Muchas de las claves de comprensión de esta monumental obra se encuentran en las dos instrucciones de 1781 y 1783 redactadas también por Branchat como dos de las primeras medidas dimanantes de su plan de actuación en el Real Patrimonio valenciano. No creo que sea casualidad el que la primera de las dos fuera, precisamente, una instrucción nueva para realizar cabreves, una primera versión de la cual estaba concluida ya en 1778 y había sido analizada y aprobada por el Consejo de Hacienda en consulta de 9 de noviembre de 1780. Se partía, como ha quedado dicho, de la anterior instrucción de 1527, pero su inclusión literal en la nueva disposición resultante de todo el proceso indicaba que su vigencia se consideraba plena, salvo algunos aspectos puntuales modificados por el Consejo a propuesta del propio Branchat y que luego veremos. Tal como éste señalaba en el preámbulo, la nueva instrucción se entendía, en realidad, comprensiva de las dos anteriores, «la antigua del año 1527», copiada a la letra,
y… la que formé y remití con fecha de 25 de febrero de 1778, añadiendo en sus propios lugares las declaraciones que ha propuesto el Consejo sobre ambas consultas, y ha aprobado S.M., para que teniendo a la vista dichos subdelegados las reglas prevenidas en la antigua Instrucción, exornadas y explicadas con mayor extensión en la nuevamente trabajada, puedan proceder con la debida justificación en la actuación de los cabreves, y desempeñar con acierto sus encargos (p. VII).
La primera disposición, con 18 capítulos breves y unas 6 páginas, era bastante escueta. La segunda, en realidad una explicación de la anterior, con abundante aparato erudito y casuístico a pie de página, alcanzaba las 35 páginas. Era evidente que los tiempos habían cambiado: no tanto como para considerar agotadas unas reglas y una práctica del siglo XVI, de profundas resonancias señoriales y feudales, pero sí lo suficiente como para haber propiciado cierto olvido, la reparación del cual exigía unas glosas y comentarios mucho más extensos. Es ese aspecto el que convierte, de hecho, las dos instrucciones de Branchat, no en unos textos normativos en sentido escueto, sino en auténticos tratados explicativos de determinadas prácticas que, consecuentemente, tienen perfecta cabida en una obra como el Tratado y no en una colección de documentos como los que se recogen en los volúmenes primero y segundo. La vigencia de la instrucción de 1527 no se pone nunca en cuestión; pero es
tan breve, que sólo comprehende las reglas generales: y aunque en aquel tiempo pudo estimarse suficiente, por la mayor instrucción de estas materias, y práctica común de cabrevar; ha acreditado y enseñado la experiencia ser necesario en el día darle mayor extensión, para evitar nulidades y defectos que se han observado en los últimos cabreves, con perjuicio imponderable de los derechos del Real Patrimonio, que por esta causa ha dexado de reintegrarse de muchísimos luismos y quindenios (pp. XXII-XXIII).
Había sido el propio Consejo de Hacienda, además, el que había decidido sobre tal cuestión, en unos términos que no dejaban lugar a dudas:
El Consejo de Hacienda en sala de Justicia examinó la Instrucción que Vmd. remitió […], y en su vista ha propuesto: que los cabreves de las fincas pertenecientes al Real Patrimonio en ese Reyno se executen con arreglo a la Instrucción del año 1527, como hasta aquí ha debido hacerse […] Propuso así mismo el Consejo, que los Jueces de la operación de los cabreves tengan también presente la Instrucción formada por Vmd. por lo que contiene de sólida doctrina, recopilada de los fueros, privilegios, órdenes, decretos Regios, y Escritores más sabios de ese Reyno, quedando siempre salvo a las partes su derecho, para que puedan reclamar qualquier agravio…: en cuyos casos los Jueces y Tribunales determinarán lo que juzguen más conforme a justicia… (pp. V-VI).
Tanto un fragmento como el otro contienen suficientes elementos como para descubrir las intenciones últimas que parecían guiar tal operación de actualización y los límites en que se quería que la misma tuviese lugar.
La alusión a los luismos y quindenios como objetivos primeros no era baladí. De las cuatro partes de que consta la nueva instrucción redactada por Branchat, dos se ocupan de estos derechos derivados del censo enfitéutico a favor del titular del dominio directo. El luismo era la cantidad que se pagaba al dueño directo, por parte del enfiteuta, por cualquier acto de enajenación o «transportación» del bien establecido, consistente, como regla general, en una décima parte del precio de lo enajenado. El quindenio es «aquella cantidad que se paga por las manos muertas 15al dueño directo en lugar del luismo, que regularmente hubiera percibido si se hubiese mantenido la finca enfitéutica en mano libre», consistente en pagar cada quince años la décima del valor de la «alhaja censida». Los dos eran, con toda seguridad, los que mayor y excesiva casuística habían generado en su aplicación, dificultando enormemente la labor de cualquier juez de cabrevación. La atención a estos derechos era, por tanto, prioritaria. El quindenio planteaba, además, el serio problema de su vigencia sobre los poseedores de bienes sometidos a enfiteusis, pero constitutivos de vínculos o mayorazgos, práctica que era, como se sabe, habitual en el País Valenciano y bastante generalizada, por otra parte, en los últimos tiempos 16. Este era un aspecto que había sido ya planteado por el propio Branchat al tiempo de proponer al Consejo su nueva instrucción, como uno de los que más exigían la renovación/aclaración de la anterior normativa de 1527. La determinación fue comunicada por real orden de 7 de diciembre de 1780 e incorporada como doctrina a la nueva disposición:
[…] que en los establecimientos que en adelante se concedan, se ponga por condición expresa dicha carga, para que no haya duda en su obligación: que si esta condición se puso en los establecimientos anteriores, se cobren igualmente, haciendo lo mismo en el caso de estar la Real Hacienda en posesión de cobrarlos, aunque no estén pactados al tiempo del establecimiento: y que en los que falte el pacto y la posesión, no se haga novedad mientras no se resuelva el expediente que sobre este punto se sigue en el Consejo de Hacienda a instancia de los Fiscales (p. LXIII).
Pocas cosas hay en la nueva normativa de 1781 que hagan presuponer que nos encontramos ante una voluntad explícita y decidida de proceder a una recuperación de bienes del Real Patrimonio, salvo aquellos que pudieran deducirse de la práctica, siempre prudente, lenta y costosa, de una cabrevación y de una mayor claridad en la realización de los actos de ella derivados por un mayor conocimiento de los jueces subdelegados y de los empleados patrimoniales. Posiblemente la excepción sean algunos aspectos desarrollados en la cuarta y última parte, dedicada a la concesión de suplementos de títulos para aquellos enfiteutas que no los poseyeran. La preocupación mayor venía en este caso de la práctica abusiva de determinadas ciudades y villas de realengo que tradicionalmente habían competido con la administración patrimonial por el derecho de establecer, «abuso que no ha podido cortarse» y con el que Branchat, aquí sí, da alguna que otra muestra de contundencia. Si el derecho de establecer es efecto del dominio, que transfiere el útil al enfiteuta, «siendo propio del Real Patrimonio el dominio de todos los términos realengos, no pueden las Ciudades, villas y pueblos establecer parte de ellos sin notorio exceso de sus facultades» (p. LXXIVn145).
Tal contundencia, sin embargo, tiene una curiosa y hasta sibilina forma de modularse, también desplegada, como luego veremos, en el Tratado y que convierte a nuestro asesor en un maestro en el arte de la ambigüedad. Se trata, sin más, de expresar y sintetizar lo principal de la doctrina, favorable en principio al Real Patrimonio, en el cuerpo principal del texto, pero acompañada de una batería de notas eruditas a pie de página, superiores en extensión al discurso principal, cuyo contenido modula o, incluso, contradice aquél. Por ejemplo, según Branchat, los procuradores patrimoniales deben
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