Pero también esa pasividad terminó un día y fue al taller para reintegrarse a la pintura, aunque sin lograrlo aún del todo: períodos de intensa actividad creadora mezclados a caídas, desánimo e indiferencia. Meses y semanas que terminaron en la cabina de un avión.
—Nos veremos pronto —dijo su marido al besarla—; en cuanto arregle mis asuntos vuelvo a reunirme contigo.
Alguien caminaba en el corredor. Sus pisadas absorbidas por la alfombra eran un leve rumor que al llegar a la esquina sonaban fuerte sobre la baldosa. “Debe ser Fanny que vuelve”. Con este pensamiento miró el reloj y vio marcada en la esfera la una de la mañana. No tenía sueño y aunque se acostara permanecería despierta esperando el paso de las horas, horas en que solía escribir a Javier hasta ser sorprendida, a veces, por la primera luz de la madrugada.
Los pasos volvieron a oírse y Clara puso atención. Acababan de pararse frente a su puerta. Un tímido golpe sonó en la madera y ella dio autorización para entrar con un poco de extrañeza.
La rubia cabeza de Fanny asomó sigilosamente:
—¿Se puede…?
Sin esperar respuesta cerró la puerta tras de sí y pasó al recibidor. Clara pensó que llenaba la sala su cabello platinado y su exuberancia. Vestía una bata negra muy ceñida y sostenía un cigarrillo en los dedos. “Parece un Toulouse”, se dijo observándola.
—Como oí a Germán moverse en su departamento me atreví a volver… ¿Molesto?
Clara negó sin palabras. La alusión a su amistad con Germán había sido dicha entre sonrisas torcidas, pero no valía la pena detenerse en ello. La muchacha jamás entendería una amistad como la de ambos, y eso era, desde su punto de vista, absolutamente justo.
La vio sentarse y agitar las manos.
—Tenía que contárselo a alguien y tú me pareces la única persona de fiar en el hotel. Los demás inventarán que estaba borracha.
Se dispuso a escuchar. Tres o cuatro veces la había recibido en su departamento, pero nunca a esa hora y siempre con algún pretexto: el pulverizador contra los mosquitos, un poco de café, un sobre aéreo. Era evidente que estaba algo bebida y muy alterada. Mientras la observaba pensó decirle con suavidad y firmeza que se marchara, ya conversarían más adelante; luego recordó las horas en espera de la madrugada y su falta de ánimo para escribir esa noche a Javier. “Es una pobre chica sola”, se dijo, mirando a Fanny chupar nerviosamente el cigarrillo.
—Cuenta, te escucho.
—Me han detenido los policías de la entrada (porque has de saber que el hotel está custodiado por policías) y me exigieron el pase como si no me conocieran. De pura rabia les dije que no lo tenía y que me dejaran en paz; pero cuando quise pasar, uno de ellos me detuvo gesticulando y se puso frente a mí con los brazos abiertos. ¿Te das cuenta? Me cegué de furia y le di un empujón; gritó, llegaron otros, los insulté en español y en inglés hasta que sonó de pronto el teléfono y me dejaron entrar.
La indignación la levantaba del asiento; comenzó a pasearse retorciéndose las manos.
—Ahora se atreven a todo; no te imaginas cómo han cambiado las cosas desde que llegué. Antes todas eran sonrisas y amabilidades, hoy te echan los perros… Pero yo me vengo de ellos diciéndoles frases que les enfurecen. Claro que después me devuelven la mano, porque acá todo está contabilizado: las personas que recibes, a quien saludas, el nombre de tus libros…
Hablan muy fuerte, Clara le hizo un gesto para que bajara el tono y le ofreció una taza de té. Quería interrumpir aquella marejada ruidosa que se le venía encima; la muchacha se excedía en su confianza. Levantó el termo del suelo y vertió agua en la tetera. Fanny volvió a sentarse algo corrida y con un aire muy joven y contrito.
—Los únicos momentos agradables los paso en alguna embajada; hoy, por ejemplo, en que me olvido de todo esto, oigo hablar del mundo, de cine, de personas con nombres y rostros propios y siento como si respirara de nuevo. ¿Tiene algo de raro, entonces, que me tome unas copas?
Recibió la taza, la apoyó en el brazo del asiento y prosiguió en voz baja:
—Uno aquí no existe, es otro más de los “amigos extranjeros”.
Arrastró las palabras finales con odio y tristeza. Bebía su té entre sorbos cortos, como para no hacer ruido, los codos pegados al cuerpo y la mirada fija en la taza. De su actitud habían desaparecido toda frivolidad y desenfado. A esas horas de la noche su mundo se reducía a dos piezas solitarias en aquel inmenso hotel internacional y su soledad la llevaba a confiarse en una desconocida que no tenía ni siquiera su misma nacionalidad, pero cuya voluntaria independencia la mantenía alejada de personas y grupos que a ella la rechazaban, porque la presencia de Fanny era para algunas respetables esposas un peligro en ciernes. En un mundo femenino repetido a las horas de almuerzo y comida, su cabello ruidosamente platinado ponía cierta nota agresiva y picaresca que la muchacha acentuaba por agresión y fastidio. Hacía clases de español en una institución ministerial a donde partía en las mañanas con los libros bajo el brazo y el aire de ser ella misma solo una estudiante más.
Aquellas consideraciones y su aspecto tan joven provocaron en Clara una súbita piedad. Inclinándose sobre la muchacha, preguntó:
—¿Qué haces aquí?
La pregunta produjo en Fanny cierta sorpresa.
—¿Aquí…? Pues…, clases.
—Quise decir, ¿por qué estás aquí?
La sorpresa no desaparecía de su rostro; meditó un momento y luego contestó directamente a la mirada abierta de la mujer:
—Me casé a los veinte años y me divorcié a los veintiuno. Papá me dijo un día que se pedía un profesor de español para Pekín, lo supo a través del Instituto Chino, y como yo había estudiado tres años de pedagogía me presenté enseguida. Pensé, tal vez, el hecho de ser sola, no tener familia que transportar y que el asunto apuraba. Me aceptaron y aquí estoy.
“Historia semejante a muchas en el fondo”, se dijo Clara.
—Me atrajeron lo exótico, el país milenario y también ese mundo nuevo del que hablan mis padres con pasión. Bueno, hace seis meses que vivo en este hotel y lo que sé de esta revolución, sin duda maravillosa, pude haberlo aprendido en una sala de cine.
No tenía ya rastros de haber bebido, sino muestras de agotamiento.
—Deberías ir de paseo por la ciudad, en bus, como cualquier pekinés, y tratar de ver algo más que el jardín del hotel o un salón de una embajada.
—Ya sé que usted lo hace, pero yo estoy harta. Cumpliré el año de trabajo y dejaré el país. Quiero vivir, sentir que los hombres son seres de carne y hueso. He terminado con esto.
Estiró el brazo para colocar cuidadosamente la taza sobre la mesa y luego se puso de pie. Ya no tuteaba a Clara; en su mirada estaban mezclados el respeto y la confianza.
—Perdóneme, me sentía muy sola y desesperada... Usted sabe…, es difícil hablar de estas cosas y más difícil aún escribirlas a casa: así… un día revientan. ¿Puedo volver?
Clara dijo que sí con un gesto y la acompañó hasta la puerta.
—Cuando quieras —añadió en voz alta mientras le tendía su mano.
Antes de pasar al dormitorio apagó la luz en la sala y después fue a sentarse en la cama sin ánimo para desvestirse.
¿Qué podría decirle a Javier?
Estoy desconcertada. Sucede hoy a mi vida como esas pinturas que parecen solo superficies: me falta la perspectiva, seres y acontecimientos los veo presentados, no representados; faltan la síntesis, la unidad y el equilibrio precisos que revelan el todo. Te hablo como pintora y no trabajo como tal. He suspendido mi actividad hasta ponerme en orden, no me serviría la pintura para aclarar ideas; por el contrario, ella es hoy un conflicto y me duele. La inactividad de las últimas semanas me ha permitido mirar alrededor con ojos simples y lo que veo en este pequeño mundo edificado al noroeste de Pekín me deja un poco atónita. Muchos de sus habitantes dan la impresión de haber agotado sus reservas de vida propia y de luchar ahora por subsistir a costa de las ajenas, porque no tienen dentro de estas paredes y jardines, de este bienestar material que nos rodea, cordón umbilical que los alimente del flujo vital emanado de la tierra. Estamos suspendidos en el aire, separados de este suelo por la más absurda idea del confort. Los extranjeros —procedentes de todas partes del mundo— ocupamos un solo bloqueo de los numerosos bloques edificados que constituyen el Hotel Internacional y cabemos en un solo comedor; no somos muchos —tal vez cincuenta, incluyendo a los niños, y de ellos ocho latinoamericanos—, pero, a mi juicio, somos aún demasiados para estar reunidos aislados de China, sobre todo si vienen, como aseguran, más profesores y traductores de español. Y aunque la discreción es estimada la virtud principal en el hotel, cuentos e historias tienen siempre un nombre y un rostro circulando por sus pasillos largos, oscuros e inhóspitos.
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