Mientras te escribo, sensaciones encontradas me golpean, seres que hablan distinto lenguaje, y, como tú dices, lenguaje distinto significa para nosotros ese que expresa en palabras esta forma de ver, de recibir el mundo, y en esos seres, voluntades y verdades inflexibles. Estoy confusa, hechos e imágenes se revuelven dentro de mí y temo, a veces, que la realidad inmediata me impida aprovechar en todas sus posibilidades este inmenso y rico mundo chino. Sobre este “aprovechamiento” hay mil versiones distintas; yo me siento recién llegada y es poco lo que he sacado en limpio todavía.
Ya no hay esperanzas de traslado a otro sitio que me hubiera permitido vivir en la ciudad y tener contacto con estudiantes y artistas. Para suplir en parte el aislamiento suelo irme en bus a Pekín y echarme a pie por sus callejuelas y avenidas. No te imaginas lo hermosos que son los niños, siempre hay alguno valiente capaz de acercarse y tocarme, y como no aceptan nada, ni siquiera dulces o chocolates —símbolo del engaño extranjero en el pasado—, les hago un dibujo a la carrera en mis papeles de apuntes, aún los llevo, lo cual resulta el mejor vínculo, incluso con los mayores, y sonríen, sonríen de verdad mientras me observan fijamente, llenos de esa limpia, sana, universal sabiduría popular. Y yo también los observo, los miro caminar por las calles y pienso que realizaron aquella terrible y heroica revolución. Treinta años luchando y muriendo, treinta años, Javier, poco menos que la longitud de nuestras vidas. Me detengo en las aceras y ya no me atrevo a tomar apuntes; serían estos imágenes compactas, muchedumbres, desfiles, banderas rojas, rojos pañuelos de pioneros y soldaditos de ambos sexos, imágenes algo en pugna con las tomadas anteriormente. Y me vuelvo después a este hotel, en donde encuentro otra vez rostros en singular que actúan y se mueven, aceptan y rechazan.
Siento tristeza y soledad y no me avergüenzo de ello, como no podría avergonzarme de experimentar angustia o de estremecerme ante la muerte. Y te digo que no me avergüenzo de ello porque he tenido en China la impresión de que su socialismo considera estos sentimientos propios solo de burgueses e indignos de una sociedad sin clases. Como si la angustia y la soledad no fueran atributos posibles a cualquier ser humano y que existirán siempre en mayor o menor grado en todas las sociedades. Y al rechazarlos, al descalificarlos en su totalidad, se quedan sin la diferencia entre el hombre cargado de una angustia aumentada por sus contradicciones y la insatisfacción, la falta de seguridad, el temor, el esfuerzo constante de mostrarse distinto, realizado, y el ser humano inquieto, que no podrá definirse nunca como una animal feliz, contradictorio, lleno de interrogantes frente a vida y la muerte.
No te extrañe que haya omitido el nombre de alguien querido por ambos. Cuando vuelva a pintar te hablaré de él. Amanece, sucede siempre que te escribo.
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