Rafael Echeverría - Por la senda del pensar ontológico

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"Este nuevo quehacer tiene dos ejes importantes: la calle y la vida. La filosofía que hoy hace falta requiere apoderarse de la calle, tiene que volver a la plaza, a los espacios públicos de congregación de los ciudadanos. La filosofía debe dejar de ser un reducto de unos pocos iniciados que hablan un lenguaje que los demás son incapaces de entender y mucho menos de seguir. La filosofía requiere recuperar la calle que perdió hace mucho tiempo. Ella nació en la calle y debe volver a ella. Tiene que estar en las marchas, en las manifestaciones, tiene que ser parte de los grandes carnavales".

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En estos últimos países, seguía ocurriendo un desarrollo filosófico que seguía mostrándose reticente a las especulaciones metafísicas y se apoyaba en orientaciones empiristas, de mayor afinidad con una ontología naturalista. La filosofía analítica se había concentrado desde muy temprano en estudiar los lenguajes formalizados, como por ejemplo el lenguaje de las matemáticas y de la lógica. Ello le permitiría realizar un ataque a la metafísica desde un lugar muy diferente, pero no menos demoledor.

Una de las figuras centrales en ello es la de Bertrand Russell, figura emblemática en las investigaciones de los lenguajes formalizados y defensor a ultranza del rigor lógico y del uso adecuado del lenguaje. Russell, que es particularmente alérgico al razonamiento metafísico, nos demuestra cómo muchas de las conclusiones a las que esta arriba, resultan de razonamientos defectuosos, de caer recurrentemente en trampas que nos tiende el lenguaje al hacer uso, por ejemplo, de un mismo término para dar cuenta de significados diferentes. La metafísica, nos muestra Russell, «se confunde» y, apoyada en el uso de un mismo término, concluye sosteniendo la equivalencia de los significados. La metafísica, nos indica Russell –y muy particularmente la metafísica de Hegel– está atrapada en conclusiones que resultan de un pensar no riguroso.

La crítica de Russell a Hegel, muy diferente de aquella que le había dirigido Feuerbach, será todavía más contundente. El edificio metafísico construido por Hegel pareciera venirse abajo. Las críticas que recibe Hegel generan una crisis de legitimidad que compromete al conjunto de la tradición metafísica. La metafísica deviene crecientemente sospechosa. El caldo de cultivo para una gran subversión comienza a prepararse.

Mientras tanto, la filosofía analítica genera nuevos desarrollos interesantes. Muy pronto, de la mano de G. E. Moore, deja de interesarse sólo en los lenguajes formalizados y se apropia del lenguaje ordinario. Con ello legitima el lenguaje de los hombre y mujeres de la calle. Previamente, se había considerado que sólo los lenguajes formalizados, propios de las matemáticas y la lógica, eran los únicos adecuados. Ahora se revierte la consigna. El lenguaje ordinario no sólo está bien como está, él es a la vez el sustento y condición de posibilidad de los lenguajes formalizados. A partir de este giro, se preparan las condiciones para el nacimiento a una nueva disciplina filosófica: la filosofía del lenguaje. Dentro de sus representantes más destacados cabe mencionar las figuras de Ludwig Wittgenstein y J. L. Austin.

Ludwig Wittgenstein, el fundador de la filosofía del lenguaje, nos advierte que todo lenguaje es una forma de vida. Se trata de una proposición que permite múltiples interpretaciones. Una primera interpretación nos permite considerar al lenguaje en relación a una determinada comunidad y, de esta forma, como el idioma particular de un grupo humano. El lenguaje es un fenómeno social y, por lo tanto remite a la comunidad que lo sostiene. De modo que, el lenguaje da cuenta de una red de significados a través de la cual esa comunidad observa (confiere sentido), actúa y, en definitiva, vive.

Sin embargo, el lenguaje no es socialmente homogéneo sino que adquiere modalidades diversas en distintos segmentos de la sociedad. Diversos segmentos, clases y grupos sociales asumen lenguajes diferentes y es posible reconocer diversidades de lenguaje en los distintos cortes que hagamos del cuerpo social. El lenguaje de los hombres y las mujeres no es el mismo y de ello resulta una manera de organizar el mundo muy diferente. De la misma forma, existen diferencias de lenguaje por sectores de diferentes edades. Las distintas generaciones suelen hablar de manera diferente y ellas dan cuenta de formas de vida distintas. Las diferentes clases sociales suelen diferenciarse también en sus modalidades de lenguaje. Hay diferencias de lenguaje según zonas geográficas. Podemos descubrir diferencias de una empresa a otra, de una escuela a otra, de una familia a otra, de una profesión a otra, etcétera. Podemos incluso cruzar todos estos cortes y descubriremos diferencias de grupos cada vez más reducidos.

De esa forma, podemos desarrollar una segunda interpretación sobre la relación entre el lenguaje y la forma de vida centrada esta vez en el individuo. Esta es una relación que nos ha parecido siempre fascinante. Nuestra forma de ser se expresa en la forma como somos en el lenguaje. Según las distinciones que poseamos (o que no poseamos), según los juicios que hagamos (o que no hagamos), según las narrativas que desarrollemos, etcétera, conformaremos uno u otro mundo a nuestro alrededor, desplegaremos determinadas relaciones, emprenderemos determinadas acciones y obtendremos ciertos resultados y no otros. Nuestra vida será distinta.

Pero hay más que distinciones, juicios y narrativas (podríamos incluso añadir otros términos a esta lista). Ellos enfatizan el aspecto semántico del lenguaje, ligado a nuestra capacidad de conferir sentido y, por lo tanto, a nuestras modalidades de comprensión de lo que sea el caso (nosotros mismos, los demás, el mundo, la vida, etcétera). Todo lenguaje, además de una semántica, conlleva una pragmática y especifica por lo tanto, no sólo modalidades de conferir sentido sino también de comportarse. No podemos separar el lenguaje de la acción. Austin es el primero que reconoce que el lenguaje es acción.

En consecuencia, todo lenguaje también puede ser examinado en términos de competencias e incompetencias. Una cosa, por ejemplo, es poder distinguir una petición y por lo tanto poder reconocerla. Otra cosa muy diferente es saber ejecutarla competentemente. Una cosa es entender lo que significa cuando alguien dice «No»; otra muy diferente es poder ejecutarlo. Y así como estas, el lenguaje involucra una infinidad de competencias lingüísticas que afectan de manera determinante nuestra forma de vida. Cada área de competencia y de incompetencia lingüística determina nuestra forma de ser.

Hacia una convergencia de las dos grandes corrientes de la filosofía moderna

El lenguaje, por lo tanto, no sólo expresa una particular forma de vida. El lenguaje configura una particular forma de ser. Pues bien, nos es posible intervenir tanto en el dominio de la semántica, asociado a nuestra capacidad de conferir sentido, como en el dominio de la pragmática, asociado a nuestra capacidad de acción. Podemos evaluarnos, reconocer insuficiencias y podemos, sobre todo, corregir y aprender la manera de incrementar nuestras competencias. Podemos actuar sobre nuestra capacidad de observación y de acción que el lenguaje nos proporciona. El lenguaje nos provee la posibilidad de intervenir en nuestras vidas para vivir mejor y de intervenir en nosotros mismos para llegar a ser distintos.

La filosofía del lenguaje, en consecuencia, nos proporciona una posibilidad muy concreta para reintegrar la reflexión filosófica con nuestra forma de vida y de volver al espíritu de los filósofos clásicos. Pensar el lenguaje representa una posibilidad para reflexionar sobre la vida de la misma manera como la reflexión sobre la vida suele conducirnos a pensar sobre el lenguaje. Así como no nos es posible separar el lenguaje de la acción, tampoco nos es posible una separación radical entre lenguaje y vida. Nuestra propia propuesta, la ontología del lenguaje, no es sino un esfuerzo por mostrar y desarrollar esta relación. Ella arranca de la pregunta ontológica, o de la pregunta sobre el fenómeno humano que nos legaran Heidegger y Nietzsche, respectivamente, y busca responderla de la mano del lenguaje, siguiendo las huellas de Wittgenstein y Austin.

Es interesante comprobar lo que ha acontecido. Desde la filosofía continental, más inclinada a dejarse llevar por el influjo de la metafísica, se ha producido una primera rebelión. Esta se manifiesta en las figuras de Feuerbach, Nietzsche, Heidegger y el desarrollo de la filosofía existencial. Desde allí no sólo se han puesto en cuestión los supuestos de la metafísica, sino que se ha iniciado una reflexión filosófica profunda sobre el fenómeno humano, volcando nuevamente la balanza hacia una ontología antropológica. La reflexión sobre el ser humano conduce a los filósofos continentales a reconocer la importancia que posee el lenguaje en la existencia humana.

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