Autores Varios - Feminismos y antifeminismos

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Esta monografía aborda las relaciones entre las identidades de género y las culturas políticas que se sucedieron en la España del siglo XX. Sus autoras han profundizado en cuestiones vinculadas a prácticas y representaciones simbólicas en torno al género, y analizado aspectos relativos a los cambios sociales y culturales, y a la transformación del espacio político-público.

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[22]Julián Casanova: «Ficción, Historia, Verdad, Historia. Presentación», Historia Social, 50 (2004), pp. 3-6; Geoff Eley y Keith Nield: «Volver a empezar: el presente, lo postmoderno y el momento de la his ­toria social», Historia Social, 50 (2004), pp. 47-58.

[23]Marie-Claude Chaput y Christine Lavail (eds.): Sur le chemin de la citoyenneté. Femmes et cultures politiques...

[24]Joan Scott: «El eco de la fantasía...», p. 123. También Miguel Ángel Cabrera: Historia, lenguaje y teoría de la sociedad, Madrid, Cátedra, 2001.

[25]M.ª Dolores Ramos: «Feminismo y acción colectiva en la España de la primera mitad del siglo XX», en Manuel Ortiz Heras, David Ruiz González e Isidro Sánchez (coords.): Movimientos sociales y Estado en la España contemporánea, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2001, pp. 379-403. De la misma autora, véase la coordinación del Dossier «Laicismo, identidades y culturas políticas: mujeres fragmentadas», Arenal. Revista de Historia de las Mujeres (Universidad de Granada-Ministerio de Asuntos Sociales), 11, 2 (2004), pp. 5-111.

[26]Keith Michael Baker et alii.: The French Revolution and the creation of modern political culture, 4 vols., Oxford-Nueva York, Pergamon Press, 1987-1994, y Patrick Joyce (ed.): The social in question. New bearings in history and the social sciences, Nueva York, Routledge, 2002.

[27]Véanse al respecto las siguientes aportaciones consideradas como algunas de las que mejor re­cogen las premisas teóricas de la historia postsocial: Miguel Ángel Cabrera: Historia, lenguaje y teoría de la sociedad...; y «La crisis de la historia social y el surgimiento de una historia Postsocial», Ayer, 51 (2003), pp. 201-224.

[28]Miguel Ángel Cabrera: «De la historia social a la historia de lo social», pp. 165-192.

[29]Elena Hernández Sandoica: «Joan Scott y la historiografía actual», en Cristina Borderías (ed.): Joan Scott y las políticas de la historia, Barcelona, Icaria-AEIHM, 1996, pp. 259-281.

[30]Seminario Internacional Ciudadanía femenina y Culturas Políticas, dirigido por Ana Aguado y Danièle Bussy Genevois, Valencia, UIMP, 2008.

[31]Las ponencias de estas Jornadas pueden consultarse en la siguiente publicación: Mary Nash y Gemma Torres (eds.): Feminismos en la Transición, Barcelona, Grup de Recerca Consolidat Multicultura ­lisme i Gènere, Universitat de Barcelona, Ministerio de Cultura, 2009.

FEMINISMO LAICISTA: VOCES DE AUTORIDAD, MEDIACIONES Y GENEALOGÍAS EN EL MARCO CULTURAL DEL MODERNISMO

María Dolores Ramos

Universidad de Málaga

SOBRE FEMINISMO, MODERNIDAD Y MODERNISMOS

Paso a la mujer...

AMALIA CARVIA

Quiero iniciar estas líneas recurriendo a la metáfora como forma de conocimiento. Para abordar el tema me serviré de un juego de espejos donde van a verse reflejadas identidades, ideas, relaciones, prácticas políticas, voces de autoridad, genealogías feme­ninas y circunstancias plurales. Las imágenes proyectadas contribuirán a iluminar con sus reflejos, de manera directa o indirecta, determinados aspectos de la realidad. A veces lo conocido en un espejo alumbra lo desconocido en otro, y viceversa. Este recurso ya fue utilizado por Iris Zavala en su ensayo La otra mirada del siglo XX. La mujer en España, donde invitaba al público lector a recorrer los espejos del madrileño callejón del Gato con la finalidad de contemplar las identidades femeninas desde perspectivas diferentes. Fue utilizado, así mismo, por Juan Sisinio Pérez Garzón en el libro colectivo Isabel II. Los espejos de la reina para recrear, igual que en los juegos de imágenes refractantes del film La dama de Shangai, numerosas visiones y estudios sobre este personaje histórico, su reinado y la sociedad de su tiempo. [1]

El juego de espejos reflejará la otredad –las otredades, más bien– del período com­prendido entre 1890 y 1914, sus límites políticos y culturales y también algunas claves identitarias de unos años que fueron, dentro y fuera de España, particularmente intensos y complejos. No en vano la gestación de la sociedad burguesa durante la segunda mitad del siglo XIX había producido la irrupción de nuevos sujetos históricos definidos en términos de clase, sexo-género, raza y etnia, sujetos marcados por las consecuencias de la revolución industrial, la configuración de la familia nuclear y las intersecciones entre los espacios públicos y privados. Estos dispositivos originaron también, conforme se aproximaba el cruce de los siglos, numerosas contradicciones. Así, aunque el liberalismo postulaba la libertad esencial del individuo, cuya voluntad, sumada o enfrentada a otras voluntades, constituía la base de gobierno y subrayaba la neutralidad del yo –un falso argumento, evidentemente–; aunque negaba las redes de privilegios como «cosas del pasado», marginaría de la vida política a amplios sectores, entre ellos a la población femenina, cuyos cometidos sociales y culturales había regulado previamente. [2]

En realidad, las mujeres permanecieron inmersas en sus funciones reproductivas, fieles al papel de esposas abnegadas y madres bondadosas que la cultura burguesa les hacía representar, mientras los hombres –no todos, desde luego– eran considerados su ­jetos políticos capaces de acometer grandes empresas, preparados para vincular su in ­terés personal al bien universal. Con el objetivo de superar esta dicotomía algunos sujetos liberales –mujeres y hombres–, obviando pautas de conducta interiorizadas y claves de autocontrol, potenciaron la crítica del espacio político, cultural e ideológico y desarrollaron diferentes movimientos sociales reclamando prácticas políticas demo­cráticas y derechos sociales igualitarios para los excluidos y las excluidas del escenario político. Así, las mujeres se consideraron a sí mismas –y pasaron a ser consideradas, aunque con reticencias– sujetos reguladores de los dispositivos éticos de la sociedad, engranajes fundamentales en la conquista y desarrollo de la ciudadanía social, proceso al que contribuyeron los feminismos históricos durante la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, básicamente los vinculados a las culturas políticas fourieristas, republicanas, socialistas y ácratas.

El cruce de los siglos certificó que había llegado la hora de que las multitudes –y en cierta medida, las mujeres– «entraran» en la Historia. Esa irrupción dio lugar a la difusión de nuevos productos culturales, contribuyó a la creación de un lenguaje pro­pio y promovió un conjunto de pautas de conducta y expresiones reivindicativas a las cuales no resultó ajena la guerra colonial de 1895-1898. En cualquier caso, el profundo malestar suscitado por el conflicto funcionó como un revulsivo social e impregnó los anhelos de cambio y las prácticas regeneracionistas en una etapa que ha sido calificada como la «edad de plata» de la cultura española y que se extiende hasta los inicios de la guerra civil española. En este periodo los intelectuales, guiados por la idea de compro­miso surgida en Francia a raíz del asunto Dreyfus, intentaron reformar sin éxito la vida pública española, muy crispada por el progresivo desgaste del sistema canovista y por los aires políticos y culturales de signo anticlerical procedentes de Europa.

La modernidad, acelerada con la segunda revolución industrial –electricidad, tur­binas, bombillas, nuevas maquinarias–, debilitó la división «natural» del trabajo entre hombres y mujeres, diluyó la frontera entre familia y sociedad, entre vínculo sexual y vínculo social, aun cuando el desigual valor otorgado a los espacios privados lastrara gravemente los intentos de redefinir el matrimonio, la familia y las relaciones sociales de género desde bases más igualitarias. Buena parte de las polémicas finiseculares se centraron en despejar el «enigma de la feminidad». Los modernos estaban obsesionados por averiguar qué era la mujer, qué querían las mujeres. [3]Pero el interés que mostraron en relación con este asunto fue bastante ambiguo, contradictorio e instrumental, de acuerdo con sus intereses privados y sus afanes públicos, esforzándose en definir los rasgos de la identidad femenina desde el punto de vista del erotismo y la sexualidad, al margen del edificio simbólico de las instituciones, las leyes y los reglamentos, mientras las modernas propiciaban una reconstrucción del sujeto femenino, en lucha por su emancipación y, consecuentemente también, la expansión de los movimientos finiseculares de mujeres que tendrían continuidad en las primeras décadas del siglo XX. [4]Los círculos políticos radicales no quedaron al margen del debate y mostraron su preocupación por establecer un modelo de feminidad acorde con sus ambiciones regeneradoras. [5]En estos ámbitos se encontraban republicanos y librepensadores, quienes otorgaban a sus compañeras de filas un papel socializador, secularizador, cívico, social, «público» en el sentido restringido del término. Al hacerlo tuvieron que reconocer un hecho consumado: la condición de agentes sociales y culturales que ellas habían demostrado en círculos políticos y ateneos populares, cuando no en sus propios domicilios, donde algunas habían tenido la opor­tunidad de asistir –por lo general desempeñando el rol de testigos mudos– a tertulias y conspiraciones políticas, leer libros racionalistas y periódicos radicales como Las Dominicales del Librepensamiento, El Motín, El País, La Tramontana, La Campana de Gracia o El Diluvio, antes de crear su propia prensa política, feminista y anticlerical.

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