La escena del teatro griego debe ser reemplazada por la asamblea, otro espacio público no ya artístico sino político; sin máscaras ni coturnos: los hombres deben hablar con su propio rostro y desde su real estatura. Es otra ahora la representación, juego de la presencia y la ausencia, juego de la heteronomía y la autonomía.
El teatro concentra en el escenario la paradoja de la representación. Representar es sustituir a un ausente, darle presencia y confirmar la ausencia”...“el pensamiento, a pesar de todos los nombres sagrados con que se pretende invocar su espíritu, no es más que el esfuerzo del sujeto por representarse los objetos, dárselos, ponerlos para él y ante él”... “desde los propios griegos, por ‘grande’ que haya sido su inicio, es decir, desde que los ciudadanos, adueñándose de la palabra, recusaron la ley divina, su lengua (el mito), y sus maestros de la verdad (reyes, poetas y adivinos)”... “Inventar la ciudad es inventar la representación, el lugar donde el poder se disputa y se delega, donde cada uno puede presentarse en el centro del círculo y decirle a la asamblea cómo él se presenta lo que sucede y lo que hay que hacer. Lugar de nacimiento del escepticismo, del conflicto de las interpretaciones, de esa multitud de dobles, eîdos o eídolon, phantasía y phantásma, cuya apariencia corre el peligro de ser un falso semblante.7
Esta representación que se despliega en los juicios políticos de Atenas, bajo el mandato de la verdad y del orden, se nutre de una doble representación: por un lado la defensa del acusado al amparo de la ley humana, por otro, la de la filosofía como teoría que ordena el conflicto en el que aparecen las diferentes interpretaciones de la ley y su búsqueda de justicia.
La ausencia se profundiza en estos escenarios, teóricos y prácticos, donde se exponen las representaciones de los sujetos y de los pensamientos. La sustitución del actor del teatro por el actor de la polis trae consigo la sustitución en la teoría de la narración dramática por la lógica aristotélica, la que está anticipada en los argumentos y contra-argumentos de los diálogos platónicos como germen del silogismo práctico.
La filosofía se levanta pues contra la tragedia porque se levanta contra el conflicto. O –para decirlo con mayor precisión– porque ‘cuando encuentra el conflicto, lo hace a partir y dentro del presupuesto del orden’... En otras palabras, la filosofía no piensa el conflicto, sino que lo representa, es decir, lo ordena. ‘No existe filosofía del conflicto que no reduzca a éste al propio orden categorial y por tanto que, en definitiva, no lo niegue precisamente mientras lo representa y a través de tal representación’... Así pues, el conflicto, realidad factual de la política, ‘no entra en los esquemas representativos de la filosofía política, no es pronunciable en su lenguaje conceptual’... Si todo esto fuera cierto, la filosofía política sólo podría pensar el conflicto en el mismo movimiento en el que piensa las formas de encuadrarlo, superarlo, disolverlo, y, por estas vías, sacarlo de escena. Ahora: Si por un lado la trama categorial de la filosofía política –a diferencia de la del pensamiento trágico– está incapacitada para hacerse cargo de la centralidad e irreductibilidad del conflicto, y por otro lado éste constituye la propia materialidad de la política, la conclusión que se desprende es que, contra lo que podría pensarse, la filosofía política no es un conocimiento apto (...) para pensar precisamente la política.8
Una filosofía del orden, que desemboca en el disciplinamiento, reduce el discurso político a mera creación de instituciones que encauzan los cuerpos dóciles hacia la normalidad y encierran los cuerpos desviados en los espacios destinados a la anormalidad como investigó Michel Foucault.
Aceptar el conflicto como parte de la convivencia, admitir el desorden como lo mismo y no como lo otro , ilumina la mirada filosófico-política haciendo más amplio su horizonte.
Desde la aceptación de lo trágico, como conflicto de valores, podemos imaginar a Shylock, el personaje del Mercader de Venecia , como la contracara de Sócrates. ¿Qué justicia reclama el primero y qué justicia admite el segundo?
Shylock espera una justicia que está más allá de la ley escrita9, demanda igualdad, reconocimiento, solicita una justicia a un problema ancestral que excede al momento presente. Sócrates acepta la ley, aún cuando esa ley sea injusta. Mientras uno reclama ser visto como humano, el otro comprende que su humanidad se dignifica en una muerte que corona una vida regida por principios.
En los griegos advertimos una teoría del valor como intercambio y una teoría del amor como don. El intercambio se produce en un tiempo real, donde lo que se da se compara proporcionalmente con lo que se recibe, ese intercambio es del universo de las cosas y también es del universo de los hombres; el don en cambio se ofrece en otra temporalidad, ya que no hay devolución posible; en todo caso el dar y recibir se completa en una tríada en la que devolver es entregar un legado a generaciones venideras como investigó Marcel Mauss. Es la diferencia aristotélica entre magnificencia y magnanimidad .
Pero esto es que pensamos en relación al porvenir, a lo que se ofrenda a los que vendrán en el poema de Bertolt Brecht10; pero puede pensarse en relación a lo heredado en la poesía de René Char11. Es entonces que la justicia no está circunscripta en la demanda actual, sino en la intemporalidad de las tradiciones que han sido mancilladas. En muchas ocasiones hablamos de los desheredados, pero en realidad todos heredamos, aún los que menos tienen; la pobreza y la marginalidad también se heredan, como la exclusión y la indiferencia ante la desgracia, propia o ajena.
Entre la deuda y el don, nuestra temporalidad no es puro presentismo, es tiempo pasado y es futuro, es por esta razón que quien clama por justicia lo hace en nombre de una ley tanto real como imaginaria; tanto desde el pasado que vuelve, como en la injusticia que se repite.
Jacques Lacan propone en Shylock a ese sujeto que pide, sin saberlo, en nombre de su humanidad.
Sólo cabe asombrarse una vez más ante el rodeo del increíble genio que guió a quien llamamos Shakespeare, cuando fijó sobre la figura del mercader de Venecia esa temática de la libra de carne que nos recuerda la ley de la deuda y del don, ese hecho social total, como se expresa, como se expresó después Marcel Mauss; pero no era por cierto una dimensión para dejar escapar en la época lindera del siglo XVII; la ley de la deuda no obtiene su peso de ningún elemento que podamos considerar pura y simplemente como un tercero, en el sentido de un tercero exterior. El intercambio de las mujeres o de los bienes, como lo recuerda Lévi-Strauss en sus Estructuras elementales, aquello que está en juego en el pacto, no puede ser y no es sino esa libra de carne que, como dice el texto del Mercader, ha de ser sacada “bien cerca del corazón”.12
Es por esto que los filósofos han tomado la herencia heideggeriana en su tesis más fuerte: la que afirma que el ser y el tiempo no pueden ser ontologizables . En este punto la tragedia y la poesía están “fuera del tiempo”, como la revolución, como la demanda de justicia.
El hombre justo en el pensamiento de Platón es aquel que –como Sócrates– ha decidido aceptar la ley de la polis, desde su humanidad: noble y racional, entre el valor y la templanza.
Si reemplazamos la escena platónica de la Apología de Sócrates por la escena de El mercader de Venecia , el hombre justo es aquel que habla en nombre de sus ancestros, de la tradición siempre traicionada, porque hay algo que se escapa en la ley positiva, hay algo que siempre queda afuera de la conciencia o en sus márgenes. El hombre está incompleto, entre la demanda y la ofrenda, entre lo que da y lo que recibe.
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