Salvador Albiñana Huerta - Añorantes de un país que no existía

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«Añorantes de un país que no existía» es un verso del poeta Antonio Deltoro dedicado a sus padres. Traza un apunte biográfico de Ana Martínez Iborra (1908-2002) y de Antonio Deltoro Fabuel (1906-1987), dos universitarios valencianos que estudiaron en el tránsito de la Dictadura de Primo de Rivera a la República y que trenzaron sus vidas hacia 1931. Miembros de la FUE y del Partido Comunista, participaron en la escena política y cultural de la Valencia republicana, y Deltoro fue secretario de Josep Renau en la Dirección General de Bellas Artes entre 1936 y 1938. Profesores de enseñanza media de Geografía e Historia y Literatura, el exilio los llevó a Francia, República Dominicana y, en 1941, a México. Allí fallecieron. Con el título «Dos conversaciones con Antonio Deltoro Fabuel (1978-1979)», se editan por primera vez dos entrevistas realizadas en Ciudad de México, en 1978 y 1979, por Francisca Perujo y Matilde Mantecón, pertenecientes a la llamada segunda generación del exilio. Una edición anotada por extenso para documentar mejor los episodios referidos por Deltoro y percibir el eco de las voces y los encuentros que fueron creando su mundo, en particular en los años que median entre 1929 y 1939. Ana Martínez Iborra y Antonio Deltoro lograron rehacer su vida afectiva y profesional en México y, aunque no vivieron atrapados en el anhelo del regreso -cancelado en torno a 1946-, no resultó fácil vencer la nostalgia. Fue el doble rostro del exilio, entre la integración y el desarraigo, escindido entre México y España. La edición se completa con un apartado de textos y documentos y con una selección de poemas que su hijo publicó entre 1992 y 2017, a la que ha puesto por título «Poemas a mis padres».

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Deltoro ideó la publicación, dirigió los dos primeros números y debió de colaborar en el tercero, en cuyo crédito aparece como director Justo Tur Puget, militante de las Juventudes Socialistas Unificadas. En el último –una doble entrega 5-6, aparecida en julio de 1941– podía leerse una defensa de la Unión Soviética que refleja la impronta sectaria que lamentaba Deltoro. Para entonces ya había dejado atrás República Dominicana. José Puche, presidente de la filial mexicana del SERE, envió el auxilio económico para el pasaje. Ana y Antonio salieron de Santo Domingo rumbo a La Habana. Un viaje accidentado en el que Ana sufrió un aborto que les obligó a permanecer un mes en la isla. 54

***

República Dominicana, el primer contacto con América, había sido casi una aventura; todavía no era el exilio. Tampoco lo fue inicialmente México, a donde llegaron en mayo de 1941.

Nosotros pensábamos –como creo que todos– que si España había sido el primer país que se había enfrentado al fascismo, al triunfar la democracia sobre el fascismo nos iban a reponer, era lo normal. No pensábamos que el exilio iba a ser tan largo. Nuestra mentalidad era la de hombres en tránsito… y madurar un poco, pasar ese poco de cualquier manera.

A lo largo de las entrevistas, Deltoro utilizaba indistintamente los términos emigración , refugiado y exilio , cultismo algo más tardío reintroducido por el destierro republicano de 1939. Apenas recurre –con tan solo dos menciones– al neologismo transterrado , controvertida y afortunada sugerencia de José Gaos que aspiraba a resolver la tensión entre el atavismo y el nuevo arraigo y era, a su vez, un gesto de reconocimiento a México. Para el también filósofo Adolfo Sánchez Vázquez se trataba de un eufemismo bien intencionado pero deformante: «el exilio –concluyó– es un desgarrón que no acaba de desgarrarse, una herida que no cicatriza, una puerta que no parece abrirse y nunca se abre». 55

No resulta fácil determinar, lo ha apuntado Clara Lida, cuándo el refugiado convirtió lo extraño en íntimo, en qué momento, por decirlo con la precisa imagen de Vicente Llorens, la emigración fue dejando atrás una vida a medias para iniciar una vida de veras . 56 Un proceso que se resiste a pautas y a moldes comunes y se fue desplegando en el trabajo y los afanes cotidianos. Apenas llegados, Ana y Antonio adoptaron la nacionalidad mexicana, acogidos a una norma reciente que permitía mantener la española: «Yo soy mexicano, sigo siendo mexicano», afirmaba Deltoro al final de la entrevista con Mantecón. «No he tenido nada que ver con la nueva embajada española».

Fue recién acabada la Segunda Guerra Mundial cuando adquirieron conciencia de que el triunfo de los aliados no representaba el final del exilio. Deltoro habla en 1978, tras casi cuarenta años de vida en México. Sin embargo, en su relato, México se agosta. La vida vivida cede el paso a la vida recordada: «La guerra de España… siempre la guerra de España, en carne viva y no obstante no vivida, como telón de fondo de la casa y los rayos», escribe su hijo en «Agua enlodada», un poema en el que evoca su infancia. Quizá acierta Brodsky al decir que el exiliado es un ser retrospectivo. 57

Apenas llegados, lograron trabajo en el Instituto Luis Vives –nombre de claro alcance simbólico–, el primer centro educativo creado por el exilio en la ciudad de México, abierto en enero de 1940. Fue un trasplante del programa institucionista y pronto gozó de un gran prestigio. Deltoro ingresó en agosto de 1941 como profesor de Literatura Española, plaza vacante por la salida de Concha de Albornoz. Ana lo hizo algo después, por el fallecimiento de Pedro Moles, y fue una reconocida profesora de Geografía e Historia por largo tiempo, entre 1941 y su jubilación en 1978:

Un cuarto a espadas al surgir Antonio Deltoro en este breve repaso de conocimientos previos, afirmó elogioso el escritor Manuel Andújar. No sólo competente y alentador maestro de literatura en la mejor etapa del Instituto Luis Vives, sino catador docto de nuestros escritores principales, sin condescender cuando aplicaba sus plausibles normas de valoración. 58

El salario era escaso y las necesidades económicas crecientes con el nacimiento de sus hijos Ana (1942) y Antonio (1947). Además de la docencia hubo de atender otras tareas, como la venta a domicilio de los volúmenes del diccionario de UTEHA –uno de los grandes logros editoriales del exilio–, dar clases de español en la embajada soviética, como recuerda Ana, o trabajar de agente médico en los laboratorios de IQFA, una empresa química creada por el SERE. Los primeros años exigieron un continuado y laborioso esfuerzo. «En nuestra casa –recordó el poeta Antonio Deltoro– había una soleada austeridad, una conciencia de las penurias mezclada con jacarandas; vivíamos de forma que nos permitía comer todos los días». 59

Antonio Deltoro Fabuel Antonio Deltoro Martínez Ana Martínez Iborra y Ana - фото 17

Antonio Deltoro Fabuel, Antonio Deltoro Martínez, Ana Martínez Iborra y Ana Deltoro Martínez, México, 1955. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.

En 1951, razones económicas llevaron a Deltoro a abandonar la docencia de manera definitiva y comenzó a trabajar en la mejor retribuida industria farmacéutica. La decisión no debió de resultarle fácil: «Allí torcí mi destino, […] Ya me había orientado en un derrotero un poco falso, la propaganda farmacéutica…», le confesaba a Matilde Mantecón en una afirmación no exenta de tristeza, como si con ella se produjera la quiebra de una vocación y de un interés profesional por las letras. Mantuvo el gusto por la lectura –y así le retrató su amigo Renau en 1944–, y como directivo de imagen y publicidad pudo aplicar de algún modo sus conocimientos sobre la tipografía y el diseño. Deltoro ideaba la imagen, redactaba el texto y cuidaba su impresión, por lo común en los talleres de Elicio Muñoz Galache, un impresor del exilio. La biblioteca que fueron reuniendo Deltoro y Martínez Iborra, conservada en la actualidad por sus hijos Ana y Antonio, reunía el amplio catálogo del exilio en México, era variada de autores y temas –en particular en lo referido a historia, artes y letras– y contaba con un buen número de primeras ediciones de poesía española contemporánea. Los libros, al igual que las revistas, en su mayoría escritas por y para el exilio, fueron otro ejercicio de memoria de la España perdida.

Ana y Antonio, como tantos exiliados, irían arraigándose en México –un país por el que viajaron y al que mostraron aprecio–, al tiempo que se insertaron en las redes de sociabilidad española, una amplia y densa trama a la que también incorporaron a los «gachupines», los viejos residentes de la tradicional emigración en cadena. Deltoro admitió el error de haberlos desdeñado inicialmente desde la supremacía moral de los derrotados republicanos. Fueron variados los espacios e instrumentos de esa trama. Noticias, libros o espectáculos que llegaban de España, un flujo nunca interrumpido entre ambas orillas. También entidades asociativas como el Ateneo Español de México, creado en 1949, que propició los intercambios entre el exilio y el medio cultural mexicano, o la Casa Regional Valenciana, en cuya revista Mediterrrani Deltoro colaboró por un tiempo. 60 En los primeros años frecuentó las ruidosas tertulias de españoles. Simón de Otaola, excelente cronista del destierro, lo menciona en el café El Papagayo, sentencioso y admirado de Carmen Laforet, cuya novela Nada se había publicado en 1944, y receloso del interés de Camilo José Cela. A finales de los años cincuenta, Ana y Antonio abandonaron la militancia en el Partido Comunista. Debió de existir un desinterés cada vez mayor previo a la decisión formal, si bien Deltoro –siempre hostil hacia los anarquistas al referir episodios de la guerra– mantuvo lo que Rueda ha llamado «la memoria orgánica de partido». El exilio propició en cierto modo una «despolitización»; el refugiado no podía intervenir en la política mexicana –aunque tampoco se interesó en hacerlo–, y entre los sectores intelectuales vinculados al Partido Comunista existió, a juicio de Faber, un progresivo desengaño. 61 Las relaciones amistosas fueron determinantes en esa red de afectos que hicieron posible una España vicaria. Un amplio círculo en el que menudearon el escenógrafo Manolo Fontanals, Gabriel García Maroto, León Felipe y Álvaro Custodio –vuelto a ver desde los días de Santo Domingo–, así como José Ignacio Mantecón, Luis Buñuel y Roces, amigos muy frecuentados a quienes Deltoro llama el trío de la bencina. Ruy Renau recuerda a Ana y a Antonio –«amigos de juventud de mis padres en Valencia»– en las comidas dominicales, en la amplia casa que Renau y Manuela Ballester –que retrató a Ana en 1942– tenían en Mixcoac. Fue una relación muy cercana, que alcanzó también a sus hijos.

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