Carmen García Monerris - La Corona contra la historia

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José Canga Argüelles (1771-1842) es, posiblemente, uno de los personajes menos conocidos de la Ilustración tardía y del primer liberalismo en España. De él se han resaltado siempre sus cualidades como pragmático hacendista y su faceta de autor del celebérrimo Diccionario de Hacienda. Este libro reconstruye parte de su trayectoria inicial y su llegada a Valencia (1804), donde alentaría una peculiar reforma del Real Patrimonio valenciano. La importancia y la intensidad del proyecto patrimonialista fue tan grande que, de hecho, el personaje pasa a un segundo plano para ceder el protagonismo al conjunto de la sociedad valenciana que vio y soportó con cierto estupor cómo se desencadenaba, desde las mismas instancias provinciales de la monarquía, un auténtico «empapelamiento colectivo» que ponía en cuestión títulos y privilegios. Con objetivos fiscales, pero de profundos efectos antiestamentales y antiseñoriales, y con una neta reivindicación de los perfiles universalistas y homogeneizadores del absolutismo reformista, el seguimiento de los avatares de esta reforma permite, además, vivir desde dentro los conflictos siempre latentes de una monarquía que nunca llegó a resolver del todo los mecanismos y los efectos derivados de la alternancia entre la vía administrativa y la vía judicial. Muchos de los afectados pensaron, desde luego, que la Corona estaba actuando «sin límites». Lo que sucedió después, tras la triple crisis de la monarquía, al menos en el País Valenciano, puede y debe ser analizado a partir de esta experiencia irrepetible.

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Además, el derecho de los particulares que se infiere de las provisiones expedidas por Consejo de Castilla para el repartimiento de las tierras baldías y concejiles tampoco tiene cabida en los pueblos del Reino de Valencia, «en los que el dominio territorial, y la facultad de establecer es del Real Patrimonio». Al no disponer ni los ayuntamientos ni sus propios de tierras baldías ni concejiles, «falta la razón que autoriza y justifica el repartimiento a favor de los particulares». El único derecho de éstos es solicitar licencia de establecimiento a «los dueños directos y solariegos», entre ellos el propio monarca. El «reino bien ordenado» o «bien establecido» que pretende Branchat es también, en aspectos sustantivos, un «reino diferenciado» respecto a otras realidades político-territoriales. En un momento de neto empuje roturador al calor de una tendencia alcista como la que se registra, en general, en el siglo XVIII, varias y reiteradas sentencias en contra de las ciudades realengas en el País Valenciano certifican y reiteran la titularidad de este derecho en el Real Patrimonio y, en consecuencia, la jurisdicción privativa del intendente en esta materia: Bocairente, Alcoy, Penáguila, Catral, Orihuela, Alcira, Ibi, Morella, Biar, Alpuente, Aras o Titaguas... todas ellas en las décadas de 1760 y 1770 (pp. 232-234ns67-75).

Ayuntamientos y señores particulares son, en consecuencia, las dos principales amenazas que se ciernen sobre este fundamental derecho del Real Patrimonio. Sin embargo, la insistencia de Branchat en los primeros no se corresponde con el casi silencio que guarda respecto a la acción depredadora de los segundos. Existen, es cierto, alusiones al aprovechamiento por parte de «muchos hacendados para reducir a cultivo varias porciones de tierra realenga sin licencia alguna» en las «guerras y turbaciones» que padeció el reino con ocasión de la expulsión de los moriscos o de la Guerra de Sucesión (p. 231); pero nada comparable a su obsesión por contener a las corporaciones municipales en sus justos límites en tanto que competidoras natas del Real Patrimonio. Los «dueños baronales», más que competidores, son copartícipes de un derecho que, originario del rey por derecho de conquista, les es trasladado

en los pueblos que les fueron donados o vendidos con todo su territorio, y derecho de establecer los terrenos incultos, que después de la expulsión se reservaron expresamente en las nuevas encartaciones: y por lo mismo siempre han establecido el Real patrimonio, y los dueños territoriales todas las casas, tierras y aguas, han vendido las leñas de los montes, y arrendado las yerbas sobrantes de sus términos (p. 235).

La regalía sobre hornos, molinos y otros artefactos y, en consecuencia, el derecho a su establecimiento, es, por el derecho foral del Reino de Valencia, propio de la soberanía, «reservada a la Corona por el rey Don Jayme I desde el tiempo de la conquista» (p. 243), en una facultad que se ejerce tanto en pueblos y tierras realengas, como en los de «dueños particulares». Siendo la privativa del Real Patrimonio, el derecho foral, incluso se muestra contrario a la prohibitiva y, en consecuencia, a los estancos o monopolios sobre este tipo de artefactos. Cualquier restricción de la «libertad natural» es sumamente odiosa para Branchat y su restricción a través de un derecho prohibitivo es «una violencia opuesta al derecho natural, y perjudicial a la causa pública». Se trata de doctrinas comúnmente admitidas, pero refrendadas de una manera específica por las disposiciones forales,

que con el obgeto de fomentar la agricultura concedían expresamente que qualquiera pudiese moler su trigo, aceytunas, arroces y demás en los molinos y almazaras que quisiere: que igualmente pudiesen construir libremente en sus heredades almazaras o molinos de aceyte para su uso y el de qualquiera otro: y que los labradores o arrendadores pudiesen moler sus aceytunas en la almazara del dueño de su heredad, o en donde bien visto les fuere, como así lo estableció el Rey Don Pedro I hallándose en Valencia el año 1283… (p. 263n61) 22.

Branchat parece ser en lo tocante a este derecho mucho más taxativo y generalizador que respecto al de establecer tierras. Los dueños territoriales, de hecho, no pueden ejercerlo «sin título correspondiente […], licencia o real privilegio en que se funde, por ser indispensablemente preciso, siempre que se trate de regalía». No sirve en este caso la concesión general del territorio ni las cláusulas comunes, «pues las regalías, para que se entiendan transferidas, necesitan expresa y especial mención en términos que no pueda dudarse de la voluntad del concedente». Es dudoso, incluso, que concedida la facultad de establecer a alguno, deba entenderse «concedido el derecho de prohibir que otros puedan edificarlos». Hasta determinada jurisprudencia parece confabularse contra la prohibitiva de los señores particulares (pp. 259-262).

Hay en estas breves páginas que Branchat dedica al derecho de establecer hornos, molinos y otros artefactos suficiente doctrina favorable al Real Patrimonio como para que se convirtieran en referente obligado de los arrendadores de bailías en la época de Canga Argüelles, en su empeño por cuestionar la legitimidad de cualquier titular que no fuese el propio rey. Proclamada la generalidad del derecho incluso en tierras de particulares; siendo obligatorio la exhibición concreta y expresa de título, y puesto en cuestión el carácter prohibitivo y de monopolio con que se ejercía el mismo… daba la impresión de que la obra del asesor patrimonial podía significarse por una orientación netamente reivindicativa de esta parte de la Hacienda Real frente a los intereses corporativos y de particulares. Pero la historia, esa maestra inevitable en la que Branchat tanto creía, iba también aquí a propiciar, por sus efectos acumulativos, suficientes elementos de reflexión como para matizar tales interpretaciones.

Y, como no podía ser de otra manera, sería la expulsión de los moriscos y las posteriores condiciones en que el reino fue repoblado el punto de no retorno para configurar una situación que, más de un siglo y medio después, se imagina inamovible. Sería aquí, en el terreno de la interpretación concreta de este acontecimiento, donde se iban a dirimir la gran mayoría de las opciones que sobre el régimen señorial se estaban planteando ya desde los años ochenta y noventa y que, sin solución de continuidad, enlazarían con la gran discusión en las Cortes de Cádiz. Una discusión en la que, como no podía dejar de ocurrir, el Real Patrimonio iba a estar bien presente. De momento, salvada la constatación de que el mayor costo de la expulsión de la población morisca recayó a medio y corto plazo sobre los bienes y regalías patrimoniales, Branchat se niega a una revisión siquiera somera de tal situación. Sentados los principios arriba mencionados 23, pasa a continuación a desarrollar el que, sin duda, constituye el argumento axial de toda su postura y que, a la postre, resulta extremadamente favorable para los señores:

En el Reyno de Valencia son muchos los dueños territoriales que gozan el derecho de establecer hornos y molinos en sus pueblos y Baronías, y el de prohibir que los demás lo hagan sin su permiso: unos por habérselo reservado en las capitulaciones o encartaciones hechas con los nuevos pobladores después de la expulsión de los Moriscos: otros en virtud de las Reales donaciones que transfirieron a sus antecesores dicha facultad: y otros por la posesión o prescripción inmemorial (pp. 263-265).

Tan escueto párrafo se ve acompañado por cuatro largas notas a pie de página que, en este caso concreto, no hacen sino acentuar lo expuesto en el cuerpo principal del texto. Los principios reafirmados no son en absoluto insignificantes: reafirmación del derecho privativo de los señores sobre hornos y molinos; validez de las encartaciones como «leyes paccionadas» establecidas «por todo derecho» y confirmadas por real pragmática de 1614 de Felipe III; y reconocimiento, en fin de la prescripción inmemorial nada más y nada menos que como «el mejor título para la adquisición de regalías». Según su interpretación de la real pragmática de 1614, el monarca confirmó en ella «todas las encartaciones, y prescribió las reglas que debían observarse, para que tuviesen perpetua estabilidad y firmeza»:

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