Estados Unidos nunca aprobó la enmienda, impulsada por FDR, que hubiera consagrado los derechos sociales al nivel constitucional 5. Pero su viuda, Eleanor, tomó el proyecto como propio y al terminar la Segunda Guerra lo promovió para que fuera adoptado en la recientemente creada Naciones Unidas. Un equipo de juristas y diplomáticos, entre los que se encontraba el chileno Hernán Santa Cruz, desarrolló la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Años después, la mayoría de los países miembros de la ONU suscribieron el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. Estos dos documentos se convirtieron en las bases de otros acuerdos y tratados internacionales, y en el sustento jurídico y político de una serie de iniciativas tendientes a incorporar derechos sociales a un gran número de constituciones. Según la información recopilada en el Proyecto Constitute , en la actualidad 151 de las 202 constituciones analizadas establecen el derecho a la educación, 146 el derecho a la salud, y 128 el derecho de los ancianos a recibir apoyo financiero o material de parte del estado (derecho a pensiones).
Pero, como argumenta Juan Ignacio Correa en este importante texto, la incorporación de estos derechos de segunda generación no asegura que las prestaciones del caso ―se trate educación, salud, pensiones, vivienda u otras― sean provistas en forma eficiente y oportuna, y de una cierta calidad. Hay países con un impresionante catálogo de derechos que tienen condiciones sociales paupérrimas; muchos de ellos en la propia región latinoamericana. También hay naciones que no incluyen estos derechos en sus cartas fundamentales, y que proporcionan los servicios del caso de una manera más que adecuada. La historia sugiere que incorporar los derechos de segunda generación en la constitución no es condición ni necesaria ni suficiente para mejorar las condiciones sociales de los ciudadanos 6. Sin embargo, hay en todo esto un nivel simbólico que no se puede ignorar. Incluso, podría decirse que en el tema constitucional hay una dimensión estética. No es lo mismo una constitución aprobada (aunque sea tan solo en su primera versión) en dictadura, que una discutida e implementada bajo democracia. Los dos textos pueden ser idénticos, pero el segundo es superior ―en lo estético y simbólico― que el primero.
Las preguntas centrales ―abordadas con elegancia, mesura y equilibrio por nuestro autor― son dos: cuál es el mecanismo para garantizar y hacer cumplir estos derechos, y cómo serán financiados. Desde luego, ambas preguntas se encuentran íntimamente relacionadas. El tema se hace más complicado si, además de incorporar derechos sociales, el nuevo texto incluye una cláusula sobre equilibrio fiscal o endeudamiento sostenible. ¿Qué pasa si para cumplir con un mandato constitucional relacionado con un derecho social, se termina violando la cláusula de la regla fiscal? ¿Cuál de los dos principios constitucionales tiene primacía? Desde luego, este es el tipo de dilema que los tribunales constitucionales han tenido que enfrentar desde tiempos inmemoriales. Pero el que sean casi rutina, no los transforma problemas de fácil resolución. Una solución posible, como ha indicado Cass R. Sunstein, es hacer como Sudáfrica, y establecer que los gobiernos harán el mayor esfuerzo posible, dentro de sus posibilidades presupuestarias, para cumplir con los derechos sociales 7. Desde un punto de vista práctico, esto significa que en la medida que los países progresen, y sus capacidades financieras mejoren, podrán dar cumplimiento a estos derechos de una manera más completa.
Juan Ignacio Correa ha escrito una obra importante y necesaria para el momento chileno actual. Explica, comenta y ordena la discusión sobre derechos. La perspectiva es histórica y analítica a la vez. Desmenuza las opciones con una imparcialidad asombrosa para los tiempos que estamos viviendo. Estas notas/reflexiones/apuntes debiera ser lectura obligatoria para todo aquel que quiera participa en el proceso constituyente próximo. Pero no deben leerlo solo los postulantes a la Comisión Constituyente, sino que también quienes sigan el proceso en los márgenes.
Sebastián Edwards
Henry Ford II Distinguished Professor, UCLA
Los Ángeles, California
2 de diciembre 2020
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1Schauer, Frederick: Constitutions of Hope and Fear, en The Yale Law Journal (2014), p. 528. Este punto, naturalmente, ha sido hecho por varios constitucionalistas, incluyendo Bruce Ackerman, quien ha aparejado el miedo con la humillación y la esperanza con el orgullo.
2La copia original del discurso que FDR leyó ante la sesión conjunta del Congreso se puede consultar en: https://bit.ly/3fWnUsW
3Esta lista fue presentada por el presidente Roosevelt el 11 de enero de 1944, pocos días antes de asumir por cuarta vez, como presidente de la Unión. Sunstein, Cass. R. (2009): The Second Bill of Rights: FDR’s Unfinished Revolution―And Why We Need It More Than Ever. Basic Books.
4Disponible en: https://bit.ly/3mxLLBx.
5Para a sorpresa de muchos, la constitución de los EE.UU. no incluye ningún derecho social. Dos comentarios caben hacer al respecto: Primero, las cortes –incluyendo la Corte Suprema, que actúa como tribunal constitucional– ha establecido que leyes amparando estos derechos son constitucionales. Segundo, las constituciones de todos los estados incluyen los derechos constitucionales básicos.
6Edwards, S. & Marin, A. G. (2015): Constitutional rights and education: An international comparative study. Journal of Comparative Economics, 43(4), pp. 938-955.
7Sunstein (2009).
Las reglas diferenciadas establecidas en favor de los militantes de los partidos políticos en perjuicio de los independientes interesados en participar en la Convención Constituyente se traducen en que seguramente estos últimos tendrán una presencia menor a la deseada 1. Los partidos definieron qué independientes les eran tolerables en sus listas. Los que no les generaron confianza, quizá por tener opinión propia, mirarán desde la vereda del frente.
Creemos que habrá ―al menos— dos aspectos que definirán la Nueva Constitución: por un lado, su régimen político (diseño de la distribución del poder entre el ejecutivo y el legislativo, centralismo versus descentralización, iniciativas populares en materias electorales y fiscalizadoras, sistema electoral en razón de la gobernanza, etcétera) y, por otro, la regulación que recibirán los derechos sociales.
Cualesquiera que sean las definiciones sobre dichas materias, todo texto constitucional debe superar antes que nada el test de la claridad . La jueza de la Corte Suprema de los Estados Unidos Ruth Ginsburg, fallecida el pasado mes de septiembre, creía que la forma de rebasar exitosamente ese examen era concibiendo la escritura como artesanía, preocupándose de cada detalle. Deben ser innumerables ―remachaba― los borradores que conforman un texto final. Lo ideal ―nos decía— es que nadie tenga que leer dos veces un párrafo para entenderlo. Contaba Ginsburg que, en sus diecisiete años como profesora universitaria, el día del examen escribía en el pizarrón: escritura clara y concisa 2.
Estas opiniones de la jueza Ginsburg nos reconducen a Vargas Llosa, más bien a sus Cartas a un novelista . En ellas, el premio Nobel clama por el estilo de Flaubert: Le mot juste . El de la palabra justa-única, aquel que expresa cabalmente una idea. ¿Cómo encontrarla?, se pregunta Vargas Llosa. Muy sencillo: oyendo al oído. La palabra justa-única suena bien, tiene eufonía, está sacudida de la ingratitud de los ángulos agudos, de las sílabas guturales, de sus notas agrías o destempladas, no desentona ni chirría 3.
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