Sergio Arlandis López - Olvidar es morir

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Veinticinco años después de la muerte de Vicente Alexandre, los editores y colaboradores del presente volumen han querido rendirle homenaje. El conjunto de trabajos recogidos, busca sumarse a la mejor tradición crítica sobre el poeta e invita a releer con los textos en la mano y combatir una de sus sentencias más escalofriantes: «Olvidar es morir».

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Pero si retornamos a Pasión de la tierra nos encontraremos con la vivencia de que pasión significa a la vez el desbordamiento del amor por la tierra o del amor en general, pero que también significa padecimiento o «pathos», o sea, la culminación de la tragedia: se padece en la tierra y la tierra nos padece (sin olvidar la paganización terrestre de la pasión de Cristo que obviamente subyacía en la mentalidad educativa de toda la España de la época). Incluso el hecho de haber elegido para este libro la arriesgada forma del poema en prosa connota también algo de lo que venimos diciendo: no sólo porque el poema en prosa remita necesariamente a algo prosaico, sino quizás porque de lo que se nos quiera hablar aquí sea, en efecto, de algo así como lo que Hegel llamaría la «prosa de la vida», la literalidad material de lo terrestre y de su contingencia. Esa contingencia que supone el paso o el peso del ser terreno y de la conciencia de estar siempre no sólo sobre la tierra, sino paralelamente, como incrustados en la sombra del «bajo tierra», o sea, enterrados en todos los sentidos. Podríamos decir así que Pasión de la tierra culmina su sombra en los Poemas de la consumación , a la vez que, de una manera inopinada, en los Diálogos del conocimiento , pues aquí esa conciencia de estar «enterrados» en cualquier sentido se mira con una pasión fría y deslumbrante, como si se pudieran mirar –y conocer– la vida y la muerte desde afuera (lo que supondría el verdadero y auténtico conocimiento).

Hay miles de maneras de interpretar la trayectoria poética de Aleixandre, pero si elijo esta del viaje poético de la luz que sabe que la luz proyecta siempre su propia negatividad, su propia sombra, es porque no la considero una lectura inadecuada. Del mismo modo si hemos hablado de Heidegger y hemos traído a colación a Spinoza, tampoco ha sido por gratuidad. Está claro que Aleixandre es un poeta del tiempo, pero no en el sentido machadiano de sentirse inserto en el tiempo (en tanto que única verdad histórica viva), sino más bien en el sentido heideggeriano en el que la palabra del ser, aunque inserta ahí, no se encuentra a gusto en el tiempo, está contra el tiempo, decíamos, se presenta como la necesidad de luchar contra y «entre» el tiempo aunque lo tenga que aceptar y se sienta vencida de antemano. El problema radica exactamente ahí: ¿cómo luchar contra el tiempo? Evidentemente no hay más que una sola fórmula: trocear el tiempo, cortarlo en espacios. Para Heidegger resulta obvio que sólo la espacialidad del ser salva al ser. Por eso le da una habitación, un habitar: la palabra poética como casa del ser. Por el contrario, en el tiempo, el ser, la verdad, carece de casa: peregrina a través de las epocalidades sin encontrar su sitio ni su figura. Es una dolencia de amor o de verdad que no se cura en el tiempo. Sólo se da rehuyéndose, ocultándose, apenas sombreando la precariedad del ente cotidiano. De pronto, como en un fulgor, un relámpago, la opacidad del tiempo se desgarra y el ser encuentra su casa, su lugar, el espacio en que mostrarse como presencia y figura, como verdad plena. Es la palabra poética la que desgarra el tiempo y con su relámpago lo detiene. Obviamente para Heidegger esto ocurre con la palabra de los presocráticos o en los poemas de Hölderlin. Cualquiera puede saberlo y no pretendo hacer una lectura heideggeriana de Aleixandre. Señalo sólo un inconsciente de época, una atmósfera vital que, curiosamente, no siempre se ha entendido bien en el caso de Aleixandre. Aleixandre desprecia la subjetivización de la Poética, como Heidegger desprecia la subjetivización de la Metafísica. Esto es lo que los une en un mismo plano. Lo cual no quiere decir que Aleixandre y Heidegger no estén hablando siempre en primera persona. Sino que buscan un yo realmente trascendental (aunque, por supuesto, esa «trascendentalidad» sea siempre mucho más terrena en Aleixandre). Es quizá lo que sucede ya en el libro Historia del corazón , y casi literalmente en el poema titulado «Entre dos oscuridades, un relámpago». 7 Frente a la cita rubendariana «Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos» que está puesta a propósito al principio del poema quizás por sus reminiscencias religiosas (digamos una especie de angustia cristiana ante el sentido de la vida), la ontología laica de Aleixandre (esa especie de cosmogonía pagana) resulta taxativa. Es curioso que el poema no comience con la duda sino con la afirmación. Sólo que el pathos trágico, la sombra del viaje (del dónde del venir y el hacia dónde ir), queda perfectamente detenido aquí. Así el poema comienza diciéndonos de una vez: «Sabemos a dónde vamos y de dónde venimos». Pero tal afirmación no puede prolongarse más que de una manera: vamos de la oscuridad a la oscuridad. Y así añade Aleixandre: «Entre dos oscuridades, un relámpago». Eso es la vida, pero también puede ser la escritura: un relámpago interior que rasga la oscuridad de la página en blanco. La luz del relámpago sólo ilumina un gesto, un único gesto , nos dicen los versos, apenas una mueca iluminada, y fijémonos bien: «Por una luz de estertor». Es decir, la luz de un instante que enseguida se apaga. Sólo que ese instante, repito, es único y está detenido y brilla. Más piadoso hacia la condición humana que Heidegger y que Hölderlin, Aleixandre no aspira a la divinidad, o a la verdad total, o a la plenitud del ser. Por eso rodea al instante de contornos con límites. Dice: «Pero no nos engañemos, no nos crezcamos». Y aquí los contornos que delimitan. Es preciso acoger ese trozo de verdad que se nos entrega, pero: «Con humildad, con tristeza, con aceptación, con ternura». Es sintomático también que la metáfora del viaje y de la casa que acoge la verdad del súbito relámpago se sitúe precisamente en el espacio del desierto, es decir, en la soledad absoluta, el lugar que no empieza ni termina nunca, el lugar sin rutas hacia donde ir más allá y que borra las huellas de donde se viene: el lugar clave donde se cruzan las dos oscuridades, los dos límites. Incluso esas dos oscuridades borradas se metamorfosean en una luz dulce, la noche del desierto iluminada por la luna. A Aleixandre no le arredra utilizar la leyenda romántica: si la vida es desierto, ¿por qué no hablar del desierto? Si la luna y la noche en el desierto son una imagen legendaria de amor, ¿por qué no usar esa imagen? Puesto que la verdad del ser se da –o nos solicita– en el amor, puesto que la compañía que el relámpago nos ha traído es: «Este rostro triste que alza hacia nosotros su grandes ojos humanos / y que tiene miedo, y que nos ama», ¿por qué no decir que en el fondo ese instante de amor, o ese presente único, está iluminado por: «Una gran luna colgada que dura lo que dura la vida»? Hay que rodear con los brazos esa mirada triste y temblar: «Sobre la vasta llanura sin término donde sólo brilla la luna del estertor». Resulta obligatorio recordarlo. La casa del ser, la casa del amor, dura sólo lo que dura la luna (que es como decir lo que dura la vida: sólo el instante es vida), esa luna que también tiene –y por segunda vez en el poema– una luz de estertor, de muerte; incluso la misma casa es apenas una «tienda de campaña», como nos señala el texto, otra imagen del desierto mordida por el viento desde las profundidades del caos. La pareja humana, tú y yo, ha recorrido las vastas llanuras, quizá juntos, aunque seguramente solos, con el rostro invisible y cansado desde el origen. Y cuando la luna se apague habrá que seguir andando, o juntos o solos, quizá por las mismas arenas. Pero ahora lo que importa es el instante, el momento detenido e iluminado por la luna, ese tiempo roto y quieto tras el relámpago. Dice el texto: «Pero ahora la luna colgada, la luna como estrangulada, por un momento brilla». Es el momento exacto de mirar lo otro: «Mi reposo instantáneo, mi reconocimiento expreso donde yo me siento y me soy». Y besar esa frente y dormir –sólo un momento– «sobre tu pecho como tú sobre el mío». Y Aleixandre culmina el poema insistiendo en ese instante de luna que también mira y es piadosa y ayuda a dormir. O como dice literalmente el texto: «Mientras la instantánea luna larga nos mira y con piadosa luz nos cierra los ojos».

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