Davinia Váfer - La niña del barrio rojo

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Chandani Villamayor, natural de la
India y adoptada por su psiquiatra con seis años, ha logrado forjar un temperamento fuerte, terco e independiente, aunque no ha conseguido espantar a los fantasmas del pasado ni superar los traumas que le tocó vivir en el barrio de Kalighat, cuando solo era una niña. Rodrigo Torres, el inspector-jefe del departamento de la UDEV, se encuentra en un callejón sin salida en la investigación de unas desapariciones en la capital. Sin embargo, una llamada inesperada del juez Alcázar aportando nuevas pesquisas vuelve a reactivar su obsesión por el caso y, lo que menos espera, es que la mujer con la que ha chocado su automóvil se convierta en la víctima a la que tendrá que proteger. Pero ¿por qué es tan importante esa mujer? ¿Qué tiene que ver con los casos que está investigando? Y, sobre todo, ¿qué oculta de su infancia que la lleva a tener un temperamento explosivo cuando los acontecimientos la superan? Secretos, celos, misterio, amor, intriga, traición… acompañarán cada una de las páginas de esta novela. ¿Quieres descubrirlas? Te reto a que lo hagas en la primera parte de la
bilogía Kalighat.

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Con seis años —y todavía en su ciudad natal, Calcuta—, Daniela, su madre adoptiva y psiquiatra de profesión, empezó a tratar su trastorno de estrés postraumático con amplias dosis de amor y paciencia. Cuando la llevó a Madrid, con toda la documentación en orden y siendo oficialmente su hija, contaba ya con siete años.

Durante aquel tiempo, su madre hizo grandes avances en su recuperación, consiguiendo que dentro de los barómetros de la normalidad se relacionara con niños de su edad, mantuviera interés en las actividades que elaboraba para su recuperación e, incluso, que hablara de lo que vivió en su más tierna infancia, causante de esas pesadillas que su mente inocente no comprendía.

Ya en la adolescencia, siguió superando secuelas, enfrentándose a sus miedos y luchando contra sus fantasmas a golpe de perseverancia y cabezonería. Usaba sus logros como un aliciente para aumentar su autoestima y seguridad, por lo que, con esa determinación y ese aplomo, consiguió forjar lazos de amistad duraderos con amigos del colegio.

Cuando llegó el momento de abandonar la escuela y pasar al instituto, tuvo una fuerte recaída que casi la lleva a sumergirse en una depresión espantosa, pero su carácter tan definido y fuerte pudo sacarla a flote.

Con cierta dificultad, logró hacer nuevos amigos. Con ellos, vinieron sus primeros flirteos con el sexo masculino y sus primeras relaciones sexuales, las cuales, la gran mayoría de las veces, nunca llegaban a ser completas o satisfactorias.

Como psicóloga que era —aunque no ejerciera como tal—, reconocía cuáles eran los traumas de los que no conseguía zafarse e incluso podría decirse que dominaban su vida.

La primera gran secuela de esa infancia traumática eran los repentinos ataques de ira, a los que ella llamaba el Monstruo, que seguía apareciendo con demasiada asiduidad, nublando su cordura y transformándola en un ser despreciable al que detestaba y del que se avergonzaba cuando volvía todo a la calma.

La segunda gran secuela que guardaba en lo más profundo de su alma era su frigidez. La combatía en soledad y con cierto apoyo de su amigo Toni, que era el único que sabía todos los detalles de su infancia y lo complicado que se estaba volviendo convivir con ellos. Jamás reconoció a su terapeuta y a su madre la inapetencia sexual o la insatisfacción que sentía al mantener relaciones sexuales. No entendía por qué se negaba a exponer el problema a su médico, ¿no se suponía que para ese tipo de dificultades estaban los expertos en la mente humana, psicólogos, psiquiatras y demás especialistas? E, incluso siendo ella psicóloga, ¿por qué no abordar el tema con naturalidad? «Los toros dan menos miedo desde la barrera», recordó la frase de su madre que durante años le escuchó repetir cuando vivían juntas.

En sus primeros escarceos con el sexo masculino, entendió que todo llevaba un proceso de adaptación y conocimiento, así que se armó de paciencia para asimilar que las cosas no llegaban de la noche a la mañana. Pero, cuando los meses pasaron y vio que sus sensaciones eran muy diferentes a las de sus amigas, empezó a preocuparse. Ella sentía todo lo opuesto a ellas. En lugar de placer, le repugnaba que la tocasen, aunque se tragaba el asco que le daban esas manos ajenas e intentaba clausurar el acto como cualquier mujer normal. Sin embargo, las cosas no salían como quería, el orgasmo se mutaba en la insatisfacción y en la aversión más horrorosa jamás vivida. La apetencia se convertía en desgana, y el amor, en una palabra que no hallaba en su vocabulario.

Fingió durante años que los orgasmos eran tan reales como los que sus amigas sentían para no ser diferente, de ahí que se acostase con todo hombre con el que se enrollara una noche con la esperanza de que uno de los elegidos llegara a ser el que, de una vez por todas, rompiera esa coraza que la privaba de estímulo alguno. ¿No dice el refrán que siempre hay un roto para un descosido? ¿O carne a carne, amor se hace? ¿Y si de alguno de ellos se enamoraba y conseguía avivar el fuego que ni siquiera humeaba? Llegó hasta tal punto la obsesión en sanar esa parte que la hacía tan diferente al resto que su amigo Toni tuvo que pararle los pies contándole los bulos que empezaban a correr de boca en boca por las discotecas que frecuentaban.

Así que, por el bien de su reputación y, sobre todo, por su bienestar, decidió dejar a un lado esa obsesiva y destructiva «terapia» dando por zanjado el tema del sexo masculino.

Una vez controló su respiración, que empezaba a tornarse tranquila, se destapó de esa burbuja hecha de mantas que comenzaba a ser claustrofóbica. El aire limpio y fresco enfrió el sudor de su frente. La necesidad de olvidar todo y dejar de pensar la impulsó a levantarse de la cama de un salto e ir hacia el baño para refrescarse la cara. Le sentaba bien entrar en movimiento, era lo mejor que podía hacer para dejar de pensar.

Observó en el espejo su imagen ojerosa y la tristeza que se dibujaba en sus ojos. El brillo que producían las gotas de agua al acariciar su rostro era lo único que percibía con vida, su piel estaba apagada.

—Todo está bien —susurró al reflejo.

Al escuchar cómo se daba ánimos, algo que se había vuelto parte de su rutina, sonrió, aunque sus ojos verdes aún lucían entristecidos y opacos.

—Dani, ¿estás despierta? —la llamaba su amigo y compañero de piso.

—Sí, Toni, ya voy.

Salió del baño corriendo para evitar que el frío de las baldosas le congelara los pies desnudos y se dirigió al salón pensando que la voz de su amigo venía de allí. Para su sorpresa, el salón estaba vacío y helado. Se tiró en el sofá verde botella y corrió a refugiarse con una de las mantas color café que usaban para taparse mientras disfrutaban de sus tan habituales sesiones de cine.

La puerta del cuarto de su amigo —que daba al salón— se abrió de improvisto y una pierna enfundada en unos leggins negros y una bota de caña alta hasta la rodilla asomó haciendo círculos en su dirección, dando comienzo a un espectáculo que solo a Toni se le ocurriría dar.

La canción de Madonna, Vogue , surgió a máximo volumen dentro de la habitación, inundando el silencio de la sala donde se encontraba Chandani, la cual estalló en carcajadas, recolocándose en el sillón para no perderse ni un solo instante de esa actuación improvisada.

When all else fails and you long to beSomething better than you are todayI know a place where you can get awayIt’s called a dance floorand here’s what it’s for, so 1 .

Toni accedió al salón interpretando los movimientos que hacía la rubia artista en el videoclip, aunque algo más exagerados y estrambóticos. Era como si una drag queen de los carnavales de Gran Canaria se hubiese colado en su salón.

El maquillaje no estaba terminado, solo llevaba los labios maquillados en un tono rojo cereza y las pestañas teñidas con capas y capas de rímel negro. El efecto en sus ojos era como el de un gato montés, parecían más grandes de lo que ya eran.

Chandani analizó sus labios, que no paraban de gesticular con un falso playback, y pensó en la mano que tenía el jodío de su amigo para maquillarse. Ni ella misma era capaz de lograr aquella perfección, y eso que llevaba años haciéndolo. Había conseguido que sus finos labios lucieran tan gruesos y perfectos como los que anunciaban las empresas de cosmética en televisión.

Toni era un hombre muy atractivo. El cabello castaño y desordenado, además de una nariz fina y simétrica con su rostro, lo convertía en un adonis para las mujeres. No obstante, el género femenino no tenía nada que hacer, ya que su amigo sentía fascinación por los hombres.

—Toni, ¡eres único! —exclamó entre risas sin que su amigo detuviese su humorística función.

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