instruir su acción contra las Ciudades, villas y demás pueblos, para que se les mande exhibir el título, licencia o Real Privilegio en cuya virtud usan del derecho de establecer, como indispensablemente preciso, siempre que se trata de regalía de S.M., que no puede adquirirse sin título, antes bien debe interrumpirse de hecho, reintegrando a S.M. en la posesión de que se le privó de hecho y contra derecho por abuso o usurpación (pp. LXXVI-LXXVII).
Pero tan corto texto se ve interrumpido cuatro veces por otras tantas notas, dos de las cuales matizan notablemente lo expuesto en él. En una de ellas se advierte que por la interrupción de hecho en el goce o disfrute de un bien o derecho «no debe entender el subdelegado el poder expeler de la posesión a qualquiera detentador de la regalía sin preceder su audiencia, que siendo de derecho natural, no puede negarse», por mucho que no sea en juicio plenario, sino sumarísimo y «estar asistido el Fisco de la presunción de derecho, para resistir al privado que litiga con él…». En la siguiente, admite la prescripción como título incluso en asuntos de regalías, siempre y cuando aquélla no esté expresamente excluida, «de modo, que todas aquellas regalías que pueden adquirirse por privilegio o concesión, son prescriptibles por la inmemorial, no estando expresamente excluida, por tener fuerza de título y concesión…» (p. LXXVIIn150 y 151). Un argumento, este último, corrosivo para cualquier intento de recuperación de bienes y derechos patrimoniales. Otros ejemplos podrían confirmar esta utilización de las notas como lugar en el que poder matizar o, en su caso, reducir, la que pudiera ser entendida como una acción patrimonial demasiado peligrosa para los intereses ya establecidos, particularmente las oligarquías municipales y la nobleza. De momento baste con decir que será este tipo de proceder el que convierta a Branchat en uno de los autores más citados y utilizados, tanto por aquellos empeñados en acciones de recuperación y de restablecimiento de derechos del Real Patrimonio, como por los que se sintieron perjudicados ante tal tipo de actuaciones.
La prudencia bien calculada, cuando no la ambigüedad, fue siempre una de las características de nuestro autor. La cabrevación era, de todas las medidas posibles, tal vez la más respetuosa con los diversos y complejos intereses que se habían ido consolidando sobre los derechos y bienes del Real Patrimonio. Podía declararse que «el fin de los cabreves» no era otro «que el mantener los derechos y regalías de S.M., y reintegrar al Real patrimonio de los que justamente le pertenecen, y se han obscurecido por el transcurso del tiempo, falta de noticias y omisión de los antecesores». Pero toda cautela era poca, «procurando siempre el subdelegado que no se cause perjuicio a tercero, ni se despoje a los vasallos de su posesión sin oírles, y que sus procedimientos estén muy lexos de toda precipitación y violencia, por esto directamente opuesto a las piadosas intenciones de S.M.». La cabrevación no era en esencia sino un acto judicial, en el que la parte representante del dominio útil, es decir, el enfiteuta, siempre aparecía en inferioridad de condiciones ante ese simulacro de tribunal. La instrucción actualizada de 1527 no era más que una concreción abreviada del procedimiento de constitución de un tribunal que ha de tomar declaración a un reo al que imponer una pena, adoptando de antemano la comparecencia de aquél la característica de una confesión. El juicio, se decía en su capítulo III, «ha de ser de tres personas: la una el Bayle o su delegado: la otra el Procurador Fiscal y patrimonial: y la tercera el enfiteuta»; los capítulos VI y VII reglamentaban la forma en que debían tomarse «las confesiones de los enfiteutas» y el correspondiente interrogatorio por parte del Baile o juez; y el IX, en fin, describía con detalle los términos de la «condena»:
[…] condenará el Bayle, o Juez delegado por él, a dicho confesante en reconocer a S.M. por Señor directo de la tal cosa, y en pagarle en cada un año en el sobredicho día tal los referidos tantos sueldos, con los dichos derechos de fadiga y luismo, y el quindenio, en donde precederá confesión de él, y todo derecho pleno enfiteutical, según fuero de Valencia… (p. XIII).
Desde luego, 1781 no era 1527, y algunos términos debían matizarse. Para Branchat la enfiteusis aparece ya como «un contrato por el que el dueño transfiere el útil de la cosa inmueble, estipulada cierta pensión o rédito que anualmente debe prestarle en reconocimiento del directo dominio que se reserva» (p. XXI). Pero el reconocimiento de tan superior derecho y, en consecuencia, su confirmación, sigue requiriendo de un acto judicial que escenifique una confesión por parte del enfiteuta, porque, como explicita el propio tratadista, las rentas derivadas de este «contrato» «dependen de la prueba de identidad de las fincas, y exacto conocimiento de los títulos de sus pertenencias, o nuevas investiduras». El propio hecho de que el cabreve fuera prescrito de diez en diez años y que en la segunda mitad del siglo XVIII se siguiese recomendando esta cadencia para su realización demuestra hasta qué punto los derechos o rentas derivados de tan peculiar «contrato» se estimaban frágiles. El orden político que, como recuerda el profesor Fioravanti, era sentido por los antiguos como un orden «profundamente vinculante, precisamente como un orden jurídico», era también el que regía para los derechos, indisociables en su esencia de ese mismo carácter judicial 17. Su confirmación, en consecuencia, requería del acto formal de un juicio que, en este caso «ha de constar (como todos) de Juez, que es el subdelegado: actor, que es el Procurador patrimonial: y reo, que es el enfiteuta» (p. XXVI).
La actualización de los procedimientos para cabrevar como instrumento privilegiado para la reforma del Real Patrimonio implicaba, por tanto, una opción clara por un procedimiento judicial frente a la posibilidad de una vía administrativa o gubernativa, opción esta última que pugnaba ya en el seno de la propia Junta Patrimonial en tiempos de Branchat 18. Pero parecía evidente que la concepción jurisprudencial era en ese momento la que mejor parecía asegurar «una ventaja del Estado», pero «sin perjuicio del común de los pueblos ni de los particulares». Era, en definitiva, la única manera de encauzar el que parecía inevitable empuje de recuperación de las rentas y derechos patrimoniales por unos derroteros que no rompiesen el juego de intereses pretendidamente «equilibrado» que se había ido estableciendo o construyendo históricamente entre el rey y el reino. La ordenación de los «intereses del Estado» no debía desordenar, por tanto, la de los otros componentes del cuerpo político. Ése era el sentido último de la labor de Branchat.
La efectividad, desde esa perspectiva, de una medida como la cabrevación generalizada de todas y cada una de las bailías en que se dividía el antiguo reino podía presuponerse harto dudosa. De hecho, a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII muchas bailías fueron cabrevadas: Ademuz, Alcira, Alcoy, Alicante, Alpuente, Ayora, Biar, Bocairente, Carcagente, Castellón de la Plana, Guadasuar, Ibi, Jijona, Morella, Ollería, Onteniente, Orihuela, Penáguila, San Felipe (Játiva), Valencia o La Yesa. Y, sin embargo, cuando a consecuencia de la agudización de la crisis fiscal de la monarquía nuevas urgencias y nuevas necesidades se proyecten sobre el viejo patrimonio, no podrá dejar de reconocerse el fracaso de tales expedientes. En 1805, Canga Argüelles seguía lamentándose, en la línea en que lo habían hecho otros predecesores suyos como Martínez de Irujo o Martín de Garay, «del triste estado en que se encuentra el patrimonio, del atraso de sus cuentas, de la obscuridad de sus fincas, y de la confusión y desorden de sus papeles, siendo éste tal y tan lastimoso como que no se sabe fixamente en Contaduría qual es ni qual deba ser el número de Baylías, quales los términos de la comprensión de cada una y quales los pueblos que les corresponden». Un triste balance para un procedimiento tan dilatado y costoso como el de la cabrevación 19.
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