Autores Varios - Feminismos y antifeminismos
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Tales comportamientos se situaban en las antípodas de lo que había aconsejado el Padre Claret en sus devocionarios y catecismos; de lo que postulaban los manuales de urbanidad, la «novela doméstica», la prensa femenina, dirigida a ensalzar la belleza exterior e interior de las mujeres, los textos constitucionales y jurídicos del siglo XIX, que sancionaron, a partir de 1812, una ciudadanía sesgada, una división sexual de esferas, trabajos y funciones, así como una moral social, muy estricta para las mujeres, que en España estaba fuertemente impregnada, como en otros países mediterráneos, por la educación católica. En particular, el Código Civil de 1889 «envileció a las mujeres», cuyo débil estatuto salió reforzado con la separación de los planos político y civil, hecho que facilitó la dominación masculina e incrementó «el malentendido entre los sexos». En Francia, Víctor Hugo lo había captado con absoluta precisión: «Resulta doloroso decirlo. En la civilización actual, hay una esclava. La ley tiene eufemismos... El Código Civil la llama “menor de edad”; esta menor, según la ley, esta esclava según la realidad es la mujer». [6]
La modernidad, recorrida por pautas sexualizadas, no mejoró la situación femenina desde el punto de vista normativo, pero dio paso a discursos, opiniones, visiones apocalípticas y prácticas de vida asociadas al radicalismo, la rebeldía vital, la bohemia, la civilidad y la barbarie, según las imágenes proyectadas en nuestro particular juego de espejos. Evidentemente, las transformaciones socioculturales encontraron cauces de representación en las pautas de vida y también en narrativas, ensayos, artículos y editoriales, de acuerdo con el carácter diversificado de los papeles de género y la jerarquización de las relaciones de poder. En esta polifonía de voces y objetos culturales algunos colectivos femeninos intervinieron, como he explicado en otro lugar, [7]en el proyecto moderno/modernista mientras construían, desde diversas culturas políticas, sus propios proyectos de emancipación y, con ellos, una nueva subjetividad, desenmascarando el contrato simbólico que las excluía de la esfera pública y el lenguaje.
No hay que olvidar que en el periodo de entresiglos se multiplicaron los discursos y las iniciativas que insistían en la necesidad de formar intelectualmente a las mujeres de las clases medias para facilitar su entrada en el mercado laboral: las Sociedades de Amigos del País promovieron círculos con esta finalidad, el Estado impulsó la creación de Escuelas Normales de Maestras dispensadoras de títulos y de saber, la Institución Libre de Enseñanza organizó una rama femenina que tuvo en María de Maeztu y la Residencia de Señoritas a dos de sus grandes representantes, y las escuelas laicas, en muchos casos vinculadas al proyecto educativo de Ferrer Guardia, se extendieron con la finalidad de arrancar a las mujeres de las garras de la Iglesia y conducirlas por el camino de la razón y el progreso. De manera destacada, los liberalismos radicales trataron de combatir la ignorancia y el tedio de las mujeres burguesas y pequeñoburguesas, sumidas en «vanas futilidades», y reivindicaron una formación intelectual femenina que cumpliera como mínimo tres objetivos: el primero se sustentaba en la necesidad de construir una sociedad más armónica, regida por la conciencia del cumplimiento del deber; el segundo proclamaba la necesidad de que las mujeres ejercieran un oficio o una profesión, hecho que pondría las bases materiales de su autonomía y emancipación –La habitación propia de Virginia Wolf adquiere pleno sentido en otro de sus textos: Tres guineas– [8]; el tercero reivindicaba el desarrollo en los hogares de una pedagogía materna dirigida a la formación de hijas e hijos. Pues bien, los dos últimos objetivos contribuyeron a que se reconociera la importancia que tenía el ejercicio de una maestría ligada al concepto de maternidad social, cívica e intelectual, y a la noción de autoridad, elemento constitutivo del primero de los dos ejes –el vertical– de un orden cultural «propio» desde el que las mujeres se resignificaron y transformaron sus realidades; el segundo eje, horizontal, les desveló el interés de la práctica política derivada de las relaciones de mediación, factor de vital importancia para marcar las genealogías femeninas canceladas en la sociedad por los códigos normativos, el contrato social y el contrato sexual, que implicaban una heterosexualidad obligatoria.
La educación se enraizará, pues, en la modernidad; permitirá formular preguntas y posibilitará las respuestas, contribuirá a abrir nuevos espacios socioculturales y será uno de los principales motores de los cambios detectados en el primer tercio del siglo XX. La apertura de las aulas universitarias a las mujeres en 1910 (sin permiso de los rectores, sin carabinas ni disfraces), así como la revolución demográfica y los cambios económicos crearon un ambiente favorable a la incorporación femenina a los espacios públicos. [9]Insistiendo en estos aspectos, la masonería había señalado que las dos condiciones necesarias para que las mujeres se remodelaran a sí mismas y pudieran incidir en la sociedad civil eran la autoestima, que devendría luego en amor a la humanidad, y la educación. A partir de ahí se impulsaría su disposición y actitud hacia las instituciones, se regularían las relaciones de poder y los comportamientos colectivos, y se incidiría en el conjunto de creencias, experiencias, rituales y símbolos que requieren pautas de socialización formales e informales. En este sentido, la presencia o ausencia de valores como la tolerancia, la racionalidad y la civilidad solían conformar un nosotras/nosotros, unas formas de conciencia y actuación que tropezaban frecuentemente con formas de conciencia y actuación diferentes defendidas por otras/otros. Desde esta perspectiva, las posiciones clericales y anticlericales se perfilarían como subculturas políticas y originarían conocimientos y productos culturales elaborados por mujeres y hombres, si bien los dispositivos femeninos, debido al lastre de la sociedad patriarcal, resultan históricamente menos conocidos que los masculinos. En todo caso, lo fundamental es reconocer que las mujeres han contribuido a forjar las culturas políticas y han creado redes formales e informales, además de espacios propios, para enmarcar sus objetivos e intereses, promoviendo, en función de las circunstancias, oportunidades y estrategias utilizadas, asociaciones femeninas, acciones colectivas y rituales cívicos. [10]
Así las cosas, quiero resaltar que en la última década del siglo XIX, más concretamente en el marco de la primera etapa modernista, un núcleo de maestras, periodistas, escritoras, propagandistas y activistas forjaron un linaje femenino iniciador de «otras tradiciones». Este inspirado grupo de «cartógrafas de la liberación», [11]objeto de estudio en el presente trabajo, no sólo manifestó su talante rupturista en la esfera pública, organizando los primeros núcleos del feminismo laicista en España y adhiriéndose a los planteamientos republicanos, sino también en la esfera privada. Figuraron en sus filas mujeres «divorciadas», antes que el derecho de familia normalizara su situación en el código civil; mujeres solteras por elección, que optarían en ciertos casos por compartir su existencia, y mujeres acogidas en comunidades amplias como ocurría en la «gran familia espiritista». [12]Mujeres modernas. En tanto que activistas, se movilizaron, viajaron, cambiaron de residencia y de ciudad, incluso de país, dejando una estela de discursos, enseñanzas, asociaciones, periódicos y correspondencia en su empeño por eliminar la monarquía, el clericalismo y el patriarcado, tres poderosos símbolos del siglo que acababa. [13]Mujeres doblemente «raras» por ligar su trabajo intelectual, su fortaleza moral, su libertad de pensamiento, su autonomía y su impugnación del utilitarismo burgués –rasgos atribuidos por Rubén Darío a modernos, rebeldes, bohemios, radicales y vanguardistas en su libro Los raros– [14]a su condición femenina.
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