Os presento la primera parte de la bilogía Kalighat: La niña del barrio rojo I . Espero que lo disfrutéis y que abra conciencias. Porque ante la crueldad y la ignorancia de una nación, hay que revolverse y encararse. Es imprescindible poner granitos de arena sobre una montaña que debe derrumbarse y desaparecer para siempre. Porque muchos pocos acaban sumando.
Davinia Váfer
Se despertó aterrorizada. El pecho le subía y bajaba como si en realidad hubiese corrido de la manera que había visionado en su agónica pesadilla. Las gotas de sudor provocaban que su pijama de algodón rosa se le pegara a la espalda como si fuera un traje de neopreno y su lisa melena negra se viera ondulada por el sudor.
¿Cómo acabar con los sueños? ¿Había llegado la hora de contarle a su madre adoptiva y a su terapeuta lo que le ocurría cada noche? Una pregunta que siempre se contestaba con un «no» rotundo, aunque la asiduidad fuera en aumento y las escenas de sus sueños fuesen tan reales como un gélido viento de invierno que se convierte en escalofrío.
Había llegado a un punto en que sentía pánico cuando llegaba el momento de cerrar los ojos en la noche, detalle que sí conocían tanto su madre como su terapeuta, porque los sufría desde niña, aunque antes eran diferentes. Los ojos de la inocencia todo lo cambiaban. Sin embargo, había conseguido aprender de esas insufribles visiones, forjándose un carácter fuerte en el que la determinación y el arrojo eran imprescindibles para caminar por la vida.
La agonía no acababa con unos sudores sofocantes o un inesperado grito en la noche para terminar incorporándose de un salto en la cama, sino que el maldito ritual continuaba con unos sollozos que amenazaban con ahogarla y la dejaban con un estremecimiento en el cuerpo que la hacían sentir la mujer más triste del planeta.
En sus sueños, una hermosa mujer la observaba con adoración, como si ella fuera una nueva estrella descubierta por un astrónomo, a la cual contemplara antes de que el resto del mundo supiera de su existencia. Los ojos de aquella mujer transmitían el amor y la protección que promete una madre a su hijo cuando lo acuna por primera vez entre sus brazos. E, incluso, aunque no entendiera correctamente los susurros de la dama, ella sabía que eran palabras de cariño y de consuelo. No obstante, esa placidez le duraba poco porque siempre el quebrantador sonido de una especie de crujido se encargaba de que su expresión se tiñera angustiosa, dejara huérfanos sus ojos y con ganas de preguntar qué sucedía. Sus delicadas manos desatendían sus mejillas y se ocupaban de sellarle la boca posándole el dedo índice sobre los labios.
Algo le decía que conocía a esa mujer, que compartieron caminos en un pasado, aunque no quería ni imaginar que ella pudiera codearse con hombres ebrios y drogados con ansias de sexo barato. Esa imagen era de las pocas cosas que recordaba al rememorar su dura infancia, aunque también se acordaba de ese edificio mugriento de angostos pasillos mientras ratas se cruzaban con personas sin alma. En sus recuerdos, todo estaba muy confuso y oscuro.
En su sueño, esa señora lucía elegante y distinguida, cubierta con una indumentaria típica de su tierra natal, la India. Era un largo lienzo de ligera seda que se enrollaba alrededor del cuerpo formando un vestido fino llamado sari. El que surgía en su sueño era de color fucsia con bordados en hilo dorado que dibujaban hojas refinadas y estilosas.
No podía ser su madre, aunque, con los años, la imagen que había creado de su madre biológica prácticamente había desaparecido. Ya no recordaba sus ojos, su rostro ni siquiera su perfume… En ese momento de su vida, solo era una silueta borrosa que intentaba que se grabase a fuego en su mente para no olvidar lo poco que quedaba de ella.
Después de mandarla callar y que el miedo desfigurase sus facciones volviéndolas tan marcadas como las de una anciana, la señora cogía sus manos con fuerza y escuchaba su voz por primera vez. Le decía que corriera, que no se dejara atrapar por él, pero, si la mala fortuna la traía de vuelta, debía quitarse la vida.
Aún sentía cómo acariciaba las verdeazuladas venas de sus muñecas, acto que le encrespaba el vello y agitaba su cuerpo de miedo.
La miraba desesperada, como si el fin del mundo estuviera cerca. Aquel gesto la llenó de una confusión, que rápidamente se esfumó al ser zarandeada por la señora, mientras le pedía en un grito ahogado que corriera.
Sin sopesar nada, obedecía. No sabía por qué actuaba así, por qué le hacía caso, ni siquiera sabía el motivo por el cual de su boca no salió un «¿por qué?». Solo percibía el peso de sus palabras, que se volvían incuestionables.
De un brinco, se incorporó de una vieja colchoneta que estaba tirada en el suelo y en la que estaban sentadas. En ese momento, fue capaz de contemplar las instalaciones por primera vez. Era como si el aura que desprendía esa mujer dejara de protegerla, de ocultarla de todo lo que las rodeaba.
Las paredes pintadas en un azul suave estaban sucias y ennegrecidas por el paso de los años y por el uso indiferente que se le daba a ese cuarto. Había una cama con un colchón raído a un lado, enfrente, una destartalada silla calzada con un trozo de cartón, unas cacerolas sucias y andrajosas, demasiado renegridas por el desgaste, y un armario verde con las puertas abiertas, donde ropa y otros enseres se amontonaban sin ningún tipo de cuidado.
De un fuerte empujón, aquella mujer la impulsaba hacia una tela corroída y mugrosa que, a su vez, hacía de puerta y ella, temerosa, salía de la habitación, topándose con un pasillo largo y estrecho e igual de sucio y descuidado que el del cuarto que había ocupado hacía unos instantes. Su corazón comenzaba a latir con fuerza, aunque todavía no lo sentía en su garganta. Eso vendría después, cuando corriera como un guepardo tras su presa en dirección hacia esa luz cegadora que aseguraba su salvación. Por más empeño que ponía en alcanzar su objetivo, jamás conseguía llegar a esa luminiscencia que, como si fuera inalcanzable, se alejaba cada vez más. «¡Corre, corre!», se escuchaba gritar a la señora con voz temblorosa por la angustia al final del pasillo. «¡Corre!».
Solo podía gritar de impotencia y llorar desesperada mientras intentaba que sus piernas no se rindieran jamás, y así ocurría, porque lo último que recordaba antes de despertarse sobresaltada y llorando era correr y correr, como si su supervivencia dependiera de ello.
Después, y ya en su habitación, se despertaba incorporándose en la cama y en un estado de shock en el que lo único que podía hacer era tomar aire para auxiliar a sus pulmones, limpiarse las lágrimas y controlar esos temblores que le hacían parecer un animalillo desvalido. Cuando su mente volvía a la normalidad y reconocía el amarillento tono de las paredes de su cuarto, los músculos se le destensaban, dejando un incómodo dolor en todo su cuerpo que, a las pocas horas y no siempre, desaparecía del mismo modo que tan abruptamente la pesadilla tocaba a su fin. Con la angustia en el cuerpo, se recostaba hecha un ovillo y se tapaba por completo con el edredón nórdico, cubriendo hasta la última hebra de su cabello. Los temblores poco a poco cesaban, pero aún sentía las manos y los pies entumecidos como si la sangre que corría por sus venas no fuera suficiente para calentarlos.
Envuelta en esa oscuridad, comenzaba una nueva batalla interna donde su lado experto llevaba la voz cantante. Era licenciada en Psicología, y esa parte de su cerebro, repleta de conocimientos y entrenada para el estudio, se encargaba de hacer lo que tantas veces su terapeuta le pedía que no hiciese, psicoanalizarse.
Si al menos todo se quedara en intentar comprender por qué esas situaciones traumáticas, vividas cuando fue una niña, aún seguían almacenadas en su inconsciente, no sería tan grave hacerlo. Pero eso no quedaba ahí, ella se convertía en el peor e implacable verdugo que juzgaba y recriminaba su comportamiento y capacidades. Psicoanalizándose se hacía daño y nadie podría lastimarla tanto como ella misma.
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