de la sociedad […] la Iglesia debía redoblar su acción en los terrenos más diversos, renovando sus intelectuales orgánicos y dotándolos de los instrumentos de acción que el momento requería. (p. 68)
La intervención del trabajo social en la «cuestión social» es ahora la preocupación de la Iglesia. Los alcances de la Iglesia católica en su intervención corresponden a un proceso generalizado en América Latina, una respuesta global basada en un discurso oficial —menciona Manrique Castro (p. 72)—, por supuesto, ajustado a las consecuencias de los procesos de desarrollo capitalista. La Iglesia experimentó la pérdida de poder y privilegios propios del feudalismo, y su estrategia ideológica debía surcar otros rumbos que le permitieran mantener la influencia social que ha mantenido en toda su historia:
Asentada en diferentes estrategias de recuperación de su hegemonía, tanto práctica como ideológica, fue con la constitución de centros de estudio, de universidades y movimiento de jóvenes que la Iglesia se movió para restaurar el dominio perdido con la eclosión industrial, una vez que se sentía amenazada por la amenaza marxista, junto a la organización y lucha de la clase trabajadora y por la irreversible sociedad de mercado. (Goin, 2016, p. 90)
Se entiende que siguiendo lo dispuesto en la encíclica Rerun Novarum se desarrollan los primeros programas de protección social. Miranda (2003) señala que parte de la renovación católica que surge a finales del siglo XIX es una respuesta de la Iglesia ante la pérdida de los privilegios que implicaba la naciente industrialización en el mundo y el establecimiento de nuevas relaciones sociales no tradicionales. En efecto, el contenido de la encíclica no deja nada que confrontar en relación con lo mencionado. La encíclica contiene parámetros de convivencia en la relación capital-trabajo, y dispone lo concerniente al auxilio a las clases inferiores; la propiedad privada como derecho natural y personal; la providencia paterna que no puede ser sustituida por la providencia del Estado; la aceptación paciente que cada hombre debe hacer de su propia condición, donde es imposible que todos sean elevados al mismo nivel, y el respeto de los patrones por la dignidad del trabajador, entre otros.
Esta encíclica, junto con Quadragesimo Anno (1931), viene a estructurar el llamado catolicismo social ya iniciado en Europa. Este fenómeno es responsable del surgimiento de profesiones sociales y paramédicas que eran asemejadas a un sacerdocio, en concreto: enfermería, asistencia social y auxiliadores familiares (Miranda, 2003). Este autor refiere que este catolicismo considera que la acción benéfica y caritativa era insuficientes para atender las problemáticas sociales propias del capitalismo industrial, y, por tanto, promueve el corporativismo en cabeza de organizaciones patronales, sindicatos y el Estado. Particularmente, Miranda (2003) plantea que:
Ante el fracaso de la filantropía y la caridad que se muestran impotentes y sin capacidad de elaborar respuestas adaptadas a la nueva situación el Estado, ha de entrar en escena predicando la solidaridad, el deber social, estableciendo leyes sociales por las que se suprime el pago en especies (1887), se regula el trabajo de las mujeres y los niños (1889), aparecen las ordenanzas de los talleres (1896), se regula el contrato de trabajo (1900), la indemnización por los accidentes de trabajo (1903) o el descanso dominical en las empresas industriales y comerciales (1905). (p. 370)
Este interés por las condiciones de vida de la clase trabajadora contrasta con la selección de las alumnas desde unos parámetros puramente burgueses. Esta direccionalidad “elitista” que menciona Manrique Castro (1982) incluía la admisión de las alumnas a partir de criterios como la edad (haber cumplido 21 años), certificado médico, antecedentes de honorabilidad, recomendación del párroco, curso completo de humanidades y reseña manuscrita sobre la vida de la postulante. Solo las damas de la sociedad podían cumplir con estos requisitos, incluidos los importes económicos por derechos de matrícula. Así, se encuentra un grupo de mujeres burguesas formadas para ayudar y asistir a la clase trabajadora en sus precarias condiciones de vida.
Bien señalan Mendoza et al. (2017) esta amalgama de intereses en el surgimiento de la profesión: «sancionada por el Estado, avalado por la Iglesia y como parte del proyecto hegemónico de la burguesía» (p. 66). En este mismo sentido, Martinelli (1997) señala que la profesión:
[…] nace articulada con un proyecto de hegemonía del poder burgués, gestada bajo el manto de una gran contradicción que impregnó sus entrañas, pues producida por el capitalismo industrial, inmersa en él y con él identificada «como el niño en el seno materno», buscó afirmarse históricamente —su propia trayectoria lo revela— como una práctica humanitaria, sancionada por el Estado y protegida por la Iglesia, como una mistificada ilusión de servir. (p. 72)
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